domingo, 28 de febrero de 2010
Picnic en Hanging rock
'Todo lo que vemos, y lo que parecemos, no es más que un sueño, un sueño dentro de un sueño'. Con estas palabras, de Edgar Allan Poe, dichas, en off, por el clave personaje de Miranda, comienza 'Picnic en Hanging rock' (1975) de Peter Weir. Nos encontramos en un estricto colegio de chicas, en 1900, uniformadas con etereos vestidos blancos, y lazos rosas en sus sombreritos de paja...y se encaminan a realizar una excursión al lugar citado en el título. La sensualidad late ya en las primeras imagenes, en el despertar de las chicas, entre lecturas de poemas y cartas de amor y reflejos en el espejo, una pulsión en trance de florecer ( o de que encuentre esa posibilidad, dado el contexto en que estan situadas), y un resbaladizo misterio en la actitud de Miranda, quien dice a Sara, la chica enamorada de ella, que no dependa de ella, porque un dia puede no estar. Y así es, algo sucede en esa excursión, y Miranda y otras dos chicas, y una profesora desaparecen.El lugar, dominado por unas imponentes rocas, transpira un espiritu pagano, como si estuvieramos en el dionisiaco mundo de Pan (complementado por los sones de la flauta de pan que dominan la banda sonora), la naturaleza respira alentando al despertar de los sentidos, insinuando realidades que quizás no vemos, que contrastan con este encorsetado ( en cuerpo y mente) mundo. Misteriosos ralentíes parece que nos insinuan que se cruzan umbrales a universos inciertos, como la fisura del deseo liberado rasga el envaramiento de una realidad, espacializada en ese colegio, enquistada en sus inhibiciones y rigidez de formas (representada en la directora; sin olvidar que es un colegio inglés en un entorno extraño, el australiano: choque de culturas y espacios en los que reincidará Weir, dos años después, en su también extraordinaria siguiente obra, 'La última ola'). Dos semanas después encuentran, sorprendentemente, entre las rocas a una de las chicas,Irma, inconsciente y magullada (pero sólo en manos y cabeza). Y en sus ropas falta, curiosamente, el corsé. En la escena en que Irma, después de pasar su convalecencia, va a despedirse de sus compañeras, que están realizando sus ejercicios físicos de 'compostura', vemos cómo a una la tienen atada para que aprenda a mantenerse derecha. Las compañeras reaccionan con violencia, de modo desaforado, hacia su compañera, en apariencia demandándola una respuesta sobre lo qué ha ocurrido con las otras desaparecidas, pero, en el fondo, no es sino el despecho de quienes no han rebasado las rigidas formas que hurtan el deseo de la mujer, y no hay más que apreciar el aspecto que ahora rezuma la superviviente, sensual y ya 'mujer', como si hubiera adquirido la madurez del conocimiento y la afirmación en su voluntad y deseo liberado.
Aunque si sobre alguien, especialmente, pivotan varios personajes, es sobre Miranda, quien ya en los inicios traspiraba esas sensaciones de 'liberación' ( es a ella a la primera que vemos, despertando) , y de ahí la fascinación que 'embriaga' a otros personajes, que no es sólo sexual ( o que resitúa lo sexual en un sentido mucho más complejo). Tanto a su compañera Sara (significativamente, por otro lado, discriminada por la directora por su extracción humilde y sus dificultades en pagar el internado) y Michael, el chico inglés, que se queda fascinado al contemplarla sobre un riachuelo poco antes de desaparecer, y que semanas después seguirá buscándola al borde de la obsesión y de poner en peligro su vida. Es como si la misma Miranda fuera ella misma el umbral a un conocimiento liberado de nuestras percepciones y sensaciones en donde la vivencia de los sentidos alcanzan una amplitud desconocida y latentemente añorada, la fusión con el otro y lo otro, la agudeza de comprender lo que hay de ilusorio en nuestro mundo, en nuestra presunciones y preceptos. Esta incertidumbre se asienta en la narración, de modo exquisitamente sutil, como si palparamos los intersticios de lo que se nos narra, sin llegar a descubrir manifiestamente nunca qué es lo que realmente ocurrió. La naturaleza, las rocas, el viento, la hierba, el agua, cobra una presencia que envuelve en una atmósfera fantástica, el misterio brota y empapa, abre una intangible vereda, que nos hace sentir que hay realidades, o formas de percepción que se nos escapa como agua entre los dedos. La imagen que nos devuelve en el espejo ese misterio resquebraja definitivamente la presunta 'institucionalizada' realidad que vivimos, y la inconsistencia de los 'corsés' mentales sobre la que la ahogamos.
La bella ternura de Klaus Kinski
Al límite
¿Cuántas películas han titulado 'Al límite'? Cuando menos la que dirigió Eduardo Campoy, y así fue como retitularon, en gran alarde de imaginación, el mucho más sugerente 'Bringing out the dead' de Martin Scorsese. Ahora, de nuevo por opacos motivos, se trasnmuta el más preciso 'The edge of darkness' por el insipido 'Al límite'. Lo primero que hay que decir con respecto a esta obra de Martin Campbell es que no nos encontramos con nada nuevo bajo el sol. Pero dado los tiempos que corren en el género del thriller hay que reconocerle que dentro de su discreción resulta más estimulante de lo habitual. Se viene diciendo ya hace un tiempo que parece advertirse en ciertas obras de este género cierta recuperación del espíritu de los 70, en estilo y trasfondo. Desde luego no lo lograba 'Asalto al Pelham 1,2,3 (2009), por mucho que versionara una interesante obra de Joseph Sargent de 1974, dado que Tony Scott compite por intentar conseguir la obra en el que los planos duren lo menos posible. Por contra, Campbell, al que hay que darle parte del mérito de recuperar de la atonía narcótica a la serie Bond ( lo siento, nunca he sido fan de este personaje ni de esta serie, incluidas las de Connery) con 'Casino royale' (2006), da respiración a la narración, dándole la adecuada respiración a los planos, y a las secuencias, y consiguendo, de este modo, que brillen los fustigazos de los cortantes estallidos de violencia ( con la misma fisicidad que lograba en 'Casino royale'). Esa es la principal virtud de esta obra inspirada en una serie británica de 1985, aparte de sus buenos secundarios, Danny Huston o, sobre todo, Ray Winstone ( que compone, también, el personaje más interesante). Una trama áspera, de corrupciones gubernamentales, narrada con el preciso brío, que sin llegar a ser brillante o especialmente memorable, tiene una aceptable dignidad poco habitual hoy en día en este género. Desde luego, con más eficacia que otras obras interpretadas anteriormente por Gibson, en las que también estaba presente el tema de la venganza, como la apagada 'Payback')1999) - versión de 'A quemarropa' (1967), de John Boorman, que me parece un tanto sobrevalorada aunque sin duda superior a su remake - o la indigesta, para mi gusto, 'Rescate' (1996) de Ron Howard, por cierto, versión de una sugerente obra de los 50, 'Ransom' (1956) de Alex Segal, ésta sí de una tensa crispación muy conseguida, protagonizada por un extraordinario Glenn Ford.
Brando y el horror
Para su preparación de la celebre secuencia de 'Apocalipsis now' (1979), de Francis Coppola, en la que musita '¡el horror, el horror!', Marlon Brando se colocó un insecto de considerable tamaño (del que desconocemos su nombre, y con el que esperamos no encontrarnos) sobre su colodrillo. Parece que la ocurrencia fue fructífera dado lo bien que se metió en situación cuando rodó la susodicha secuencia.
Monty y Arthur
Montgomery Clift y Arthur Miller comparten humos y conversación durante una pausa del rodaje de 'Vidas rebeldes' (The misfits, 1962), de John Huston. Si uno escribiera el texto de esa conversación sería un diálogo en el que ambos se preguntaran por qué la película no estuvo a la altura de la interpretación de uno y del texto del otro.
sábado, 27 de febrero de 2010
La fiera del doblaje español no es gay
Curiosidades de la censura en los doblajes españoles. En la versión doblada de la desternillante secuencia de 'La fiera de mi niña' (1938), de Howard HAwks, cuando Grant recibe en negligee a la madre del personaje de Katharine Hepburn, ante sus preguntas de por qué lleva esa ropa él, Grant contesta 'porque me estoy...' y pega ese salto (con lo que se nos hace suponer que quiere decir que se está volviendo tarumba). En la versión original lo que dice es 'porque me he vuelto gay de golpe'. La idea, por cierto, fue de Cary Grant, ya que en el guión original no se mencionaba el termino gay. Hay que mencionar que, aunque el termino gay no empezó a utilizarse de modo extendido hasta finales de los 60, ya en los años veinte se utilizaba en los ambientes homosexuales. Aunque él siempre lo negara, la rumorología ha especulado con que el mismo Grant lo fuera, o bisexual. Hay quien ha comentado que fue una ocurrencia de Grant precisamente ante esas especulaciones sobre él y su compañero de piso, ...
