viernes, 12 de julio de 2024

Margot y la boda

 

No es el argumento, o los personajes, lo que uno evoca primero, cual impulso reflejo, cuando se pone a reflexionar sobre Margot y la boda (Margot at the wedding, 2007), de Noah Baumbach, sino los colores y la luz. Una luz encapotada, como los colores plomizos, una textura de ánimos y emociones nubladas, congestionadas, como si no fuera la luz y los colores los que acompañaran o ubicaran a los personajes, sino como si estos estuvieran adheridos a los primeros, flotantes, erráticos, figuras en fuga cuya indecisa condición vital se difuminara en los intersticios de esa luz pesada, como un ámbar espeso que pusiera en evidencia su carencia de campo gravitatorio vital. Y, en especial, el de la protagonista, Margot (Nicole Kidman), que acude a casa de su hermana, Pauline (Jennifer Jason Leigh), en vísperas de la próxima boda de ésta con Malcom (Jack Black). Las primeras imágenes en el tren, junto a su hijo, Toby (Seth Barrish) marcan el tono del resto de la narración, con secuencias y acciones inconclusas, con planos cortados antes de tiempo, como si nos envolvieran en una melodía emocional interrumpida, en una atmosfera vital suspensa y sajada por lo reprimido, por la insatisfacción, como esos gritos de Toby en el espacio entre vagones, ¿Por qué grita?. Quizás, teniendo en cuenta lo que vemos después, la que debiera estar gritando es Margot. Pero ya indica cómo Toby se siente en un entre en su vida, cómo la relación con su madre fluctúa entre lo indefinido y lo oscilante. Una relación definida por la inestabilidad emocional de su madre.

Baumbauch comentó que el titulo invocaba el espíritu de Rohmer, en concreto, Pauline en la playa (1983), algo hay de ese pálpito de cuentos morales alrededor de las elecciones afectivas, de las decisiones y la coherencia entre lo que se piensa o se quiere, y lo que se hace, atropellados en sus propias contradicciones, balanceándose entre lo no dicho y lo dicho, como aquí, que se dice sino en el momento más inoportuno, con una virulencia desproporcionada. Vertiente de turbiedad latente, o palpitante, cuyo reflejo distorsionado son esos misteriosos y hoscos vecinos, de comportamientos tan agresivos, como el hijo que muerde la mejilla a Toby, que nos remite al cine de Ingmar Bergman, ya que su apellido, Vogler, es uno de los más recurrentes en su cine. En la narración se enquista una respiración turbia, enrarecida, como la que podíamos encontrar en La vergüenza o La hora del lobo, como si esos vecinos corporeizaran esa violencia subterránea que rige las relaciones de Margot con su familia. Margot, como el protagonista de La hora del lobo también es artista, una escritora, que va sentando catedra con sus palabras, de modo tajante, y abrupto, y que no esconde sino una aguda falta de autoestima y una crónica indecisión vital. Como le dice a su hermana en un momento dado, a veces desea a su marido Jim, y en otras a su amante, Dick, y en otros momentos a ninguno. No sabe lo que quiere, no sabe qué hacer con su vida ni consigo misma, pese a esa forzada imagen de autoridad que intenta transmitir, con ese afán de intervención o influencia en la vida de los demás, como con su hermana a la que cuestiona su decisión de casarse con Malcolm, al que no considera digno de ella.

Pero, por dentro, Margot está resquebrajada, en suspenso, como cuando, en una de las mejores secuencias, se queda adherida al árbol al que sube, sin poder bajar, mirando a su alrededor, sacudiéndose los insectos que se posan en su mano o entran en su oído, paralizada, incapaz de moverse y descender. O como cuando pierde el hilo en la entrevista, en la librería, a la que la somete, precisamente, su amante, Dick (Ciaran Hinds), tras que le pregunte sobre las asociaciones de su novela con su vida personal, y en concreto con la figura de su padre, y después de que minutos antes de esa entrevista ella le haya sugerido que ha decidido quedarse para estar cerca de él, y Dick se haya mostrado elusivo, diciéndole que él no se lo ha pedido. O, sobre todo, su reacción con Jim, cuando este ha recogido, en la noche, con su coche, pese a las protestas de Margot, a una mujer cuyo perro ha sido atropellado. Margot, después de que Jim incluso haya pagado la asistencia del veterinario, dado que la mujer no disponía de dinero en ese momento, le echa en cara cómo con gestos generosos como ese le hace sentir a ella mal, porque ella hubiera sido incapaz de recoger y ayudar a esa mujer. Le devuelve con su acto contrapuesto, generoso, precisamente la imagen de sí de la que quiere huir. Así se siente ante él o su hijo, aunque lo encubra con sus intemperancias y agresivos reproches que no son sino la cubierta de la falsa imagen de fuerza y dominio, de autoridad, en la que se oculta y autoafirma, como ese árbol del jardín, que al final es talado, y no del modo más preciso (cae sobre la tienda erigida para la boda; acción equivalente a cómo ha desestabilizado con sus palabras a su hermana en su relación con Malcolm). Por eso, incluso, el final es inconcluso, reflejo de su carácter indeciso y dubitativo que no sabe ni mostrarse cómo es ni qué decisiones tomar. Un personaje que seguirá en fuga, corriendo hacia no sé sabe dónde, atrapada en ese espesor plomizo con el que ha recubierto su inconsecuente e irresuelta vida.

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