"Este relato no es una confesión ni tampoco una acusación y mucho menos una aventura, ya que la muerte no es ninguna aventura, para quienes se enfrentan a ella cara a cara. Sencillamente trata de hablar de una generación de hombres a quienes a pesar de haber escapado de las bombas, la guerra destruyó". Son las palabras que abren la admirable Sin novedad en el frente (All quiet on the western front, 1930), de Lewis Milestone. Con respecto a que no es acusación, habría que entrecomillarlo, dado su contundente, y bien explicito, planteamiento antibelicista, como su acerada crítica a los fervores patrios combinada con su apología de la igualdad más allá de uniformes o identidades. A este respecto es célebre la magnífica secuencia en la que el protagonista, Paul (Lew Ayres),atrapado en un cráter en plena batalla durante horas, intenta mantener vivo al francés que ha malherido, mientras manifiesta que uno y otro, sin esos uniformes podrían haber sido amigos (una hermosa manera de reflejar el absurdo arbitrio de las guerras, o cualquier hostilidad, de la anatemización del otro por portar otro uniforme o tener otras externas señas de identidad). Apunte mordaz es el del cabo Kat (Louis Wolhelm) cuando señala que deberían reunirse reyes y generales y demás picatostes, incluidos empresarios (los que organizan las guerras en suma), en un campo y dirimir ellos solitos sus diferencias. En suma, también hay que entrecomillar las declaraciones de Erich Maria Remarque, autor de la novela que se adapta, cuando dijo que era apolítico. La obra se editó en 1929, en 1932 abandonaría Alemania, y en 1933 sus obras serían quemadas públicamente.
Con respecto a la destrucción de esa generación, hay un plano que condensa su destino o futuro. Ese plano general del aula vacía, tras que todos los alumnos hayan acudido a alistarse sugestionados por la arenga de su profesor. La secuencia precisamente se abre con elocuente travelling de retroceso desde los soldados que marchan fuera hasta el interior del aula donde el profesor está arteramente asociando la gloria de la guerra con la realización de sus sueños. La transición de ese plano del aula vacía es también elocuente, a un plano de los jóvenes entrando en el recinto militar. De una instrucción a otra. Por la bóveda de entrada es como si se introdujeran en un túnel. En las concisas y breves secuencias que relatan su instrucción (que tiene bastante de vía crucis, con el rostro casi pegado al barro en todo momento), hay un agudo recurso dramatúrgico que apunta hacia el absurdo de quienes viven la guerra como si fuera un escenario en e que representaran un papel. En este caso, las invectivas son sobre esa siniestra figura recurrente en estos escenarios, la del sargento de instrucción (ser que hace el grito su seña de identidad). La ironía es que todos les conocen, es el cartero del pueblo (presentado previamente cuando orgulloso informa a un tendero que le han llamado a filas). Todos le reciben entre bromas y palmadas en el hombro, lo que le indigna, ya que las irrisorias distancias establecidas por el rango militar son transgredidas (no es ya el cartero, ni un hombre, es el sargento, o un hombre es su más pleistocénica noción).
Hay otro gran detalle dramatúrgico. En su primer lance de batalla, en la noche entre las enfangadas trinchera, uno de los jóvenes es abatido, y antes de morir, grita que se ha quedado ciego. Desde ese momento los jóvenes empezarán a ver que la guerra nada tiene que ver con cómo la había presentado su profesor. La obra está repleta de extraordinarias secuencias. La tensa exasperación de los largos días y largas noches en los refugios mientras son bombardeados, lo que provoca que algunos de ellos no lo resistan, y prorrumpan en gritos desesperados, salgan corriendo aunque peligre su vida, o se zafen de la multitud de ratas. Las escenas de batallas están narradas de un modo portentoso (pone en entredicho la consideración de que las primeras películas del sonoro fueran escénicas, su dominio del montaje, tenso, febril, sigue siendo proverbial, y hasta no superado (nada que envidiar a las primeras secuencias de Salvar al soldado Ryan, de Spielberg, lo mejor de una obra que me parece nocivamente capciosa). Son esplendidos los pasajes en el hospital cuando convalece Paul herido (con el sombrío detalle de esa amenaza de la estancia a la que llevan cuando te consideran ya moribundo), o el permiso de Paul en su pueblo, y su enfrentamiento con el profesor, expresando a los alumnos cómo lo que no hay en la guerra es gloria, lo que es recibido por ellos como una muestra de cobardía. Hay asombrosos usos de la elipsis: La sucesión de planos del soldado que porta orgulloso las botas de un compañero al que han cortado un pierna (descarnada esa secuencia en la que en su inconsciencia se preocupa más de heredar esas botas que del estado de su amigo o lo que supone para él ya no poder usarlas), marchando, corriendo en combate, o siendo abatido ya muerto. O del fuera de campo: la conversación con la chica francesa en su dormitorio (tras que Paul y dos compañeros hayan cruzado en la noche desnudos el río), encuadrando las sombras mientras se les escucha reconociendo la fugacidad de su encuentro. O el desgarradamente lírico detalle final de la muerte de uno de los soldados (no revelo quién para quien no la haya visto), encuadrando su mano cuando intenta alcanzar a una mariposa. Como el encuadre final, las figuras superpuestas de los jóvenes soldados marchando sobre la imagen de un cementerio, es la más afilada réplica a aquel vacío del aula tras la virulenta y enajenadora arenga de su profesor.
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