jueves, 15 de julio de 2010
La chica del tren
Si uno buscara el apoyo de ese término denominado premisa argumental en la hermosa La chica del tren (2009), de Andre Techiné, que coescribe guión con Odile Barski y Jean Marie Besset, habría que esperar a que transcurriera la mitad de la película, justo cuando se inicia la segunda parte, denominada, Las consecuencias, y se trama una mentira que tiene un imprevisto alcance mediático (hecho que está basado en un suceso real que acaeció hará unos años en Francia) y con implicaciones politizadas. Hasta entonces ha transcurrido el primer segmento titulado Las circunstancias. No las causas, sino la exposición más que explicativa descriptiva de un mosaico de relaciones, de hebras de personajes y relaciones, que transmiten más una sensación de deshilachado vital, no sólo presente, sino que transciende a un pasado, colectivo e individual, irresuelto, que determina que los desencuentros y conflictos, a escala personal o colectiva y genérica (las identidades nacionales, raciales) sigan reproduciéndose.
La narrativa en esta primera parte es discontinua, con saltos de perspectiva de un personaje a otro, que hilvanan, más que una trama, una circunstancia de la que son piezas de un conjunto, y reflejos esquivos entre sí, y una atmósfera emocional que es equiparable a esa imagen de un indefinido tunel con la que comienza la película; no hay dirección aparente narrativa, como los personajes parecen desplazarse en una oscuridad que no saben a dónde les dirige, o si lo saben, expuestos a la accidentalidad, lo imprevisible (a que reaparezca una figura del pasado, y un sentimiento que quizás incluso entonces no sentías, pero que te desconcierta; que te acuchillen; o que, aparentemente, te sientas por fin más feliz, o estable, que nunca, algo no imaginado; o que una pareja separada, que parece abocada a las mutuas descalificaciones, se dejen llevar por el deseo). Jeanne (Emilie Dequenne) busca trabajo, ayudado por su madre, Louise (Catherine Deneuve), y una propuesta que le sugiere a su hija le enfrenta a un nombre que le suena, el de un amigo de su marido fallecido, Blestein (Michel Blanc), un abogado dedicado a las causas de agresiones a judios, para quien trabaja su ex nuera, separada de su hijo, los cuáles tienen un hijo que transita la narración como quien tuviera las cosas más claras, o las dijera con más claridad (es quién pregunta directamente a quien ha mentido por qué, o se pregunta por qué alguien tiene unas esculturas africanas en su casa, qué refleja eso, o dice a su padre que no quiere quedarse en una casa que no le gusta; y es capaz de reconocer lo que siente por alguien).
Jeanne se desplaza, se mueve, aunque se sienta inmovilizada, sea en tren o sobre patines; en un túnel es donde conoce a Franck, que practica la lucha libre; hay un hermoso montaje secuencial que refleja el paso del tiempo y cómo se va gestando ese mutuo sentimiento; conversan a través de internet, chatean; los textos se superponen en ocasiones en la pantalla; a medida que pasa el tiempo, están más despojados de ropa, como su confianza cada vez más despojada; el cierre (secuencial) son dos primeros planos que corroboran esa conexión. En suma, Techiné juega con lo sugerido, con lo entredicho, con lo que palpita entre planos, con lo que los personajes sienten, o creen sentir, porque se sorprenden a sí mismos descubriendo sentimientos que no esperaban sentir, como si forcejearan consigo mismos en un desplazamiento sinuoso en el que se están enfrentando a lo que les inmoviliza, y a lo imprevisible (confusos entre interrogantes, autoengaños y mentiras). La trama de esa mentira que alcanzará después tal repercusión no es más que el reflejo de unas vidas cuya trama está deshilachada, porque quizás desconocen mucho de ellos mismos, algo que va más allá del autoengaño, y a los otros los ven como difusas representaciones porque tampoco saben qué ven en ellos. O quizás sólo necesiten sentirse queridos, pero no saben expresarlo de modo directo.
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