Cowboy
'No te has endurecido, te has vuelto miserable', le dice Tom (Glenn Ford) a Frank (Jack Lemmon), en una de las secuencias previas al desenlace de Cowboy (1958), de Delmer Daves ¿Por qué le dice ésto? ¿Qué es lo que le ha ocurrido a Frank? Este proceso es el que nos narra este gran western, no lo suficientemente reconocido. En 'Cowboy' se dirime la colisión entre la idealización y lo real. Con aguda precisión ya se definen y plantean estos aspectos en su primer tramo. Frank trabaja de recepcionista en un hotel, aún rebosante de proyectos e ilusiones. Por un lado, está enamorado de María (Anna Kashi), una mujer mejicana que ocupa, junto a sus padres, una de las suites, y a la que escribe encendidos poemas. Uno de los cuáles es interceptado por el padre , Don Vidal (Don Randolph), el cual no acepta ese cortejo, y menos la propuesta de matrimonio de Frank (no es de su 'posición social', por mucho que hable de sus proyectos de convertirse en un ganadero), tanto que decidirá dejar el hotel con su familia y volver a Méjico, no sin antes decirle que ya aprenderá, que el amor no suele ganar en esta vida. Los ideales de Frank se topan, por primera vez, con la noción de la vida como 'negocio' o 'intercambio de intereses'. Por otro lado, cuando llegan Tom y sus hombres, que han llegado a la ciudad con la intención de vender el ganado que traen, escucha que, a la vuelta, Tom y su cuadrilla pasarán por la hacienda de Vidal para comprarle ganado.
Es imapagable la conversación que Frank y Tom mantienen, mientras éste se toma un baño, en la que el primero se ofrece para unirse a su cuadrilla. La sorna de los gestos de Tom (una de las más afinadas composiciones de ese gran actor que fue Glenn Ford) es elocuente cuando escucha la visión 'idealizada' que tiene Frank del mundo del cowboy, repleta de imágenes bucolicas de hombres conversando junto a la fogata, y se la desmonta en un minuto (incluida 'idealizada' figura del cáballo, al que considera un animal de lo más simple), mientras, como 'oclusiva' puntuación a la conversación, dispara sobre unas cucarachas en la pared, para sobresalto de Frank. Tom es un personaje de lo más singular. Amante de la opera, a la que acude esa noche, no entiende cómo los empresarios que vienen a comprarle las vacas no sepa qué ópera se está representando (como le dice uno, a él sólo le importa su negocio), y por otro lado, es un entusiasta de las partidas de poker. Algo que ya conocen bien los jugadores profesionales del hotel, como ha quedado sutilmente insinuado al principio cuando le notifican al director que llega Tom. Porque no es precisamente el 'fuerte' de Tom, y así será.Y la casualidad propiciará que Frank se ofrezca a prestarle el dinero, si le acepta como socio (cuando en una escena anterior ha quedado claro que Tom no soporta tener un 'socio'), pero dada la necesidad, en ese momento, de dinero, Tom acepta. Claro que a la mañana siguiente, el panorama cambia.
Siempre me ha llamado la atención, sobremanera, el 'espacio de transición' en el que discurre la siguiente secuencia, tan fuera de lo corriente en un western, con esas construcciones que asemejan a piramides mayas, un espacio casi fantastico, como se si cruzara el umbral a una realidad que nada tiene que ver con la que conoce Frank, y crea un singular extrañamiento. Aquí se produce la primera fricción entre Tom y Frank, cuando el primero no quiere aceptarle como socio, esperando que coja el dinero que le prestó y se vuelva al hotel. Las secuencias posteriores se delinean, por un lado, con el immpresionista retrato del viaje hacia Méjico ( pocas veces se ha visto tan bien expresado esa noción de paso del tiempo, hecho de pequeñas acciones, rutinas, y largas y exasperantes cabalgadas), y la colisión de los 'ideales' de Frank con el modo de vida 'real' de los cowboys. Ya la primera noche, Tom se muestra inclemente con Frank, tras que le hayan dado unas friegas en el culo, tal es su dolor por esas largas cabalgadas, y no le permite que haga cambios de turno porque se encuentra dolido. Pero su primer gran choque con esa 'sensibilidad' tendrá lugar cuando, accidentalmente, debido a una broma de Paul (Richard Jaeckel), que juega a lanzar una serpiente sobre el resto de sus compañeros, una pique fatalmente en el cuello a uno de ellos, Trailhand (Strother Martin). La perplejidad de Frank es suma cuando, mientras Trailhand agoniza, los demás mantienen una conversación entre bromas y trivialidades. Le parece toda una muestra de insensibilidad.
El abrupto choque definitivo vendrá, punto importante, tras su decepción al descubrir que María ya se ha casado con otro hombre (un matrimonio pactado por su padre). Cuando, más tarde, ve que su compañero Charlie (Dick York), para el que nada es obstaculo si puede ligarse a una mujer, se encuentra en una situación de peligro en un bar, ya que algunos de los del pueblo no ven con buenos ojos cómo flirtea con una chica (¿hace falta insistir en cómo Frank lo ve como reflejo de sí mismo?), intenta convencer a sus compañeros de que vayan a ayudarle. Pero todos le dicen que ya es mayorcito para saber dónde se mete. Frank explota, pero Tom también está, a su modo, harto de él, y no le deja ir en ayuda de Charlie.Ambos luchan, y no es casual que buena parte de la pelea sea alrededor y sobre la fogata (¿Recordamos la idealización de Frank al inicio?).Tom vence, pero la rabia y frustración de Frank han cruzado cierto límite. Mientras Tom toma consciencia de que quizá ha sido demasiado duro e inflexible con Frank (aunque ya en una secuencia anterior sustituyera a este, lo de que da muestra de su perceptiva sensibilidad, al ver que Frank, por despecho, se ofrecía voluntario para poner un aro sobre el asta de un toro, rivalizando con el marido de Maria), Frank ha 'cargado' su 'dramatización', convirtiendo su resentimiento ( con sus vapuleadas idealizaciones del amor y la vida de cowboy) en fria y hosca amargura. Cuando Tom caiga herido (al acudir para salvarle, además, de los indios que quieren robar el ganado), Frank ocupa su lugar como jefe, y se convierte en un tirano implacable, sin ningún tipo de piedad ni consideración. No ha sabido distinguir lo que es insensibilidad de lo que es curtirse con los aspectos dolorosos y accidentales de la vida, ante los que, dada la dura vida que llevan, no hay que 'dramatizar', para no abrumarse. Una cosa es la indiferencia y otra la templanza. Lo primero puede convertirte en un miserable, lo segundo es signo de que te curtes y maduras.
Delmer Daves un director que dio tan excelentes westerns, además de 'Cowboy', como Jubal (1956), La ley del talión (1956), El tres de las 3'10 (1957) y, sobre todo, El arbol del ahorcado (1959).Recordemos que estamos en la década en la que el género alcanzó su cenit, gracias a cineastas como Anthony Mann, John Ford, Howard Hawks, Henry Hathaway, Gordon Douglas, John Sturges, Robert Aldrich, Budd Boetticher, o el propio Daves, entre otros, y que tuvo su continuidad en la década siguiente. También mencionar al personaje que interpreta el excelente Brian Donlevy, ese ex sheriff cansado de una vida pendiente de un hilo por tener que enfrentarse a los que le retan para demostrarse que es el mejor, y cuya muerte en off será la espoleta tanto del grado de insensibilidad a la que ha llegado Frank como al enfrentamiento de éste con Tom. Una obra admirable.
viernes, 26 de febrero de 2010
La intrigante expresión de Richard Quine
jueves, 25 de febrero de 2010
Revolutionary road
Frank y April se conocen en una fiesta. Un plano general recoge su conversación al fondo del plano, con figuras interpuestas de otros asistentes a la fiesta. April anhela poder ser actriz, pero él no sabe lo que quiere hacer con su vida. Una serie de planos medios y cortos en movimiento captan el hechizo de su primer baile. Fin de la magia. Elipsis en el tiempo. Primer plano de Frank como espectador de una función en la que actúa April. Su expresión es de manifiesto disgusto. La función es un fracaso. En el camerino, donde destaca la presencia de un espejo dominando los encuadres, tienen su primer roce porque Frank quiere cumplir con la etiqueta social, los planes previstos con otros asistentes, y April no está con ganas de socialización. Un largo plano general les encuadra caminando, en silencio, que es crispación contenida, por un pasillo (de nuevo, las resonancias de un túnel). Posteriormente, ya en el coche, ese primer roce derivará en violenta discusión de mutuos reproches que casi termina con una agresión física de Frank. Distancias. Lo que el plano general oculta. Lo que el primer plano revela. Aquel plano general compartido delimita la distancia real que hay entre ambos, y que se irá evidenciando a lo largo del relato, así como su mediatización por el entorno. Son uno más en la multitud aunque les hayan calificado de especiales y diferentes, pero no lo son, puesto que las decisiones sobre su vida han sido las que el entorno determinaba. El primer plano avisa de cuál será el elemento conflictivo que desintegre la relación, la crispación de alguien, Frank, tan indeciso como insatisfecho. Un hombre sin atributos, como revela la secuencia en la que se dirige al trabajo, en la que es uno más con el mismo atuendo, traje y sombrero. Es un hombre subordinado, adaptado. Y frustrado: como reconoce a su amante, cuando era niño lo último que deseaba era acabar siendo como su padre, y resulta que a sus treinta años realiza el mismo trabajo que él y en la misma empresa. Es un vendedor de maquinas, del mismo modo que vendió la imagen propicia cuando cortejó a April simulando quien no era, porque sabía lo que ella quería oír. La relación, por tanto, se construyó sobre una falacia. Y esa es una ironía contenida en ese primer plano de su rostro, porque es su reacción ante un escenario.
