viernes, 20 de septiembre de 2024

El reportero

 

En el espacio del desierto, el espacio de representación sobre el que se construye la relación con la vida, con los otros, se difumina, desaparece. Despojado el escenario de bambalinas, atrezzo y máscaras, queda el espacio pedregoso que no puede ser ensombrecido por los nombres. En el desierto es difícil discernir el aquí del allí, ¿y en relación a qué?. En esa amplitud en donde construir el yo desde la nada, desprendido de referencias, el yo puede sentirse extraviado en esa amplitud que hace entrever la infinitud, en el que ya no se advierte la diferenciación. ¿Qué es lo real, qué es lo que se percibe? ¿Discurrimos en un mero escenario que cuando se desvela pone de manifiesto nuestras carencias, nuestra mera condición de máscaras?. El protagonista de El reportero (The passenger, 1975), de Michelangelo Antonioni, se llama precisamente Locke, como el filosofo, encarnado por Jack Nicholson. Locke es un reportero, que ha recorrido el mundo, la diversidad, lo que ha acentuado su extrañamiento consigo mismo, ¿Quién es? ¿Cuál es su identidad si siente que su referente cultural es un mero referente, un modelo que ha construido su identidad, pero en otro entorno pudiera haber sido quizá diferente? ¿Lo hubiera sido? El desierto en el que se desplaza, es su interrogante interior. En las primeras secuencias, sin aún saber cuál es su propósito en ese entorno desértico de Chad, es un cuerpo que se desplaza, y que se frustra porque no logra su propósito. Se desplaza en poblados o el desierto con figuras que parece que le guían pero, por dos veces, más bien le abandonan durante el trayecto. Cuando retorna fallece Robertson, al que ha conocido en ese hostal de un perdido pueblo del África sahariana, descubre que ha muerto otro inquilino, Robertson, a quien había conocido días atrás. Decide tomar su identidad, aprovechándose de su parecido físico, y que su cuerpo debe ser enterrado inmediatamente por el calor. Y adopta su identidad, o sus señas de identidad, pero ¿Quién era ese otro, del que ignoraba su dedicación, y quién es ahora que intenta ser otro?.

Usurpar su posición, su identidad, es usurpar su máscara, y verse introducido en otro escenario en el que representa algo para los otros. Descubre que bajo su identidad escaparate, ingeniero, disponía de otra, traficante de armas, circunstancia que le situará en un espacio tan movedizo como amenazante. Seguir una ruta de citas prefijadas con sus contactos es seguir un mapa de signos vaciados, como las ausencias de las personas que deberían haber aparecido. También este cambio, esta ruptura, tienta al azar, como el encuentro con la joven, que encarna Maria Scheider, con la que se encuentra un par veces, siempre leyendo, como si fuera una figura descifradora, y con la que establecerá una relación en tránsito por diversos países, el último España, en donde se recorren varias ciudades y geografías, con escenarios de lo anómalo o diferente, como las edificios de Gaudi o, de nuevo, los espacios despojados, desérticos, del sur, en Almería, como si cerrara un círculo que consignara una imposibilidad, o una desaparición anunciada, evidenciada en su muerte, también en una habitación de hotel, y planificada en un largo movimiento de cámara, de siete minutos, circular.

El desierto implica también enfrentarse al tiempo (como ese hombre en camello que se cruza con él en las secuencias iniciales, y cuyo desplazamiento sigue la cámara). En el tempo es donde está una de las más destacadas cualidades de esta obra, como en otras anteriores de Antonioni, como si la red en la que se domesticara el tiempo mecánico, o lo que es lo mismo, la trama, se deshilachará, y quedara su aliento sin determinado destino, como los tránsitos de Locke, en busca de otra trama, de otro personaje, en el que a la vez que huye de sí mismo busca encontrarse, pero sólo lo hará con su ausencia en una realidad que eran meros barrotes. Esa realidad sórdida y sucia que descubrió aquel hombre ciego, en el relato que cuenta Locke a la chica en el hostal donde encontrará la muerte, que al recuperar la vista, tras el asombro inicial por los colores y los paisajes, se sintió desajustado, como una realidad que no pudiera habitar, y decidió encerrarse y acabar finalmente con su vida. Locke intentó evadirse de esa sensación, de habitar una vida en la que no se sentía, pero en la huida, en ser otro, no residía esa posibilidad de conectar con la vida, no era más que un espejismo. Esa carencia ya estaba en él, la de no saber conectar con la realidad, la de ser un pasajero ciego. ‎El reportero es otra de las sugerentes incursiones de Michelangelo Antonioni en los movedizos territorios de la identidad, incierta, difuminada, en el que los espacios y el tiempo son entidades que condensan un símbolo como reflejan la disgregación de un yo que ha perdido el vínculo con la realidad, con el espacio pétreo de la identidad. Un viaje que es un círculo y por tanto la constatación de un extravío y de una inmovilidad suspensa. Las imágenes, poco estilizadas y de realismo a ras de suelo, no son más que otra apariencia engañosa que desvela la vida como escenario y como desierto cuando los signos desaparecen o son opacidad.

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