lunes, 26 de agosto de 2024

El hombre elefante

 

El productor Jonathan Sanger, quien posteriormente dirigiría episodios de las series creadas por David Lynch y Mark Frost, Twin Peaks y On the air, accedió, a través de la niñera de sus hijos, al guion de El hombre elefante (1980) que habían escrito Christopher De Vore y Eric Bergren, adaptando tanto El hombre elefante y otros recuerdos (1923), de Frederick Treves (el médico que le trató) y El hombre elefante: Un estudio sobre la dignidad humana (1971), de Ashley Montagu. Sanger se lo propuso a Mel Brooks, de quien había sido ayudante de dirección en Máxima ansiedad (1977), quien decidió producirlo a través de su productora Brooksfilm, aunque remarcó que su nombre no apareciera, como productor ejecutivo, en los créditos para que los espectadores no pensaran que podía ser una comedia. Fue el asistente de Sanger, Stuart Cornfeld, quien sugirió el nombre de David Lynch. Como Brooks no le conocía, organizaron una proyección del primer largometraje de Lynch, Cabeza borradora (1975), en la sala de la Fox, y Brooks quedó entusiasmado. Se reelaboró el guion con las ideas de Lynch, quien quedaría acreditado junto a De Vore y Bergren. Dustin Hoffman quería interpretar a John Merrick (1862-1890), quien en realidad no se llamaba John sino Joseph Carey, un hombre con cuantiosas severas deformaciones (como su desproporcionada cabeza, que le impedía dormir en posición horizontal pues ponía en peligro su vida; de hecho moriría al dislocarse su cuello). Pero Sanger pensó que Hoffman era demasiado conocido y suscitaría que el espectador estuviera demasiado pendiente de donde termina Merrick y donde comienza Hoffman. Lynch sugirió que fuera su amigo Jack Nance, protagonista de Cabeza borradora, pero se optó por John Hurt, tras ver Lynch y Sanger su interpretación y caracterización en The naked civil servant (1975), de Jack Gold; Hurt sufriría el martirio de siete u ocho horas de aplicación del maquillaje y dos para quitárselo; era tal su tormento que rodaban con él días alternativos.

Hay planos que residen en la propia memoria emocional como hitos, como si despellejaran la piel del corazón para alumbrarlo, como, en El hombre elefante (The elephant man, 1980), de David Lynch, ese movimiento de cámara hacia el rostro conmocionado del doctor Treves (Anthony Hopkins), que no puede contener sus lágrimas, cuando contempla por primera vez a John Merrick (John Hurt). El hombre elefante es de esas obras que hacen temblar, en cada visionado, el tuétano, por eso es la emoción la que primero brota, como esas lágrimas en el rostro de Treves, cuando hay que abordar esta bella obra, de rara emoción genuina, como la que el mismo Lynch hará cuerpo en la tan conmovedora Una historia verdadera (1999). Lynch puede ser un cineasta asociado ante todo a lo siniestro y a lo excéntrico, pero escasos son lo cineastas que han logrado hacernos sumergir en tan extremas emociones, de la insondable ternura a la descarnada perturbación, y según cada cual sus estrategias expresivas han sido coherente y radicalmente distintas. Esa mirada de Treves es la que se adueña de la narración. Por un lado, deja la emoción desnuda, a la intemperie, sin asideros para el espectador, tan indefensos y vulnerables como el propio John Merrick. Su deforme cuerpo es la quintaesencia de nuestra fragilidad expuesta, amplificada porque su sensibilidad es la de la sensibilidad no mancillada, sino aún pura, la mirada el asombro de un niño, sin doblez ni mezquindad, que es capaz de disfrutar con la ilusión, con la misma construcción de ilusión ( como esos castillos que él mismo diseña a partir de la cúpula de St. Philips: Lo no visible a través de lo vislumbrado; es capaz de imaginar cómo es el resto del edificio sólo viendo esa pequeña parte). Es el cuerpo, la sensibilidad, aún no mancillada por el desnaturalizado y degradante teatro de las relaciones, de (la deformidad de) la crueldad y de los intereses mezquinos que ven en los demás una representación, una conveniencia: desde Bytes (Freddie Jones), el feriante que lo explota en míseras barracas a Jim (Michael Elphick), vigilante que lo utiliza para ganarse un dinero ofreciéndolo como espectáculo, pasando por los ricos que le visitan porque se ha puesto de moda, pero también, como objeto de interés de la medicina, que suscitará los conflictos interiores de Treves cuando se pregunta qué le diferencia, si él es bueno o malo, si no lo ha utilizado como el resto para su conveniencia o beneficio (de reputación y admiración).