Y es que, paradoja, April ansía poder ser actriz, pero el actor en la vida cotidiana es él, como voluntad adaptable y fluctuante, supeditado a lo conveniente, mientras que ella pugna firme por la emoción y vivencia genuina. Frank prefiere la comodidad de la mentira al riesgo de la verdad que confronte con el fracaso. El primer plano tras el título del film nos permite entrever a Frank a través de un retrovisor. Ya nos señala cómo vive mediatizado por los espejos (presencia recurrente en la obra) de unas normas y valores de vida que subordinan la autenticidad al ajustarse a las cuadriculas (como las de las ventanas de su casa) de lo predeterminado como necesario y deseable (trabajo remunerado, aunque no te guste, familia y casa). Un esquinado mundo tramado por imágenes.La forma de reaccionar ante la agria discusión inicial también les define. Frank conjura su frustración ligándose a una de las secretarias de su empresa, mientras April busca una solución constructiva y conciliadora. Prepara una fiesta de cumpleaños, y plantea una completa y revolucionaria ruptura con su modo de vida, un reinicio en Paris, donde ella sea la que le mantenga, mientras él se dedica a definir lo que quiere hacer realmente con su vida. Frank se resiste en principio pero cede, porque tampoco puede evidenciar el engaño, cuando la cortejaba, de su declaración de ambición vital de sentir las cosas de verdad y asociado con Paris porque allí la gente sí parece viva. Pero alguien sin voluntad propia es fácil que sea presa fácil de la presión social. Primero, de las perplejas reacciones de los vecinos por esa decisión radical, que en algún caso camufla la envidia por su coraje dada su frustración vital, (anótese la magnífica presentación del vecino a través de gestos y miradas, que nos hacen sentir cómo se siente, ajeno a su propia vida, y cómo mira la casa de los Wheeler como si fuera la pantalla de lo que quisiera ser, el marido de April) como por el hecho de que transgredan los roles sociales ya que ella le mantendría a él económicamente en Paris. Y segundo, aún más determinante, la propuesta de un ascenso en el trabajo que no es sino la promesa de poder interpretar un papel estelar en una vida que es escenario. Hay un momento que define sus dudas y vacilaciones. En la oficina, solo, graba en el micrófono unas palabras que condensan su pensamiento: Sabemos lo que es necesario, sabemos lo que tenemos, sabemos lo que es prescindible: es lo que se llama Control de existencias. A retener la aparición, desenfocada al fondo, de la secretaria que fue su amante tras la discusión inicial, lo que ya anuncia cómo va a optar por la decisión más fácil y cómoda. El embarazo no previsto de April se convertirá en perfecta excusa para resistirse al cambio, y para establecer el control de existencia que realmente desea. Entre las figuras secundarias destaca, sobremanera, John (Michael Shannon). Representa el alter ego de su revolucionario propósito (o como se irá evidenciando, sólo el de April). Es la única persona que aplaude y apoya su determinación. Es un matemático con el discurso del loco, aquel que es directo y dice siempre lo que piensa, la verdad, en contraste con una sociedad donde las conductas están tramadas sobre el cálculo. Esa verdad que es necesario recuperar, como le recuerda April a Frank, porque nadie la olvida, sólo nos volvemos más diestros mintiendo (en una secuencia en que las sombras dominan el rostro de Frank). Cuando éste reconoce que su decisión es también una huida de un irremediable vacío (no casualmente, en un paisaje natural, mientras pasean los tres por el bosque), John se detiene y asiente admirativo: Todos son conscientes de que viven un vacío, pero pocos tienen el coraje de reconocer que es irremediable. La última secuencia que comparten culmina con un afinado uso del desenfoque y enfoque. Tras el violento enfrentamiento con Frank, al comprender que es el causante de que hayan decidido no romper con la comodidad de la vida que llevaban, la cámara encuadra en primer término a April, de perfil, lo que delata su condición ya escindida, con el rostro demudado, y al fondo, John, desenfocado, marchándose tan indignado como dolido, hasta que cambia el foco en el momento en que John se vuelve y le señala que de si algo está contento es por no ser el hijo que porta en sus entrañas. April ya ha quedado irreversiblemente desenfocada.
Mendes musicaliza el fluir del relato sostenido sobre unas corrientes subterráneas que se van aposentando progresivamente hasta aflorar de modo desgarrador en un climax en el que grito se hace cuerpo de narración, rasgando el telón de colores dorados, cuando las imágenes se descascarillan tras su última discusión. En esos planos, adueñados por las sombras, ya sólo habitan las miradas mudas, los cuerpos descoyuntados que se sostienen como figuras sonámbulas. Un dolor sordo que se extiende en las siguientes secuencias como una patina que hiciera evidente, ya definitivamente, que no son cuerpos sino máscaras, y hay quien lo puede aceptar, Frank, y quien no, April, y de ahí la drástica decisión de ésta. El aborto es la negación de un modelo de vida enajenador que se sostiene sobre una imagen que no se corresponde con el sentir de verdad. El último desayuno que comparten evidencia la incapacidad de Frank de ver a April (o de no querer verla) como su empecinado deseo de que siga reproduciéndose la confortable mascarada. Si una fotografía del pasado, la de Frank ante la torre Eiffel, aparte de ser el cuerpo del delito de una mentira, era la imagen de lo que podría ser, el dibujo de una computadora en una servilleta es la imagen de lo que están condenados a ser. Pero la carne ya se ha desgarrado. La ficción no puede continuar para quien desea vivir su propia vida, para quien desea ser real.
Manhattan
Más aún que el canto a una ciudad que ama, es el canto, casi una invocación de deseo, a una confianza en el que el mundo no esté tan corrompido, representada en Tracy ( al fin y al cabo, a lo que le exhorta ella en la bella secuencia final). De ahí esa vacilación inicial cuando, sobre las imágenes de Manhattan, escuchamos la voz de Isaac intentando definir su relación con ella, lo que es lo mismo que decir cómo habita el mundo o la realidad, y no lo consigue, y acaba clausurando con una frase que define ese vínculo sobre lo artificial o irreal, sobre una idealización aunque camuflada por la autoironía ( la creación de un personaje como ancla y defensa ante una realidad que no se sabe habitar sin máscara). Porque los habitantes de esta urbe, de este mundo, sobre todo el ambiente intelectual artístico en el que se mueve, parecen definidos por buscarse problemas en su forma de relacionarse con los demás, confusos y volubles en sus sentimientos, en su forma de habitar el mundo, ejemplificado en su amigo Yale (Michael Murphy) y Mary (Diane Keaton). Yale, cual peonza, va y viene en su atracción por Mary, indeciso con sus sentimientos y con sus decisiones de cómo conjugarla con su relación matrimonial, del mismo modo que Mary fluctúa de Yale a Isaac para retornar al primero. En este paisaje de intelectuales definidos por la puerilidad o la escasa inteligencia emocional, el contrapunto irónico es que una chica de 17 años, Tracy, plantee un rigor y una estabilidad emocional de mayor calibre.
Pero más allá de esta reflexión, conjugada con equilibrada armonía entre el humor y la cálida emoción ( es una de las obras más serenas de Allen), Manhattan es una de sus obras más refinadas formalmente. No sólo por las bellas composiciones de ese grisaceo blanco y negro de ensueño, cortesía del gran Gordon Willis, sino por el sabio uso que Allen realiza del formato panorámico ( al que desgraciadamente,dado los buenos resultados, sólo ha vuelto a recurrir en una ocasión más). Véase ese plano general sombrío de la primera escena entre Isaac y Tracy en el piso del primero. A la izquierda, casi indistinguibles están ambos en el sofá, y a la derecha, un poco más iluminada, está la escalera que asciende al dormitorio. Una eficaz manera de definir esta relación, las sombras de su indeterminación, la distancia que aún la condiciona, sobre todo por los temores y reticencias de Isaac sustentado en la diferencia de edad. Y un brillante segundo ejemplo: Isaac y Mary, que parecen ya 'establecidos' en su relación, conversan desde habitaciones distintas ( en el encuadre de ella, la pared ocupa la parte izquierda del encuadre, y en el de él, la parte derecha). Mary recibe la llamada de Yale. Vemos a éste en la calle, en una cabina, en la parte derecha del plano general. Cuando cuelga el teléfono Mary, por su expresión, y por esos detalles, ya sabemos que la situación va a dar un giro, como se corroborará poco después cuando Mary le diga a Isaac que sigue enamorada de Yale. A la vez, ese plano general de Yale en la calle, figura minimizada, define cómo estos presuntos adultos están más bien perdidos entre sus confusos sentimientos que no saben habitar. Como contraste, Allen nos regala, en la reconciliación final entre Isaac y Tracy una de las más bellas y emotivas secuencias que ha rodado, y que rebosa plenitud. La sonrisa de su mirada en su plano final es la serena constatación de que ha encontrado esa 'mirada' con la que habitar la realidad que no parecía hallar en su inicial vacilación.
'Manhattan' (1979), es una de las escasas ocasiones en las que ha Allen ha colaborado con otro autor en las lides del guión, en este caso Marshal Brickman (con quien co-escribió previamente los guiones de 'El dormilón' y 'Annie hall', y después, el de 'Misterioso asesinato en Manhattan'). Por supuesto, no dejar de mencionar el uso de la música de George Gershwin, en especial, en esa secuencia introductoria.
martes, 23 de febrero de 2010
Sólo el cielo lo sabe
Un amor que lucha contra los estigmas de la 'corrección', el sentimiento enfrentado a la imagen. Cary (Jane Wyman), viuda y madre de dos hijos que superan ya la adolescencia, entrada en la cuarentena, y poseedora de un modélico status social, con un hogar en uno de esos prototípicos suburbios de clase media alta, característicos de los 50, signo de bonanza material, se enamora de un hombre, Ron (Rock Hudson) primero, bastante más joven que ella, y, segundo, de menos categoría social, ya que es un ‘simple’ jardinero. Añádase que es una especie de eremita, poco amigo de las convenciones sociales, que vive en una casa junto al bosque. Los vivaces colores, como una sinfonía cromática, refulgen desde el inicio de ‘Solo el cielo lo sabe’ (1955), de Douglas Sirk, con esa grúa que desciende sobre la ciudad, con la tupida frondosidad de los radiantes árboles como paradójico atrezzo (naturaleza que es vitrina), no son más que la cautivadora envoltura que señaliza una ausencia, ya que revela cómo ese espacio de imagen impoluta esconde una siniestra entraña. Esa sensorialidad pregnante y hechizante de la representación no es más que un artero ardid para ubicar en un espacio familiar, para socavar nuestra mirada y revelar la condición emponzoñda de ese modo de vida, o de forma no ‘habitar’ lo real y verdadero. Su condición de vida de simulacro, de cristales de conveniencias e hipocresía, de preponderancia de la imagen social y la atrofia emocional. Los hijos, sobre todo el chico, no aceptan que su madre pueda vivir esa pasión. Les parece imagen de vergüenza. Los vecinos o (presuntos) amigos oscilan entre la disimulada envidia, el rechazo manifiesto y hostil, o la inconsecuente mezquindad (hay quien cree que ella, por demostrar que es más abierta de mente, puede ser más receptiva a sus insinuaciones sexuales). Cary está atrapada en esa jaula de cristal de colores exuberantes.
