La sociedad está en guerra. Y no se sabe si saldrá victoriosa, porque hay guerras más difíciles en las que combatir que los conflictos en Irak o Afganistán, como es el caso de la plaga de la mosca de la fruta. Los helicópteros no dejan de surcar el cielo de Los Ángeles realizando su labor de fumigación. Hay a quien le preocupe que eso sea contaminante, aunque a otros les contamina más otras cuestiones, sea la presencia de un perro en su hogar, las miradas de otros hombres al culo de la mujer que quiere, si se acostó su esposa o no con otro hombre tres años atrás, que no recojan la tarta que le han encargado elaborar sin preocuparse de si no lo han hecho es porque ha podido ocurrirles un desgracia, o que tu esposa para ganarse unos dólares trabaje en una línea telefónica sexual. La contaminación está, sobre todo, en esas picajosas, susceptibles, crispadas y ensimismadas sensibilidades, atrapadas en su zumbido mental, como si el de una mosca invisible estuviera carcomiendo su cerebro. La plaga que asola Los Ángeles no deja de ser una mordaz metáfora de una guerra que está resquebrajando el interior de la sociedad, sus placas tectónicas. Con un terremoto culminará, de hecho, Vidas cruzadas (Short cuts, 1993), de Robert Altman, quien conjugó, junto a Frank Barhydt, la adaptación de nueve relatos y un poema de Raymond Carver, hilvanándolos en un cuerpo de breves historias entrelazadas o interconectadas, con diversos tipos de vínculos o cruces entre los personajes que protagonizan los diferentes segmentos.
Seis años después Paul Thomas Anderson realizaría otra maraña de vidas interconectadas, en la excepcional Magnolia (1999). La descarga de una congestión vital allí se corporeizaba en una lluvia de ranas. Era una liberación. En Vidas cruzadas el terremoto es más bien su inevitable conclusión, no puede haber otro fin o clausura (aunque provisional, habrá otros). Anderson es un cineasta de intensidades, de enrarecimientos. La crispación vital la convierte en segunda piel de la narración, su montaje se urde en las propias entrañas de los personajes. Es una narración de convulsiones, como un caballo que pareciera desbocado porque se le lleva al límite donde parece que va a quedarse sin resuello. Altman opta por una distancia que contempla a los personajes como moscas de la fruta. Aunque sufran una dolorosa perdida, como la muerte de un hijo, no altera su perspectiva circunspecta, como si observara desapasionadamente los forcejeos de las criaturas tras el espejo, su condición grotesca y patética. Entre los 22 personajes principales, hay una que trabaja de payasa, Claire (Anne Archer). No deja de ser emblemático. Resulta más irrisorio, más grotesco, alguien que resulta al mismo tiempo más amenazador, pero no por ello menos patético, y que también de algún modo se disfraza, el policía motorizado, Gene (Tim Robbins), quintaesencia de lo cretino y lo arrogante. Alguien que sólo grita, desprecia al perro que encanta a sus tres hijos y a su esposa, mientras sigue disfrutando de una relación extramarital con Betty (Frances McDormand), y que se inventa las más desorbitadas excusas para justificar sus ausencias del hogar, aunque no encaje nada bien que su amante pueda tener otros amantes (y que puedan ser prioridad incluso). No es el único necio en la vida de Betty, ya que también sufrirá otra patética pataleta de su ex marido, Stormy (Peter Gallagher), quien, precisamente, pilota uno de los helicópteros que fumiga la zona aunque quizá necesitara él que le fumigaran, ya que su despecho es tan desquiciado que destroza minuciosamente el hogar de Betty aprovechando su ausencia de la ciudad..
