viernes, 12 de abril de 2024

Embriagado de amor

 

Vamos allá. Un hombre, Barry (Adam Sandler), habla por teléfono en el almacén de una empresa de saneamientos que él dirige. El encuadre, el despojamiento del escenario, nos trasmite una sensación de aislamiento y compresión. Sobra mucho espacio, pero él habita un espacio reducido del mismo. Su preocupación parece girar alrededor de una promoción, la de una compañía de alimentación, Healthy choice (alternativa saludable), según la cual puedes canjear productos comprados por horas de vuelo. Ha descubierto una fisura en la promoción, mediante la que con poco gasto puede canjear horas de vuelo para toda su vida. Pero Barry nunca ha volado, como reconocerá más adelante, ni tiene intención de volar. Qué extraño. Peculiar también resulta su atuendo, un traje azul eléctrico. Le preguntarán por qué se lo ha comprado, si nunca ha vestido de ese modo. Él contesta que no lo sabe. Todo resulta un poco desconcertante. Como el mismo hecho de que esté trabajando a unas horas tan tempranas que a la vez son tardías (¿No ha dormido?¿Ha pasado en el almacén toda la noche?). Algo le sucede a Barry. Parece una olla a presión. Alguien que habita un espacio reducido de sí mismo, apretado, comprimido, como transmite ese primer encuadre. No acaba ahí lo extraño. Algo fuera de lo corriente tiene lugar. De hecho, se puede decir que el relato se inicia con el extrañamiento: Barry, con una cafetera en la mano, asoma, levemente, su cabeza por una esquina de la entrada de su almacén porque escucha un intrigante tintineo que no deja de parecer una nota musical. Como si siguiera un rastro que le atrajera como un canto de sirenas, se acerca a la verja de entrada del polígono donde tiene ubicada su empresa. Súbitamente, un coche se estrella, y una furgoneta deja un harmonio delante de la verja de entrada, como si ambas acciones fueran parte del mismo compás. Preludio: Compresión, accidente y falta de música. Barry contempla el harmonio como si fuera una aparición sobrenatural: la cámara le encuadra desde diversos ángulos, desde la proximidad y desde la distancia, como si la realidad se abriera, desde la compresión a la multiplicidad de ángulos. Coge el harmonio, con el azoramiento del gesto proscrito, lo lleva a su despacho, y arrobado empieza a crear acordes. ¿Ha llegado la música a su vida? ¿Su vida será ahora más vulnerable pese a su inclinación a la ilusoria protección de la compresión? Así parece: el mundo irrumpe: Acto seguido, aparecerá una mujer, Lena (Emily Watson), que viene a dejar su coche en el garaje colindante, para que lo revisen. Un atolondrado intercambio de frases refleja la eléctrica conexión que parece gestarse entre ambos, una chispa temblorosa, quizá un primer acorde musical.

Mientras Barry muestra sus productos a unos posibles compradores no deja de ser interrumpido por las llamadas de sus hermanas para que acuda a una celebración familiar esa noche: recibe tres llamadas de siete de ellas, y todas exudan presión, un talante insistente, demandante; no parece importarles lo que él pueda sentir, o estar haciendo, como si estuvieran habituadas a tenerle a su disposición, y él a aguantar el chaparrón; o como si fuera una pieza de sus urdimbres: es una pieza que deben ajustar como desean, aunque él está completamente desajustado, quizá por esa misma razón: como si no fuera suficiente la insistencia, una de sus hermanas aparece para remachar el clavo: quiere presentarle esa noche a una compañera de trabajo con el propósito fundamental de que la conozca, algo que incomoda sobremanera a Barry: la presión no va con él, tanta ya lleva encima contenida. La percusión de la banda sonora en estos pasajes acompasa la presión que no deja de apretar y tensar, como un puño que apretara su sistema nervioso. Se comienza a percibir por qué puede estar tan crispado este hombre. Durante los prolegómenos de la cena, su sonrisa, siempre dibujada a cincel en su rostro (sonrisa saneada), se va crispando cada vez más, hasta que estalla, y rompe la cristalera del salón con furibundas patadas de hartazgo y frustración. Como justificación, confiesa a uno de los maridos de una de sus hermanas que no se gusta a sí mismo. De repente, como en ese mismo instante, suele sufrir ataques de llanto que le superan. Está claro que necesita liberar todo lo que tiene dentro: sus entrañas son un azul eléctrico al borde del cortocircuito: No quiere volar, pero necesita volar.