No hay secuencia más elocuente, y desoladora, que aquella en la que Cary, que ha cedido a la presión de su familia y amistades, conformándose con el regalo, por parte de su hijo, de un televisor (simulacro sustitutivo de unas carencias), se ve reflejada en la pantalla apagada de éste. Resuena la voz del vendedor: ‘Comedia, drama…¡la aventura de la vida al alcance de la mano!. Es una más, o así quieren que sea quienes la rodean, atrapada en ese ámbar de vida de delegación, de simulacro. No se puede pretender salirse de las directrices de los componentes de la manada, porque sino hará sentir a estos conscientes de su falsedad y de sus carencias. Sirk encuadra desde el exterior de la casa a Cary, a través del vidrio de la ventana. En contraposición a los encuadres que realiza de ella con Ron en la casa de éste en el bosque, que son desde el interior. Unos cuerpos en sombras invocan con su abrazo, con su gesto de entregada intimidad, fusión y alianza, al resquebrajamiento de un simulacro de vida, cristal y hielo, que les impide el realizar su amor, la celebración de la emoción verdadera Y, además, los ventanales, aquí, son ámplios, lindantes con la naturaleza. Ventanal al que se acerca un venado, una figura emblemática de la ausencia de doblez, de lo natural y sencillo, de la inocencia. Para reaccionar, Cary necesitará el fustigazo de la amenaza de la muerte. Ron sufrirá un accidente que pone en peligro su vida. Eso hará tomar consciencia a Cary de que debe abandonar su simulacro, su muerte en vida, para apostar por abrazar al sentimiento verdadero. Verse reflejada, a través del ventanal, en aquel venado, mientras Ron yace convaleciente, le hace sentir, por fin, la fortaleza de la luminosa naturalidad. Ya no hay sombras en el interior. Porque ya se ha encontrado el pacífico espacio de la conciliación con la emoción genuina. O la ingenuidad que no sabe de convenciones y conveniencias.
‘Solo el cielo lo sabe’ (1955) es uno de los más hermosos melodramas de Douglas Sirk. En el retrato de estos modos de vida, de estos espacios, podemos encontrar eco en obras recientes como ‘Revolutionary road’ (2008) de Sam Mendes, o ‘Juegos secretos’ (2005), de Todd Fields, y aún más claramente, en ‘Lejos del cielo’ (2003), de Todd Haynes, por cuanto es una variación de ‘Solo el cielo lo sabe’ (amplia el espectro de atributos estigmatizados al hecho que el jardinero sea negro, y que el marido de la protagonista se debata dolorosamente con su homosexualidad no liberada). No por nada, son obras que componen lo más granado del cine reciente estadounidense. En los mismos 50 podemos evocar obras como ‘Bigger than life’ (1955) o ‘Un extraño en mi vida’ (1960), de Richard Quine, o en obras del mismo Sirk, más despojadas y ásperas (no por nada en blanco y negro), como ‘Angeles sin brillo’ (1957), o ‘Siempre hay un mañana’ (1956), o camuflado bajo los ropajes de la exuberancia de un artificio sublimado, de colores exultantes, que ponía en evidencia las carencias de esa sociedad de la abundancia, como en ‘Obsesión (1954) y ‘Escrito en el viento’ (1956).
Breve encuentro
Una estación. Trenes que pasan, que circulan. Un espacio de tránsito, las acciones, o movimientos, que realizas ya por y como costumbre. Esos jueves en que realizas una escapada a la ciudad, aireararse de la rutina, aunque tambien se ha convertido en otro acto de rutina. Un tren que pasa. Algo se te mete en el ojo, algo que te molesta. Alguien logra extraerte esa mota de polvo, de suciedad. Y una historia arranca. Una historia que te hace sentir viva. Un breve encuentro. Un breve encuentro con el amor.
Quizás esa mota de polvo en tu ojo representa esa carencia, esa 'falta' que había en tu vida, esa necesidad de volver a ver, desprendida la neblina de la rutina. Esa necesidad de sentir algo extraordinario en una vida aposentada, placida pero detenida, en la inercia de la costumbre. Pero ¿es un encuentro o el exorcismo de una carencia en un impasse vital? ¿O ambas cosas?
Esta magistral obra que es 'Breve encuentro' (1946), de David Lean, ya de entrada, tiene una feliz idea de estructura narrativa. Un tren cruza la estación en sombras. Un revisor entra en el café de la estación, lugar de tránsito, de imprevisibles cruces. El foco de atención se centra en su diálogo con la dueña del café, que camufla un cortejo. La cámara realiza un travelling siguiendo el movimiento de la camarera, y encuadra a dos personajes sentados al fondo en una mesa.
Son Laura (Celia Johnson) y Alec (Trevor howard). Llega una amiga de la primera. Un casual cruce, una coincidencia. Su cháchara es todo un torrente. Pero algo se advierte en los gestos de Celia y Alex, bajo sus comedidos y corteses comportamientos. Una incierta incomodidad por la irrupción de la charlatana mujer. Laura le presenta a Alec como un amigo. Pero el gesto de Alec posando su brazo sobre su hombro cuando se despide, ya que tiene que coger un tren, nos indica que entre ellos hay una corriente subterránea que desconocemos.
Y el plano general que ha ido durante la secuencia transformándose en planos cada vez más cercanos, se transforma en un primer plano de Laura, ya en el vagón de su tren, que nos revela lo que aún no advertíamos desde la distancia. y la voz en off de Laura se adueña de la narración, y el relato pasa a ser subjetivo, desde las entrañas de las emociones en conflicto de Laura. Hemos pasado de la vista en plano general de un lugar de transito donde se cruzan tantas vidas que tan poco saben de los otros, aparentemente ordinarias, al relato individualizado de lo que trasiega tras un rostro que, como tantos otros en ese tránsito de relaciones con los otros, camufla y oculta lo que de verdad siente o piensa. Laura está desgarrada porque ha tenido que despedirse para siempre de Alec. Y no soporta esa interminable cháchara de su amiga, pero no se lo dice, lo grita dentro de su cabeza.
Laura está casada. Su relación parece tan confortable como 'discreta'. La discreción de la costumbre, de la relación ya instituida con el piloto automático. Lean tiene el buen gusto de no dibujar al marido con rasgos desagradables. Claramente es alguien amable, atento y bonachón. Alguien conforme sin requiebros con su vida, vida de crucigramas al calor de la lumbre sentado en su sofá. Y ahí es dónde la narración desvela lo que sangra tras las apariencias, tras el rostro que disimula lo que le tortura. Frente a su marido, la contraposición de la vida que ha dejado escapar, de ese tren que ha cruzado por su estación vital sin que se decidiera a cogerlo, Laura evoca su amorío con Alec. El proceso de cómo ese sentimiento fue arraigándose entre ellos.
No deja de ser elocuente el instante en que Lean retrata el tránsito sentimental en Laura. Ese momento en que su rostro delata que ha cruzado un umbral en el que su mirada se ilumina porque ha descubierto algo. Que ama, o empieza a amar a Alec. Es una conversación entre ambos en una de las mesas del café de la estación, tras que hayan compartido un tarde en la que se cruzaron casualmente y compartieron comida y proyección de cine (no es casual, porque se entra en el difuso terreno de una vivencia como fantasía, o quizá de fantasía que se hace realidad). La planificación se desarrolla entre ortodoxos planos-contraplanos, mientras Alex narra con entusiasmo el por qué de su vocación médica, centrada en la previsión. Y, en un momento dado, el plano sobre Laura se mantiene, alargando su duración, como si se hubiera quedado arrobada, cautivada. Sí, es el entusiasmo de Alec el que ha 'raptado' sus sentimientos. El entusiasmo que faltaba en su vida. La 'previsión' sentimental que pueda curar y evitar la apatía de su vida.
Sus sentimientos se irán iluminando, defniendo. Pero oscurece su entorno, como las calles o túneles por los que transitan, dada esa clandestinidad en la que discurre su relación aún en ciernes, truncado el encuentro de la intimidad por esa condición que sienten proscrita. Ambos están casados. Ambos ya tenían establecidas sus estaciones vitales, pero el cruce de otro tren, de uno en la vida de otro, ha desestabilizado su vida hecha de previsiones, que se han desvelado ahora carentes. ¿Y qué hacer lo imprevisto cuando además hace sentir de nuevo el movimiento en la vida, y la mirada despejada sin esquirlas que perturben?
