lunes, 8 de julio de 2024

Flores rotas

 

Una figura de inmóvil presente. Se llama Don Johnston (Bill Murray), como el actor, pero con una 't'. Nos lo presentan como espectador, como una figura en letargo, contemplando una película sobre Don Juan, The private life of Don Juan (1934), de Alexander Korda, en concreto, la secuencias de un falso funeral del icono del seductor, porque Don Juan está presente entre los asistentes. Don es un falso muerto, porque está vivo, pero no parece muy presente. Don viste de negro, como Don Juan, aunque no porta capa, sino una (la) prenda menos lustrosa, un chandal. Don no deja de ser un trasunto fantasmal de la actitud donjuanesca, un residuo del que ha pasado por la vida a la deriva sobre la superficie de las cosas. Ahora parece al pairo. Hay quien abandona el barco varado de su vida, la mujer con la que convivía, Sherry (Julie Delpy). Como ella le reprocha, no parece saber lo que ella quiere ni lo que él mismo quiere, como si fuera una maquina, como los computadores con los que se enriqueció, un figura inmóvil sin propósito. Hay cosas que arriban, una carta, rosa, como el vestido que porta la mujer que le abandona. A veces la vida te da extrañas sorpresas. La carta le revela que una mujer con la que mantuvo una relación veinte años atrás tuvo un hijo de él. Lo de revelar es un decir. Más bien es una incógnita, aunque está tan atorado en su congelado ensimismamiento que ni la interrogante le despierta, y debe ser impulsado por un vivaz vecino de origen etíope con aficiones detectivescas, Winston (Jeffrey Wright), aquel que sí ha realizado lo que le reprocha Sherry no tener interés en crear, una familia, un proyecto de vida. Aunque no sólo es el enigma el que le pone en movimiento. En parte, es una huida, de unas flores marchitas, las que evidencian el abandono de Sherry. Quedarse en el hogar es asfixiarse con un cuerpo en descomposición, aunque quizá aún no sea consciente de que es el de su propio reflejo.

Flores rotas (Broken flowers, 2005), de Jim Jarmusch, nos invita a una particular búsqueda que, al fin y al cabo, es la de sí mismo, recobrar la condición carnal de cuerpo en el mundo. Las cuatro visitas a las cuatro novias del pasado supondrán enfrentarse al espejo de lo que es, de lo que fue, y de lo que pudo haber sido. Nos narra la odisea del que aprenderá que la vida está hecha de encrucijadas y de incógnitas ante las cuáles uno debe probar direcciones e indagar en el porqué de las cosas, y en cómo son los que viven alrededor suyo. En su trayecto, reflejos de una vida de diseños de realidades, de comunicaciones rotas. Don se ha enriquecido con la informática, pero parece desenvolverse mejor con las máquinas que con los seres humanos. Laura (Sharon Stone) organiza los armarios de las personas. Dora (Frances Conroy) y su marido Ron (Christopher McDonald) se dedican a vender casas prefabricadas y terrenos con paisajes. Carmen (Jessica Lange) es comunicóloga, solventa los problemas de convivencia entre animales y humanos. Representan las carencias de Don, lo que necesita amueblar o construir en su vida, su carencia de capacidad comunicativa, o simplemente de interés. Hay realidades en las que se advierten los temblores en su superficie, como en la del agua la vibración de un seísmo, caso de las miradas entre Dora y su marido, entre tanta sonrisa y disposiciones de comida como en un retablo, fisuras que serán flecos sueltos para el que irrumpe en esa realidad, porque además su mirada se enfoca hacia el esclarecimiento de quién puede haber enviado esa carta. Los detalles rosas no dejan de ser irónicos destellos que más bien abren hendiduras en el casco de su barco, sea el albornoz de Laura, la tarjeta de Dora, los pantalones de Carmen, la maquina de escribir de Penny. Sus realidades se evidencian como una incógnita, en la que además no puede tener la certeza de si aún se aprecian residuos de su influencia o de su recuerdo, como en el collar de Dora, que piensa que quizás sea el que él le regaló, cuando no es así.

El trayecto se irá enrareciendo progresivamente con cada encuentro, como si se cerrara el cuello de un embudo sobre Don, en cuya búsqueda parece cada vez más extraviado, más desconcertado. A medida que se suceden los encuentros, la receptividad es menor, la tercera no quiere pasar más tiempo con él que lo justo y la cuarta es expeditiva en su rechazo, como una puerta que se cierra con contundencia. Hay una quinta mujer, pero está muerta. Visita su tumba en el cementerio, aunque quizá se esté visitando a sí mismo. La realidad es incertidumbre, y su percepción está atascada. Los signos rosas parecen una carcajada que señalizan que no hay señales de tráfico que indiquen la dirección correcta. Y no hay conejo blanco al que seguir. O quizás no sabe verlo, aunque reciba otra carta, porque ahora el deseo ofusca todo discernimiento. Ahora necesita creer que sí puede haber un hijo que reconocer. Si en la secuencia inicial Don contemplaba en la película un falso funeral, recibirá una lección con una falsa carta. Don Juan sufre la venganza de una mujer despechada, de una de las flores que rompió y marchitó, Sherry. Ahora ya no piensa en mujeres, no son lo que busca en el horizonte o pantalla de su vida, sino el hijo que no quiso tener y que ahora sí desea que exista. Por eso, cree que es el chico que ve a la salida del aeropuerto, y al que más tarde, al volver a cruzarse con él, invita al un sandwich, un chico que se muestra elusivo cuando alude a la relación con su padre. Ya piensa que su hijo es una realidad, no una invención (sancionadora). Al final, figuradamente, despierta en medio de un cruce de calles, mientras la cámara se mueve en círculo alrededor suyo. Cualquier dirección puede ser tomada, pero no sabe cuál. Ha salido a la intemperie, pero aún no sabe cómo salir de sí mismo. Una figura inmóvil que busca el signo, la mirada, que le haga sentirse presente, mientras aún sigue dando vueltas en su desconcierto, entre un pasado que ya le abandonó y un futuro de incógnitas en el que cualquier rostro pudiera ser el de un hijo que no existe (de hecho, irónicamente, el del pasajero con el que se cruza su mirada en un coche que pasa es el del mismo hijo del actor, Homer Murray).

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