Las emociones son el pasajero sacrificado, ausente, maltratado, o dicho de otro modo, la inteligencia emocional es revelada en su construcción deteriorada, contaminada. El cuerpo, su reflejo, articulación, y expresión se convierte, a lo largo de la narración, en representación o emblema de esa incapacidad de saber desenvolverse con las emociones, a golpe de capricho, despecho, arrebato posesivo, ofuscación, pulsión de control. Si estás contrariado, elige el atajo (short cut), follate a alguien, repróchale tus paranoias, transfiere tus frustraciones, destroza su casa. Tres amigos van a pescar a una zona apartada. Previamente, en un bar, hacen irrisión de la camarera, Doreen (Lily Tomlin) ,al provocar repetidamente que tenga que inclinarse para así verle el culo. En el río encontrarán el cadáver de una mujer desnuda. En vez de denunciarlo, no sacrifican sus tres días previstos de pesca, demorando la denuncia para cuando retornen. En ocasiones resulta grato poder contemplar un culo, en otras, la desnudez es un incordio porque es un cadáver, y no se puede admirar, más bien interfiere en otro disfrute (programado). Mientras, Earl (Tom Waits) es incapaz de empatizar con la conmoción que ha sufrido Doreen, su pareja, tras atropellar un niño, porque está más preocupado con que le vean el culo unos clientes (como si fuera su culpa). Su horizonte no es ella sino otras miradas que interfieren en su pantalla de vida (que debería para muchos tener cinta aislante y mando programador para que pudieran evitar las interferencias y modelar la vida a su gusto).
Más desenfoques o desquiciamientos: Bitkower (Lyle Lovett), el pastelero no deja de llamar a Howard (Bruce Davison) y Ann (Andie McDowell), los padres de ese niño atropellado porque no van a recoger la tarta, ignorante de la agonía que sufren, porque para él su horizonte, su vida, se reduce al trabajo que ha dedicado a esa tarta. El mundo no responde a sus desvelos, y como ignora el fuera de campo, le reviste con su frustración, con su pataleta de despecho. Una de las digresiones más poderosas de la narración la protagoniza Paul (portentoso Jack Lemmon), el padre de Howard, que aparece en el hospital después de años ausentes: el motivo, desvelado en un extenso relato en forma de monólogo a su hijo, no es sino compensar su negligencia años atrás. Rectificaciones, reenfoques. Atender en otro cuerpo, el del nieto, el cuerpo que no se atendió como debiera, el de su hijo, porque se dejó llevar por los impulsos, por los atajos, esto es, disfrutar una relación extramarital con la hermana de su esposa. El cuerpo semidesnudo, con su pubis al aire, de Marian (Julianne Moore) respondiendo al suspicaz y susceptible interrogatorio de su marido, Ralph (Matthew Modine), sobre si folló o no con determinada persona años atrás, desnuda, deja en evidencia, como una bofetada en los morros, a la patética conducta del marido. A veces las revelaciones son irrelevantes, como en ese caso, aunque ocurriera algo entre ellos, no tuvo transcendencia alguna. En otros casos, las revelaciones desencajan como si de repente contemplaras a quien convives como un extraño, como Claire que no puede encajar que su marido, Stuart, optara por pescar tres días junto al cadáver de una mujer en vez de realizar la denuncia. Es ella la que acudirá al funeral de esa chica.
Jerry (Chris Penn) se va cargando como una bomba porque no resiste que su esposa, Lois (Jennifer Jason Leigh), trabaje como operadora sexual en el hogar, más que porque lo haga delante de sus pequeños hijos, a los que alimenta y cambia pañales mientras trabaja, porque él no soporta que lo haga con otros hombres, aunque sea una simulación. Para él es real, es excitación. A él le excita, supone que también a ella. Esa convicción le va minando, y su mente se desenfoca progresivamente. Incluso, le pide, en cierta ocasión, que le hable a él como habla con esos clientes telefónicos. El seísmo se materializa, y Jerry destroza la cabeza de una chica con una piedra, porque su mente ya se ha destrozado, el cortocircuito se ha producido, como Stormy destrozando, impotente, el hogar que ya no domina ni dominará, el de Betty. Como Zoe (Lori Singer) no resiste una vida en la que no puede sostenerse ni con la música de su cello (como ya desnuda se hacía la muerta en la piscina) y decide suicidarse inhalando gas. Otros parecen que maquillan sus desencuentros, quizás le den a la relación una prorroga hasta el próximo, o quizá hayan recompuesto la fractura y sean resistentes a cualquier terremoto. Todo puede aparentarse que se soluciona. Es una cuestión del adecuado maquillaje, o efecto especial, de lo que bien sabe Bull (Robert Downey jr), aunque su esposa, Honey (Lily Taylor) esté más fascinada por los peces escorpión de sus vecinos, a los que contempla fascinada en su pecera durante horas. Otras realidades, otros peces, otros escorpiones que no dejan de envenenarse con su incapacidad de lidiar con sus propias emociones y cuerpos, mientras de paso quizá envenenan a alguna rana que les ayuda a cruzar una vida que no pueden controlar por mucho que sea fumigada.
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