La clandestinidad se convierte en peso. No es casual que el único momento en que el relato cambia de punto de vista sea tras que ambos, en su primer momento juntos en la casa de un amigo de Alec, vean interrumpida su intimidad, cuando van a materializar carnalmente su deseo, y ella marche precipitadamente. El díalogo que mantienen Alex con su amigo, el cual se muestra inquisitivo y avieso, se puede ver como la materialización de ese miedo o culpa que siente Laura, quien está evocando el relato. Y en las últimas secuencias presenciamos aquella primera secuencia desde otra perspectiva. Es el momento de su despedida, porque Alec se va a trasladar a otro país por una oferta de trabajo. Y ambos han sido incapaces de ser determinados y apostar por lo que sienten, plegandose a los condicionamientos con los que no saben luchar. Y aparace la charlatana amiga.
Ahora, desde la perspectiva de Alec y Laura se hace más dolorosa esa irrupción, ajena a lo que sienten y ocultan ante ella, ya que son los últimos minutos que comparten juntos. Los gestos contenidos ahora se revelan rasgados por lo que se esfuerzan en ocultar ante esa inoportuna mujer, y más dado el desgarro que sienten porque dejarán de verse, algo que no desean, pero que se han resignado a que así sea. Y el gesto de Alec, cuando se despide, aposentando su mano en el hombro de Laura se tiñe de una intensidad insoportable porque sabemos lo que representa, y lo que no pueden expresar por la presencia de la amiga de Laura.
Y si en la primera secuencia veíamos que tras irse Alec, al de un rato, Laura salía de la estacíón ( en fuera de campo porque la cámara encuadraba a la amiga acercándose a la barra del café), ahora vemos cómo, mientras el encuadre se desequilibra, tras debatir consigo misma, anhelando que Alec vuelva a entrar por la puesta, diciéndole que ha cambiado de opinión, sale corriendo al andén. Y un tren cruza la estación a toda velocidad, sacudiendo con el aire que deja su paso el rostro trasegado de Laura, en un encuadre de nuevo desequilibrado, que contiene tanto un anhelo de lanzarse al tren como a las vías, de romper con la indecisión que ha impedido que realice su amor como de castigarse por la misma.
Y entra de nuevo en la estación. Nadie, ni su amiga, percibe ese torbellino de emociones que la desgarran. Ya en casa, en el tiempo presente desde el que empezaba la narración en flashback, no puede contener las lágrimas, ante la sorpresa de su marido. O quizás, como parece insinuarse, su marido no era tan poco perspicaz, y algo había notado en su esposa, y la acoge con sus brazos. Sí, de nuevo está en su estación vital. Dejó pasar un tren, quizá el tren de su vida. Vuelve a la espera y al tránsito que es inercia. Algo sacaron de su ojo, pero sólo quedaron las lágrimas de la revelación que dejó que se fugara en la distancia.
lunes, 22 de febrero de 2010
El ingenio de Gregory Peck
El culmen de la celebre, y entrañable, secuencia de Gregory Peck y Audrey Hepburn junto a 'La boca de la verdad', en Vacaciones en Roma', tenía lugar cuando él saca la mano de la boca, tras crear un momento de tensión, y se la enseña a Audrey oculta en la manga, como si se la hubieran cortado, provocando que ella grite asustada. La idea se le ocurrió a Peck. Se la comentó a William Wyler, y a éste le pareció buena, pero apuntando que no compartiera con Audrey Hepburn su ocurrencia, para captar la reacción espontanea del momento.
Los primeros pasos de Audrey Hepburn
Dos años antes de convertirse en una 'princesa' del cine, gracias a 'Vacaciones en Roma' (para cuyo papel habían sido consideradas Elizabeth Taylor y Jean Simmons), Audrey Hepburn daba sus primeros pasos en la pantalla, en varias producciones inglesas, como esta breve aparición en una secuencia de la deliciosa comedia 'Oro en barras' (1951), de Charles Crichton, junto a Alec Guinnes.
sábado, 20 de febrero de 2010
Candilejas
Con dos brillantes secuencias Chaplin ya pauta con preciso ingenio el tono oscilante entre oscuro drama y vivaz comedia sobre el que se tramará esta hermosa obra. Dificil equilibrio que traza con proverbial armonía. Dos vibrantes movimientos de cámara, uno hacia Thereza (Claire Bloom) tumbada en la cama con un frasco de píldoras en su mano, y otro desde el horno de gas, nos hace sentir la desesperación que subyace en su intento de suicidio. En la siguiente secuencia, vemos como Calvero (Charles Chaplin) llega, en cierto estado de embriaguez, al portal, y cómo, ante la atenta mirada de unos niños, pugna, una y otra vez, por intentar meter la llave en la cerradura. Ya dentro, al disponerse a encender un puro huele el gas y salva a Thereza. La muerte ya será una figura presente en el resto del relato, que adquiere la condición de círculo, pues será la muerte, ésta inevitable, la que cierre la película. La llave que encuentre el impulso de vida será su contrapunto, ése que intenta insuflar Calvero a Thereza, postrada vitalmente porque considera que la vida es fútil y no tiene sentido. Calvero la corrige: 'la vida es deseo, no significado. La rosa quiere ser rosa, y la roca quiere contenerse para ser piedra'. Ese deseo de vida, de estímulo vital que pone en movimiento, pugna con la desesperación que tiende a la inmovilidad. Thereza es bailarina, pero su cortocircuito emocional incluso provoca que lo somatize de tal modo que se sienta incapaz de mover sus piernas. Calvero le da la vida, aunque él, y no sólo como payaso de teatro de variedades, ya está en el crepúsculo de la suya. Se puede ver en esta relación, un cierto parangón con la de la pareja protagonista de 'Ha nacido una estrella', no sólo por la diferencia de edad, sino por cómo el veterano, que ha conocido el éxito, apoya e incentiva a quien da sus primeros pasos, y que al final triunfará mientras él cae en la decadencia profesional. Chaplin alcanza momentos de notable crudeza emocional, como ese primer flashback que a la vez es ensoñación, y que evoca, con mirada desolada, en su cama, el momento en el que se enfrentó a un patio de butacas vacío tras una actuación, o no es más que la imagen miedo que parece corroborarse una y otra vez en cada representación: el éxito quedó ya muy atrás y él es una mera sombra de lo que fue. La música se convierte en personaje fundamental, desde la famosa y conmovedora melodía que identifica esta obra, a la del ballet ( en cuya composición colaboró el propio Chaplin). Como cierre, Chaplin ejecuta un último salto mortal de feliz representación, en el que colabora otro de los grandes cómicos que se forjó en el cine mudo, Buster Keaton, en un dueto antológico. Todo un canto emocionado al universo de las candilejas, a una profesión, y un canto lírico de honda emoción, como Luces de la ciudad, en ese doloroso duelo entre la discapacidad, física o, sobre todo, emocional, que puede sumir en la impotencia o el fatalismo, y un perseverante impulso de acción por lograr lo que se desea.
Veinte años tardó en estrenarse 'Candilejas' (Limelight, 1952) en Estados Unidos, ya que por aquel entonces Chaplin fue acusado de conducta antiamericana, y se le negó la entrada en el país. El motivo fue su indignada protesta por la decisión de deportar al músico Hans Eisler, que llevaba 35 años viviendo en Estados Unidos, por ser hijo del lider comunista alemán Gerard Eisler. Chaplin, incluso, escribió una carta a Picasso para buscar el apoyo de los intelectuales y artistas europeos. Pero la decisión fue drástica, como declaró el senador republicano Harry P. Cain cuando pidió la deportación de Charles Chaplin: “La intolerable injerencia en los asuntos americanos de un extranjero establecido en nuestro suelo desde hace treinta y cinco años, bien conocido por su ignominia moral, sus enormes deudas, su cobarde actitud durante las dos guerras mundiales y su vinculación confesada con los comunistas”. Aunque se maquillara en 1972 con un oscar honorario y otro a la banda sonora, no logró contrarrestar el dolor sufrido en aquel momento, que le determinó, aunque poco tiempo después le permitieran regresar, el optar por cambiar su nacionalidad norteamericana por la inglesa. Y este malestar se palpa en la película, en un Chaplin de 63 años que llevaba años sintiéndose fuera o desplazado de una industria, y cada vez más ajeno a los valores predominantes.
Precious
Hay en 'Precious'(2009) de Lee Daniels cierta delectación en la deformidad, y no hablo de cuestiones físicas, por el sobrepeso de la protagonista, sino sobre todo por la deformidad de una realidad supurante, por una deformidad moral. O, dicho de otro modo, Daniels ha incurrido en lo que no hizo en dos estupendas películas que él produjo anteriormente, 'Monster's ball' y 'El leñador', en esa precisa y justa mirada que miraba la emoción desnuda y ausente de prejuicios ante una realidad doliente. Ha incurrido en lo que, de modo más acusado, hacía 'Slumdog millionaire', estetizar el horror o la desgracias, hacerla consumible para complacer el pesar de las buenas conciencias (eso de otros son más desgraciados que yo, pero qué bonita fotografía con la miseria). Son dos obras que en teoría se sustentan sobre el contraste. En Precious entre la realidad dolorosa de la protagonista, y en especial, esa turbia y violenta relación que sufre con su madre, quien encima tiene celos de ella, porque el padre la violó y la fecundó dos hijos, y esos mundos imaginarios en los que se libera pensando que es la protagonista de un vídeo clip o de un estreno cinematográfico. La idea, esa idea del contraste, es sugerente, pero sobre ese planteamiento hay obras que, además, optaban por una elección formal muy heterodoxa, como 'Leolo' de Jean Claude Lauzon o 'Toto, el heroe' de Jaco Van Dormael, que son muy superiores y mucho más equilibradas, y así más efectivas emocionalmente. Falta contraste. Ese brillo estetizante es coherente con sus fugas imaginarias pero no con la realidad. Coo, por ejemplo, ese montaje percutante que, en pocos planos, nos expresa cómo su padre la violaba, parece más bien extraído de un video clip o de un spot publicitario. Hay momentos en que la emoción sí brota contundente, y sacude, y los actores están estupendos, pero ese desequilibrio, esa vaselina formal,acaba cortocircuitando el potencial de su argumento.