Es la mirada lo que diferencia a cada uno, por eso la mirada es un elemento fundamental en la construcción tanto visual como narrativa. En las primeras secuencias, Merrick es una figura entrevista, fugazmente, cuando es contemplado por Treves, y en sombra ( cuando es utilizado por Treves para la representación ante los otros médicos, perfilado entre las cortinas; doliente la sensación de que sigue siendo un cuerpo degradado, cuando entrevemos cómo le hacen girarse para que adviertan su anomalías físicas, incluso quitándole el taparrabos para que aprecien que sus genitales son sanos), o una figura cubierta con la cabeza envuelta en una especie de saco, con una sola abertura. Es un cuerpo incógnita, o un cuerpo dependiente de la utilidad que supone para el que le observa, no importa lo que siente, cómo mira y siente (dan por sentado que su sensibilidad debe ser nula, embrutecida como su cuerpo, un idiota; es una cosa). Es, también, el cuerpo de lo siniestro, de lo que inquieta, porque lo que no se comprende desestabiliza. Lynch también trama su narración a través de las miradas como en la secuencia de su llegada al hospital, acogido ya por Treves. Una enfermera le ve subir las escaleras, en su mirada se aprecia esa aprensión, ese miedo a lo desconocido. Treves observa cómo se aleja, una mirada que refleja cómo aún quiere conservar en secreto la presencia de Merrick, en la que subyace esa combinación de pudor y de ansias de reconocimiento en su profesión (que más adelante le hará plantearse su papel en esta función). El director observa con expresión intrigada cómo Treves sube a unos aposentos superiores ( a su vez en su mirada se advierte que se percata de que Treves trama algo). Hay secuencias de exquisita sensibilidad orquestadas por las miradas, como la visita de la actriz Madge Kendal (Anne Bancroft), que culmina con ambos recitando Romeo y Julieta de Shakespeare, o la visita a la casa de Treves y su esposa, Ann (Hanna Gordon), quien no podrá contener sus lágrimas. En las dos secuencias se perfila la auténtica piedad y la mirada luminosa a través de ambas mujeres. Y esta ese ojo de lo siniestro, el de esa caperuza de Merrick. La cámara se sumergirá (como hará en Terciopelo azul en la oreja, o en Carretera perdida en la opaca negrura del estudio del músico) en esa oquedad para dar paso a sus terribles pesadillas, en las que se conjugan los extremos, oscuros sótanos, el embrutecimiento de las actividades industriales, la evocación de su madre y las palizas y torturas a las que le han sometido toda su vida, como el que le hagan verse en un espejo como disfrute.

Lo terrible y lo lírico se conjugan con mano maestra. En cuanto lo terrible, la secuencia en la que entran los clientes de Jim en su habitación para reírse de él, sin escrúpulo alguno (precisamente, cuando él disfrutaba del neceser con los peines y otros utensilios de belleza, portando un bastón como si hablara con la actriz; la realidad irrumpe con un alud de su avasalladora fealdad, la fealdad de la crueldad); la crudeza de la representación, en un desangelado día lluvioso, de la feria en Francia cuando se desmaya en plena actuación, y los crueles golpes del feriante en su espalda con una vara; cómo le encierra en una jaula junto a unos babuinos que le gritan con fiereza, la solidaridad de los otros actantes (enanos, gigantes...) que le ayudan a escapar; la opresiva persecución en la estación de Londres, a su llegada, cuando, primero por unos niños que quieren ver su cabeza oculta, y luego por adultos, acosado en los baños públicos grita con desesperación que es un ser humano, no un animal. En cuanto a los momentos de inmensa emotividad: cuando Merrick pregunta a Treves, tras mirar los dibujos de gente durmiendo en sus camas, si le pueden curar; su anhelo es poder descansar como cualquiera, ya que si lo hiciera moriría, como así hace en la secuencia final, tras ser testigo de un momento mágico, la representación en el teatro ( narrada, visualizada, como un mundo de ensueño, un mundo aparte). Esta secuencia final, de acongojante delicadeza, es de lo más bello que ha dado el cine. Merrick acaba de construir la replica del edificio, ya sólo resta poder disfrutar del sueño. Aparta los almohadones para yacer en su anhelado descanso; la cámara se desplaza de su rostro conciliado hacia la fotografía de su madre, acabando en la replica del edificio, y alzándose hacia la ventana, en la que se mueven las cortinas. Por fin se elevará hacia las alturas, hacia esas estrellas en la que resuenan las palabras de su madre. Nada desaparece, nada muere. Siempre habrá alguien capaz de construir castillos con su imaginación, con su sensibilidad aún pura, que no ha sido mancillada ni degradada pese a haber sufrido los mayores desprecios y padecimientos por la crueldad humana. Alguien aún capaz de mirar y ver lo que los demás no son capaces de ver, ni quieren. Alguien que mira la vida como un mundo de posibles, con la tierna, empática y cálida ilusión.

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