miércoles, 3 de febrero de 2010
Déjame entrar
Deja entrar al adecuado (Let the right one in), es el título original de esta bella obra de compás de duermevela. A los vampiros hay que invitarlos para que puedan entrar. Quizás la presencia adecuada para quebrar el cristal tras el que uno se siente atrapado y aislado. Como Oskar, un chico de 12 años. Nos lo presentan, desde el exterior, golpeando su ventana con un cuchillo mientras entreoímos cómo grita chilla cerdo. En el aula de su clase, un plano general, con Oskar dando la espalda a la cámara, redunda en esa condición. Se oye la letanía de un golpeteo distorsionado. Un travelling lateral reajusta el encuadre, y vemos a otro chico mirándole mientras golpea su pupitre. Uno de los que le humillan, y acosan gritándole chilla cerdo. La perturbadora presencia no invitada a entrar pero que se ha arrogado ese derecho. En el nevado patio de su bloque, que parece salido del Decálogo de Kieslowski, la cámara se desplaza, y vemos sobre unos andamios a una chica de su edad, Eli, su nueva vecina. Su aliada. Aunque sea una vampira. Quizás una figura invocada al fuera de campo para conjurar ese otro contracampo que le sojuzga. Con la que sí comparte lenguaje, como ese código Morse con el que se comunican a base de golpeteos, y con la que se reconcilia con su propia condición de extraño en un entorno helado conformado por relaciones rotas, solitarias o crispadas. Es significativo que la única figura que sufra el proceso de conversión a vampira sea una mujer humillada por su marido. Alfredson modula con maestría un relato fantástico donde el extrañamiento se aposenta antes de la aparición del cuerpo extraño. El deslizamiento sensorial en suspensión de Kieslowski se funde con la geometría de la puesta en escena de Terence Fisher. Conjuga inmediatez y abstracción, lirismo contenido y arrebato transgresor, como las concisas secuencias de las acciones vampíricas, rasgones sombríos en un paisaje humano entumecido y de violencia agazapada. En la turbadora secuencia del climax, donde advertimos desde el fondo de la piscina los efectos de lo que ocurre fuera de ella, se dirimen los dos fuera de campo en conflicto, la encarnación de la insumisa singularidad frente a la insidiosa opresión que obstruye la respiración de aquel que no se pliega a los demás. Oskar dejó entrar a la presencia adecuada. No es la vampira la extraña, sino la cómplice que le libera de un cruel mundo de muertos en vida en el que se sentía un extraño.
'Déjame entrar' (Let the right one in, 2008), de Thomas Alfredsson, es una de las más bellas obras que ha deparado el reciente cine fantástico, y, por extensión, de esa vertiente centrada en los vampiros. Su excepcionalidad, ya intrínseca, destaca, por otra parte, porque casi resucita a un género y a una particular vertiente que parecían 'condenados' a la medianía en estas últimas décadas. Conmueve esa bella historia de amor entre los dos chicos, como turba la atmósfera que se va creando con una sutil distancia y una elaborada modulación. E integra lo fantástico y lo cotidiano con un refinado equilibrio, en el que quedan expuestos sus reflejos e interacciones con un aliento transgresor y una compleja ambiguedad. Y rescata algo que parece, también, casi extinto, un sentido de la puesta en escena, del uso de los recursos del lenguaje fílmico, de una precisión y elocuencia admirables, tanto en significado como en creación de atmósfera, en especial, del trabajo sobre los espacios y el empleo del fuera del campo.
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