martes, 16 de febrero de 2010
La carretera
Si alguien ya conocía la anterior obra del cineasta australiano John Hillcoat, ese extraño y alucinado western que era 'The proposition', no se sorprenderá ante una propuesta tan poco convencional como 'La carretera'. Aunque la interrogante es si pudiera haber sido incluso más radical, o si apura hasta el fondo su muy sugerente propuesta. Bien es cierto que esta pausada y sombría odisea postapocaliptica nada, afortunadamente, tiene que ver con pirotecnias como '2012', ni acaba derivando en los senderos más convencionales como 'Soy leyenda'. No cae en la fácil tentación de convertir el tercer acto en una espectacular montaña rusa de acción trepidante (esa cómoda opción en la que cae 'Avatar'). No es complaciente, ni cae en lo formulario. Dosifica las secuencias tensas, resueltas con turbadora habilidad, como los enfrentamientos con esas figuras amenazantes de grupos armados en busca de carne humana para alimentarse. De hecho, estos estos tienen lugar en su primer tramo,y rehuye la catarsis del enfrentamiento directo. Sirven para cargar la narración de amenaza, pero los encuentros, en cambio, que se van produciendo en el último tramo son con figuras tan desamparadas como el padre e hijo protagonistas. Hilcoat va desnudando, o despojando, la narración, convirtiéndolo en un tránsito en la intemperie. En este sentido, uno de sus más sobresalientes cualidades, es cómo 'materializa' en personaje, o en tercer personaje principal, al espacio, ese escenario desolado, arrasado, potenciado por el excepcional trabajo fotográfico de Javier Aguirresarobe, uno de los más brillantes ofrecidos en los últimos años, ya no sólo en su confección caligráfica, sino en su pertinencia en la creación de una atmósfera de zozobra y en su raspante significación. Acorde a la intemperie vital interior de los protagonistas, en especial, del padre, encarnado, magníficamente, por Viggo Mortensen. A este respecto, eficaces son los injertos de breves frlashbacks del pasado, como contraste doliente cuando reflejan instantes solares de la feliz relación con su fallecida esposa. La modulación es precisa, pausada, pero, mi impresión, como podía pasar con 'Hijos de los hombres' de Alfonso Cuaron, es que quizás no le falte cruzar cierto umbral de lo extremo, lo que sí consiguió en 'The proposition'. No es que debería convertirse en el 'Stalker' de Tarkovski, pero al menos aproximarse más, sobre todo en su último tramo. O,si planteamos el contraste con otra adaptación de Cormac McCarthy, lo que sí consiguieron los hermanos Coen en su excepcional último tramo de 'No es pais para viejos'. Estimulante y notable es su propuesta, pero cuando uno se lanza sin red quizás haya que hacerlo hasta sus últimas consecuencias.
Otra de las más destacadas virtudes de 'La carretera' (2009), es la música de Nick Cave y Warren Ellis, tan brillante como la que compusieron para 'El asesinato de Jesse James', y el hecho de que esté en una especie de segundo plano sin apropiarse de la banda sonido. Cave, por cierto, fue el guionista de su anterior obra 'The proposition'. Tampoco hay que dejar de mencionar la presencia de Robert Duvall como otra sombra errante en este escenario desolado, condicionado además por su casi ceguera. Y Charlize Theron como la esposa.
lunes, 15 de febrero de 2010
Memorias de un inquilino
'Memorias de un inquilino' (1947), de Yasujiro Ozu, también es conocida por otro título 'Historia de un vecindario', el cual se ajusta mejor a lo que se nos narra. Los planos iniciales, nocturnos, nos presentan a uno de esos vecinos hablando solo, haciendo referencia a cómo también la luna se ensombrece, y qué pequeños somos los humanos, y que el pasado es el pasado y el ahora es el ahora. Aparece un inquilino con un niño, que ha encontrado perdido por los arrabales, esperando que le acoja. Pero se muestra remiso, como los otros vecinos a los que se pide que lo acojan.Incluso,entre tres de ellos, se echan a suerte quién es el que irá con el niño a la zona donde lo encontraron para ver si alguien sabe de su padre. Es Iilda a quién le toca realizar lo que todos califican de 'engorro'. Iilda es una mujer un tanto hosca que querrá quitarse de encima al niño, dejándole por el camino, entre las dunas del mar. Pero no sólo acaba acogiéndole sino que se establece una relación de cariño entre ambos. Es hermosa la manera en que Ozu refleja la desesperación de Ilda cuando el niño se marcha tras que ella le haya regañado injustamente: Planos de Ilda recorriendo las calles desoladas de los arrabales ( de alguna manera me recordaba a las de los arrabales de 'Las noches de Cabiria' de Fellini), y largos planos de trozos de periodicos zarandeados por el viento. Como con vivaces y concisos trazos refleja los jubilosos y dulces momentos compartidos, cuando observan una jirafa en un zoo, o cuando se hacen una fotografía juntos. Para comprender las resonancias de esta bella obra hay que apuntar que la acción transcurre dos años después de acabar la guerra, y que era una dolorosa realidad extendida la existencia de numerosos niños sin hogar que vagaban por las calles. De este modo, la obra, como se recoge en las frases que acentúan el proceso de concienciación de Iilda, la sociedad, pese al dolor vivido, parece ensimismada en sus propias preocupaciones, en sus inercias cotidianas, ajena a las precariedades de los demás. Ozu, con su proverbial concisión, su equilibrada serenidad y lírismo contenido, pone el dedo en la llaga de una sociedad que prefiere no mirar a las cosas de frente, subordinar la memoria al olvido, la consciencia a la ignorancia que no es sino obcecado egoismo.
'Memorias de un inquilino' (Nagaya sinshiroku, 1947) es otra delicada joya de ese maestro que era Yasujiro Ozu. La transcendencia de su mirada no era sino captar la sencilla y condensada condición de lo real, un despojamiento que era extirpación de lo accesorio. Con eficaces trazos nos describe a unos personajes, un espacio y unas circunstancias, en las que un vecindario es trasposición de una sociedad.Es admirable cómo va describiendo el cariño que se va estableciendo entre la mujer y el niño, y cómo ella se va enfrentando a esa imagen que proyecta de mujer huraña. Y sin dejar de mencionar deliciosas escenas como aquella en la que los vecinos comen y cantan juntos.
domingo, 14 de febrero de 2010
El marido de la peluquera
Erase una vez un niño, que sufrió el trance de tener que usar, por decisión de sus padres, un bañador de lana con pompones, cuyo sueño, cuando fuera adulto, era llegar a ser el marido de una peluquera. Esa era su aspiración en la vida. Lo primero, lo del engorroso bañador, es uno de esos recuerdos molestos que, en la introducción, la voz del protagonista reconoce que han abundando en su vida, mientras mira hacia la cámara a la vez que se rasura, con parsimonia, la cabeza. Voz y mirada no van sincronizada, quizá como sueño y realidad. Con respecto a lo segundo, la obra nos sumerge en la materialización de que la vida es sueño o de que los sueños nos dan vida. Quizá ambas a la vez. Del mismo modo, que el protagonista, tras una noche de amor con su amada peluquera mira hacia la puerta, y se ve a él mismo cuando niño mirando al interior de la peluquería, como aquel día que descubrió que la peluquera de la infancia se había suicidado. Sea un sueño o realidad, la relación del protagonista con su amada peluquera es una vivaz oda al sentimiento entregado y a la sensualidad jubilosa, acentuada en esos solares colores de la táctil fotografía de Eduardo Serra, o en la música árabe que el protagonista escucha y baila desapegadamente y sin rubor, porque no importa el saber bailarla sino el dejarse llevar por la música, dejando la verguenza de lado. Es como un niño grande que, por eso mismo, sabe cautivar al niño remiso a que le corten el pelo, embelesándole con sus bailes. Sueño o realidad, como también dice el protagonista, si perseveras en desear que un sueño se cumpla, lograrás encontrar, como cuando era niño, esa pala mecánica que ayude a crear un pequeño estanque en la playa, a cubierto de los embates de la vida, ese precioso lugar en el que poder crear una danza de intimidad con quien amas.
'El marido de la peluquera' (1990), de Patrice Leconte, con Jean Rochefort y Anna Galiena, es una delicada fábula, no exenta de sombras meláncolicas, que puede verse como complemento de la anterior, y magnífica, Monsieur Hire ( podríamos ampliarlo a la bella 'La chica del puente'), obras tramadas sobre las ideas de la distancia y la proximidad de los sentimientos. En Monsiuer Hire, espacial. El protagonista, tras poner música, observaba a su vecina de enfrente. Aquí, el protagonista evoca desde la distancia en el tiempo, algo que queda impreciso si es sueño o realidad, o quizás realidad hecha sueño, pero señalada por la muerte, la de aquella peluquera que se suicidó en su infancia, y el gesto de suicido de su amor porque teme que llegue el momento en el que el deje de amarla como ahora. Sueño o realidad, es una hermosa manera de hacer sentir lo que es el encuentro, o pura conexión, entre dos intimidades que crean su mundo propio.