Barry toma dos decisiones, aunque son más bien contracciones, impulsos de fuga, llamadas de auxilio. Primero, compra un potosí de natillas para canjearlas por horas de vuelo. Un ingente surtido de natillas al que todos miran extrañados, preguntándose qué hacen ahí, en el almacén, y para qué son. Y, en segundo lugar, mientras recorta esos cupones, descubre el anuncio de un teléfono erótico, al que llama, y suministra mil datos personales antes de que le pasen con una chica, por mucho que insista que sólo quiere hablar con una mujer, y no entienda para qué tiene que suministrar tantos datos y cuentas y números, mientras la cámara, de nuevo, le encuadra en un extremo del encuadre, como si habitara el desajuste, y no deja de moverse de un lado a otro por la habitación, como quien nervioso recorre unos interminables pasadizos de trámites en un laberinto que no parece tener fin para hablar con una voz femenina en la que espera encontrar la distensión que anhela. Y cuando al fin lo consigue, se crea un desencuentro de dialogo, porque la mujer supone que quiere una conversación al uso, mera descarga sexual, y pregunta si esta ya empalmado, y si se toca, pero él solo quiere hablar, necesita hablar, necesita descargar emociones, necesita que le escuchen, necesita expresar todo lo que bulle en su interior. Necesita explotar, pero de otra manera.

Embriagado de amor (Punch drunk love, 2002), de Paul Thomas Anderson es una comedia romántica muy extraña, excéntrica, que no encaja en ningún molde, un singular prodigio fuera de toda órbita conocida. Pero eso ha sido algo habitual en las obras de Anderson, ese extrañamiento que envuelve al espectador, para penetrar en desconcertantes senderos que le limpiarán la mirada para contemplar desde otros ángulos los frágiles territorios de nuestras emociones, embozadas entre tanta impostura y convención. Como esa impostura saneada en la que Barry vive, por comprimir sus emociones, que implica falta de música. Necesitará surcar un laberinto, en sí mismo, para desprenderse de ese lastre, esa capa que le inmoviliza como una contracción nerviosa permanente. Un laberinto como la serie de pasillos que debe recorrer cuando debe reencontrar la puerta del apartamento de Lena, tras que se haya ido previamente de su piso sin ser capaz de manifestar su deseo y haya tenido que acudir a la llamada de ella, en recepción, antes de que abandone el edificio. Un tintineo que parece una nota musical, la voz de la mujer que ama. No era casual que ella dejara el coche en el garaje colindante, era una excusa, porque era ella a quien su hermana quería presentarle. No tenía avería su coche. Quien tiene que resolver su avería es Barry. Y gracias a ella lo conseguirá. Aún más, será capaz de realizar lo que no suele atreverse a hacer. Vuela hasta Hawai, porque sabe que ella está ahí. Se deja arrebatar por el impulso y realiza el correspondiente atajo que supera todas las posibles distancias, incluso las que le tenían cautivo y electrocutado en sí mismo, para conseguir realizar la conexión eléctrica de la proximidad

También dejará de huir del mundo, de la presión de los otros, de su abuso. Se enfrentará a la impostura que la llamada de empresa erótica representaba, ya que sólo era una tapadera para sacarle el dinero. La primera vez que es amenazado huye desesperado entre callejones vacíos y calles nocturnas desoladas. Pero con la fuerza encontrada por el amor que se afirma, puede canalizar sus arrebatos de violencia para defenderse, para no dejarse avasallar por la percusión incontenible de la abusiva voluntad de los otros. Ha encontrado el amor, y nadie puede dañar a quien ama. Cuando Barry y Lena hacen el amor, ella le dice que le gustaría morder sus mejillas, y él que le gustaría golpear su rostro con un mazo, y machacarlo, y ella responde que quiere morderle y sacarle los ojos, y él remata que qué bonito. No es la forma convencional de decir te quiero pero cuando se ama a alguien desea también morderlo entero hasta que sea parte del otro. Esa parte salvaje que libera de trajes azules eléctricos que no dejaban de ser un grito mudo de estoy crispado y comprimido y congestionado, y no sé cómo expresar mis emociones. En el plano final, él se dispone a tocar el harmonio, y ella dice, Vamos allá. Que suene la música, con natillas para volar.

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