Reyes y reinas
Uno de los descubrimientos más estimulantes el pasado año fue el del cine de Arnaud Desplechin. Por fin, se estrenó una obra suya, la excepcional 'Cuentos de navidad' (2008). Porque estamos hablando de su octava película. Deplorable es que un obra tan apasionante como la suya haya permanecido ausente de nuestras pantallas. Pero ya sabemos que, desgraciadamente, son muchos los casos parangonables. Dentro del mismo cine francés, por ejemplo, no ha conocido estreno casi ninguna obra de Philippe Garrel, y su 'Libertad, la noche (1984) es una de las obra más bellas que he visto, o aún está por estrenar alguna de las obras de Bruno Dumont, o pocas son las que nos han llegado de Michel Deville. Afortunadamente, siempre hay otras vías de poder llegar a algunas de estas obras. Las hay que son accesibles porque se editan en DVD, como es el caso de 'Reyes y reinas' (2004), otra admirable obra de Desplechin, tan pletórica de energía como de inventiva, un puro desbordamiento de emociones agitadas. Igual de extensa que su última obra, dos horas y medias, que fluyen con tal intensidad, sin tregua, que hasta se sienten breves. No son obras de tramas, dificil es definir su argumento. Son obras más de personajes, o más bien, de estados emocionales y de vínculos de personajes, en los que se entrecruzan perspectivas y tiempos, las mismas secuencias se fragmentan rompiendo raccords, o los personajes pueden, en un momento dado, dirigirse a la cámara. Como un laberinto la narrativa se amplifica en diversos recovecos o derivas. 'Reyes y reinas' parte de dos personajes, de los cuales durante buena parte del relato desconocemos su vínculo. Nora (Emmanuelle Devos) va a casarse, es el tercer hombre importante en su vida. Parece tender a compartimentar su vida como si esta pudiera ser una serie de casillas controlables. Pero las borrascas del presente y el pasado desmoronan esa rígida actitud. A su padre le diagnostican un cancer. Y se esfuerza en encontrar a la figura que adopte a su hijo, porque este no ha establecido el vínculo deseable con quien va a ser su marido. El padre de este hijo fue su primer amor, cuando tenía veinte años, quien se suicidaría delante suyo, y cuyo 'fantasma' se le aparece en su presente irresuelto. Por otro lado, Ismael (Matthieu Amalric) es pura borrasca emocional, un agitado cocktail de emociones que no sabe de la responsabilidad. Lo conocemos siendo ingresado en un sanatorio psiquiátrico. Es pura turbulencia. Y tardaremos en saber que fue el segundo hombre importante en la vida de Nora, durante siete años, a quien ésta abandonó hace poco. Uno de los aspectos más estimulantes de su cine es que con esta amalgama de emociones, o estados emocionales en el filo, excesivos, nunca cae en la delectación mórbida por la desgracia, o los masoquismos emocionales, como, por ejemplo, puede hacer Von Trier. Su cine es pura exuberancia vital, un generoso derroche de energías, en el que fluctua, por ejemplo, en tonos con proverbial habilidad, como hace del exceso de Ismael, en muchas ocasiones, más una comedia excéntrica, una centrifugadora de situaciones absurdas vistas con ternura o con una sonrisa irónica. No carga las tintas, pero no deja de propulsar, exuberante, que el filo de su forma de hacer palpables las emociones impregne nuestras retinas casi como un ejercicio terapéutico, liberador. Una escalera hacia donde las emociones encuentran su expresión sin cortapisas. Donde no somos reyes ni reinas sino frágiles criaturas debatiéndose con las emociones.
En 'Reyes y reinas' (2004) también nos encontramos con rostros presentes en 'Cuento de navidad' como Catherine Deneuve, en una breve colaboración como doctora, o Hyppolite Girardot, como el 'speedico' abogado de Ismael. Es fascinante cómo construye Desplechin esta narrativa descentrada con tantos flecos o subtramas, definiendo con precisión a cada personajes, y creando historias dentro de historias, como la que mantiene Ismael con otra de las ingresadas en el sanatorio, o la del primo a quien sus padres quieren hacer participe de su herencia ( sólo Ismael mostrará de entrada su apoyo), o la relación, en el último tramo, entre Ismael y el hijo de Nora. Sumergirse en el mundo de Desplechin es recibir un vivaz chute de energía.
sábado, 13 de febrero de 2010
Cleo de 5 a 7
En 1985 Agnes Varda realizó una bella obra de nombre 'Sin techo ni ley', una obra sobre la intemperie vital encarnada en la sombría odisea, o su reverso, de una chica convertida en vagabunda por las carreteras de la Francia profunda, motivada por su rechazo a integrarse en una sociedad que rechaza. También es un tránsito sobre la intemperie vital las dos horas de la vida de Cleo, que se narran en la hermosa 'Cleo de 5 a 7' (1961), las que transcurren desde que una tarotista augura un sombrío futuro señalado por la enfermedad, y un estado emocional confuso en el que se esbozan las figuras de un hombre presente y otro posible, y la notificación del diagnóstico sobre su salud. Claro que ambas protagonistas difieren en su caracter. Cleo es una cantante que, aunque se a reconocida por la calle y se hayan editado tres singles, siente que la vida no le presta la suficiente atención ( como cuando pone uno de sus temas en un jukebox en un café y 'siente' que nadie la escucha). Hay quien dice que es un tanto niña consentida (tiene un columpio en su salón), que responde a ese tipo de mujer que tienda más a desear que la quieran que a superar sus miedos a amar. Cleo tiene muchos miedos, no sólo a la enfermadad o la muerte. En sus tránsitos por las calles, esos que se narran de un modo minuciosa, sea en coche con su asistenta o con la amiga que posa desnuda ( en cambio ella piensa que la desnudez es indiscreción, luego viene la noche, y la enfermedad) porque se siente feliz con su cuerpo, no por que se sienta orgullosa de él, o sean los tránsitos a pie, parece que vea reflejados esos miedos, como el hombre que traga sapos o aquel que se perfora con agujas. En sus paseos, o tránsitos, a veces su mirada vaga imprecisa, a veces fijándose, cuando no ofuscándose, o sintiendo que todas las miradas están pendientes de ella. En el café se desplaza nerviosa, sentándose y levantándose una y otra vez. El fondo de los encuadres también parece que expresa lo que se tensa en su mente, o la define, ya sea las figuras de los soldados a caballo con vestimenta de la época de Napoleón, que se reflejan en el escaparate de la tienda donde se prueba diversos sombreros ( le encanta probarse ropa), o los gatitos que juegan en su dormitorio. El último encuentro, en un espacio natural, un parque, con un soldado que debe volver en unas horas a Argelia, en el cual pareciera que están ambos solos, supone la reconciliación consigo misma, la posibilidad de que lo desconocido no sea algo que tema sino algo con lo que entable una conversación que pueda incluso denominarse un amor en gestación ( el último plano de ambos caminando, y sonriéndose, es ciertamente hermoso).
Una de las más notorias cualidades de 'Cleo de 5 a 7', de Agnes Varda, es como hace del tiempo y el espacio, concreción y abstracción, inmediatez y reflejo del conflicto íntimo que se agita en Cleo, a veces signos de lo que teme o de lo que anhela. Registra lo que es la vivencia de esas dos horas, en el que el tiempo es también una experiencia interior, y además se trasciende a la condición alegórica de una mujer enfrentada a su forma de habitar la vida, un proceso que es, en su desarrollo, una conciliación, un saber dar los pasos en la tierra tras bajar de su columpio.
El joven Lincoln
'El joven Lincoln' tiene una de las más bellas y emotivas elipsis temporales que ha dado el cine. Descubrimiento y pérdida se conjugan en unas secuencias conectadas por el fluir de las aguas, del tiempo, de la naturaleza. Lincoln lee un libro de leyes sentado bajo un árbol, junto al río. Aparece Ann, que porta un cesto con flores, conversan. Se palpa ese sentimiento de conexión, de gestación de una ilusión compartida, una relación con aromas auténticos de intimidad. Elipsis: planos de las aguas del rio, el ciclo de las estaciones, el hielo que las cubre. Lincoln vuelve al mismo lugar, junto al árbol. Ahora hay una tumba, la de Ann. Lincoln conversa con ella, comparte sus dudas, cuál debe ser su dirección en la vida, cuál su proyecto de vida. Una rama de un árbol dirimirá según hacia dónde cae. La rama cae hacia su tumba, la decisión es dedicarse a las leyes, apostar por su proyecto de convertirse en abogado. Abogar por la justicia. En Ford primero es la emoción, es la que primero nos llega, lírica, o con sus golpes de humor, como el mismo aire de Lincoln, desgarbada figura que parece moverse ralentizada, como si fuera un cuerpo extraño en el mundo, un engañoso envaramiento que no es sino firmeza, rectitud, que lidia con la fragilidad, como una rama que se resiste a ser sacudida por un violento viento. La consciencia integra es consciencia de la pérdida. En estos años John Ford tejió otras dos insignes obras maestras sobre la pérdida, la escisión del ser humano de la naturaleza, del hogar, 'Las uvas de la ira' y 'Qué verde era mi valle', en las cuáles la armonía se veía desintegrada por unas circunstancias sociales originadas por la inconsecuencia del ser humano. También, contextualizando, y amplía su corrosivo planteamiento, son obras realizadas en los años previos a la segunda guerra mundial. Como otras obras de su tiempo, y no sólo una obra equiparable a la de 'El joven Lincoln', 'Caballero sin espada' (1939), de Frank Capra, señalaban que no sólo fuera de sus fronteras ( el avance del poder nazi ) se estaba produciendo una pérdida de dirección, una degeneración de los valores de justicia humana y social.
En esa bellísima secuencia junto al río Ford hace de la idea emoción, encarna con poderosa precisión la idea de una Arcadia, donde los sentimientos nobles del amor y de la justicia, a través de la figura de Ann y de los libros, se conjugan en armonía con la naturaleza. El ser humano parecía, en cambio, perdido en la noche, como entre sus indefinidas sombras se produce el conflicto que se dirimirá en la segunda parte de la obra, el supuesto crimen de que son acusados los dos hijos de una familia que representa el peregrinaje. Nadie parece saber qué ocurrió, o qué vió realmente, si lo que relata es la versión conveniente, o lo que se teme que ocurrió. La agudeza reflexiva de Lincoln, su mirada clara, sin prejuicios, que sabe enfrentarse con templanza a una masa desquiciada que pretende linchar a los chicos, se guía por la intuición, por la observación del carácter de los demás, no por su posición ni por lo que representa ni por lo que parece. Y es la naturaleza, el calendario de las fases lunares, la que será decisiva en el juicio. Porque la mirada de Lincoln está conectada a la naturaleza, como la figura errante de Tom en 'Las uvas de la ira' o la evocación emocionada y doliente de Hew recordando su infancia cuando aquel valle era verde, y aún parecía que el ser humano podía ver conciliado con su entorno y con los demás. Lincoln es la figura, el modelo, que podría guiar hacia lo que no fue pero podría ser. Claro que después llegó la segunda guerra mundial.
'El joven Lincoln' (1939), de John Ford, con Henry Fonda (¿hay actor que haya encarnado la integridad como él?) es una obra de apariencia liviana, como la superficie de las aguas, pero de una sutil complejidad que se va descubriendo como quien va descorriendo los velos de un sueño. Su construcción narrativa es poco convencional, una deriva como el fluir de un rio, con ese impávido aire de desapego que transmite Lincoln ( antológica su entrada en el pueblo, a lomos de un burro, con su elevado sombrero de copa). Una aparente desdramatización, que no es sino el equilibrio de la mirada justa, y que así brota en instantes de poderoso lirismo soterrado como la conversación de Lincoln con la madre de los dos hijos apresados. Además, el humor excéntrico, desencajado de Ford, parece que aún deshilacha más la narración, incidiendo en esa mirada desapegada que no sabe de juicios aprioris. Todo está conectado como las ramas de un árbol.
jueves, 11 de febrero de 2010
Vacaciones en Roma
Erase una vez una princesa (Audrey Hepburn) a la que apretujaban ya demasiado los zapatos, hastiada de protocolos, obligaciones y relaciiones que no son sino intercambios de cortesías. El tiempo no es sino una agenda horaria pautada que debe cumplir cual autómata. En la distancia, desde su ventana, observa las luces y escucha la algarabía jubilosa de un bar junto al río. Ahí la gente baila, no desfila pomposamente. Y además ya no se siente esa niña a la que le llevan cada noche leche y galletas. Quiere disfrutar la vida y dejar de sentir que es una estatua de sal. El guión de Dalton Trumbo describe con precisión su estado, con notas de humor, como la anécdota del zapato que se le sale cuando está saludando a los invitados, o con desgarrada intensidad cuando revienta crispada protestando por su situación. No queda otra, cual cenicienta, pero sin hada ni carroza, que huir en el silencio de la noche en busca de aventura ( aunque bajo la amenaza de quedarse adormilada, o narcotizada, a causa del calmante que le han suministrado para amortiguar, o anular, su arrebato rebelde). El azar propiciará que la princesa sea 'despertada' por un caballero que es más bien un 'vagabundo', un periodista (Gregory Peck) cuyos bolsillos están más llenos de deudas (de entrada, el alquiler) que de dinero. La necesidad le ha convertido en un pícaro, y al reconocer a la 'dama' como la princesa decidirá convertirla en el reportaje que le saque de su delicada situación, incluso laboral (se había quedado dormido, perdiéndose la rueda de prensa de la princesa, aunque no sabe que es la princesa hasta que ve la fotografía de ella en la portada del periódico mientras es reprendido por su jefe). La aventura compartida pasa por unas carreras en moto que pone en jaque el tráfico (buena decisión la de plantear la secuencia sin diálogos cuando tienen que salir del paso en la comisaria), una mágica, tierna y divertida, secuencia ante 'la boca de la verdad' ( la idea de que él saque el brazo con la mano escondida en la manga fue idea de Peck, y Wyler le dijo que no le avisara de su ocurrencia a Audrey Hepburn), o un baile combinado con pelea con el servicio secreto en el bar junto al río ( en el que precisamente, se dará el beso entre la dama y el vagabundo, tras salir de las aguas del río). En su conclusión, no de cuento de hadas, ya que el sentimiento es derrotado por las obligaciones ( o las rígidas ideas de lo que se debe por encima de lo que se quiere), se adhieren unas dolorosas resonancias. El guionista Dalton Trumbo acababa de ser condenado por el comite de McCarthy, en aquella infame Caza de brujas, por simpatías comunistas. Como se resistió a declarar, como signo de protesta ante el desatino de tal comité, pasó casi un año en la carcel. Y no podía, por tanto, firmar su guión, usando un seudonimo. Cosas de la vida, la industria premió al guión con un Oscar. Ver Vacaciones en Roma bajo el prisma de lo que padeció Trumbo amplia, a la vez que tiñe con más sombras, el atractivo, o complejidad, de la propuesta de un cuento de hadas que se queda en el bello recuerdo de un día en el que una princesa disfrutó de lo que era lo auténtico, porque los sentimientos integros y honestos, y el amor cómplice, se subordina a la gris realidad de los protocolos y de lo que dictan los que dominan las instituciones (mentes grises de inflexibles autómatas).
'Vacaciones en roma' (1953), de William Wyler, fue ofrecida en principio a Frank Capra, pero a éste le pareción 'delicado' el trabajar con un guión de uno de los 10 que se enfrentaron al Comité del senador McCarthy.Y el papel de Peck le había sido ofrecido a Cary Grant, que lo rechazó porque le parecia excesiva la diferencia de 25 años entre ambos. Aunque diez años después Grant y Hepburn trabajaran juntos en Charada, donde Grant, para aceptar, remarcó que fuera el personaje de ella el quien llevar la actitud más determinada, persiguiéndole a él. Sin duda, hubiera sido otra película dirigida por Capra e interpretada por Grant, con otro ritmo, quizá más dinámico, quizá más irreverente. Wyler y Peck le dan un tono más suave, un ritmo más ralentizado. La nobleza del personaje de Peck así queda más evidente desde un principio, por mucho que actué pícaramente. La elección del blanco y negro, de tonos claros, despoja de elementos accesorios, estetizantes, y aporta un aire de cotidiana inmediatez. O de realidad a ras de suelo, que no se podrá abandonar, o superar. A retener, como anécdota, en la secuencia final de la rueda de prensa con la princesa, de los 'menudos' representantes de la prensa española, del ABC y La Vanguardia, que escoltan a los dos altos periodistas norteamericanos.
miércoles, 10 de febrero de 2010
Primavera, verano, otoño, invierno...y primavera
Un templo flotante, en medio de un lago. El yo y las aguas inestables y en permanente movimiento de la vida. Un maestro budista, y su niño aprendiz. El niño ata con una cuerda una piedra al cuerpo de un pez, una rana y una serpiente. El maestro no interfiere,le deja hacer. Pero, cuando duerme, le ata una gran piedra a su cuerpo, y ante sus protestas, al despertar, le señala que ahora sabe lo que deben estar sufriendo esos animales. Y que no se la quitara hasta el momento en que él se lo haya quitado primero a cada una de esas criaturas. Y si alguna ha muerto, esa piedra pesará sobre su corazón toda su vida. Esta será una de las primeras enseñanzas. Otra, el cómo discernir las buenas hierbas de las malas. Pero el aprendizaje no es fácil. Cinco son las estaciones, o ciclos de la vida, que contemplamos, en paralelo al crecimiento de ese niño hasta que es anciano, y es maestro de otro niño ( interpretado por otro niño: el proceso es el mismo). La narración fluye serena, o mejor dicho, con templanza, como aquella que transmite el maestro, conciliado con su yo ( esa reclusión, ese templo, que es concentración en uno mismo). Varían los animales que le acompañan, según la estación, cada uno con su cualidad simbólica, un perro, un gallo, un gato, una serpiente y una tortuga. Salir de ese espacio, cruzar ese umbral, hacia el mundo exterior, en busca del amor y el sexo, es no saber vivir en armonía con uno mismo y necesitar buscarla 'fuera'. El gato adulto es sensible e independiente, pero tendente a la comodidad, a la autojustificación, y por eso el maestro utiliza la cola del gato para pintar los signos sobre el entarimado: todo implica esfuerzo. Y todo error, o todo daño a otros, es sobrellevar una piedra, que para liberarse de ese peso, hay que acarrearla hasta la cima de una elevación, y desde ahí poder contemplar lo que es uno, la figura diminuta de un templo en la inmensidad del paisaje, el yo parte integrada en un todo, como el yo debe desprenderse de la piedra de su ego para conciliarse conciliarse con la naturaleza en la que uno es nada porque es todo: la armonía es el equilibro de las partes que se complementan y se reconocen, y en donde nada ni nadie posee nada ni a nadie. Y la narración de esta hermosa obra logra ese feliz equilibrio, en el que uno fluye mecido por unas aguas invisibles.
'Primavera, verano, otoño, invierno...y primavera' (2003) de Kim Ki-Duk, autor de la también hermosa 'Hierro 3' (2004), es una delicada obra narrada con depurada concisión. Nada falta, y nada sobra. La armonía fluye incluso en sus pasajes más turbulentos, aquellos que narran el desencuentro del niño ya adulto con ese 'afuera' que le superó haciéndole presa de la violencia. Los últimos pasajes, en un paisaje helado, materializan esa alquimia del equilibrio y la conciliación de un modo exquisito.