lunes, 26 de febrero de 2024

El príncipe de los zorros

 

Orsini (Tyrone Power), durante el convulso desarrollo dramático de la formidable El príncipe de los zorros (The prince of foxes, 1949), una de las grandes obras de Henry King, se debate, o está en guerra, en su interior, entre el pintor y el político que hay en él. En el primer tramo, de esta adaptación de la homónima novela de Samuel Shellabarger (publicada con notorio éxito dos años antes), predomina el político, bajo el influjo de aquel a quien sirve, el ambicioso príncipe Cesar Borgia (Orson Welles), cuyo propósito (la acción transcurre en 1500) era apoderarse de ciudades como Ferrara, Venecia o Citta del Monte como eslabones de su sed megalómana (una adicción, una incontenible y voraz pulsión de dominio, que procuraba calmar con su delectación por la cruledad). Orsini está convencido de que para triunfar, para ser alguien, hay que asumir las máximas del príncipe de los zorros, Borgia, esto es, aplicar el engaño para conseguir el propósito establecido. De ahí que repita la maquiavélica frase que primero escuchamos de labios de Borgia, el fin justifica los medios. Orsini es elegido en las primeras secuencias como su principal cachorro zorruno para ejecutar una de sus taimadas estratagemas. Le envía a Ferrara con el propósito de que logre apuntalar el casamiento entre su hermana Lucrezia (previa eliminación de su esposo, pieza que estorbaba para sus planes; con su funeral comienza la narración) y Alfonso, el hijo del Duque Ercole d’Este, para de este modo eliminar de la ecuación un obstáculo en su propósito de conquista de Venecia (y posteriormente de toda Italia). Sabedor de ese artero movimiento de poder para implantar su dominio el duque ordena a un sicario, Belli (Everett Sloane), para que asesine a Orsini, pero su fracaso deriva en alianza con Orsini, ya que Belli se autodefine como veleidosa criatura traicionera que cambia repetida e imprevistamente de bando.

En este primer tramo el personaje de Power no difiere mucho de otro practicante de las artes o artimañas del engaño, el que interpretó en El callejón de las almas perdidas (1947), la obra maestra de Edmund Goulding. Pero hay una notable diferencia, el personaje evoluciona. Como también será el caso de Dardo en la posterior El halcón y la flecha (1950), de Jacques Tourneur; en ese caso, de la individualidad a la conciencia de pertenencia a un grupo que lucha contra un imposición, en el de Orsini, de la pragmática cínica del arribista al hombre que prioriza la conciencia y el acto de nobleza. Pronto descubriremos que su identidad no es la que dice ser, ya que optó por una que pudiera dotarle de mejor imagen para sus propósitos arribistas. Lo que implicó ocultar su origen en una familia campesina y abandonar a aquel que sabía advertir y retratar la belleza, el pintor que había en él. Y que recobrará (o despertará) gracias al amor que siente por Camille (Wanda Hendrix) y la sabiduría del anciano esposo de ésta, el conde de Citta del Monte (Felix Aylmer).

Significativamente, Orsini quedará cautivado con Camilla cuando está intentando vender unas pinturas para sufragarse los gastos de su viaje a Ferrara (esa integridad que ha puesto en venta para ejercer el pragmático engaño). Y su transformación se producirá durante su estancia en el castillo de Citta del Monte, a donde ha sido enviado para realizar una misión parecida a la de Ferrara, expuesta en una bellísima secuencia, de radiante luz, aquella en la que Camille observa el retrato que ha realizado de ella, en el que se evidencia cómo la mira ( que es decir, cómo la ama), pero también el cambio que se ha producido en su interior. Como ella observa, ha dejado de lado su talante sarcástico por otro más humilde, a lo que él replica, con expresión grave, traspuesta, ‘Sólo sé que no sé nada’. En esa modificación de actitud han hecho mella las reflexiones en el filo ( literalmente, en una ocasión, ante un precipicio), del conde, que le ha hecho plantearse interrogantes que no se había hecho ( o que había olvidado hacerse), que le hacen perder el paso para rencontrarse con quien había sido, y había olvidado en sí mismo, el hombre que mira a su alrededor, ya no para engañar, sino para revelar (Sutiles contrastes de formas de mirar, de actitudes: Borgia tiene sus mapas, representación de aquello que quiere apropiarse; Orsini, sus retratos, reflejos de una mirada que descubre). Pocas obras enmarcadas dentro del género de aventuras tan densas o sombrías como esta, aunque el mismo King ya había ofrecido otra brillante muestra con El cisne negro (The black swan, 1942), también con inestimable colaboración del director de fotografía Leon Shamroy (en aquel caso con un trabajo en color que supuraba negrura). Es más una obra introspectiva (la transformación interior, la modificación de la mirada, de Orsini), como más centrada en las intrigas palaciegas, aunque más preciso sería decir crueldades palaciegas. Hay un personaje fluctuante que condensa la sinuosidad de la narración y la entraña dramática, el asesino a sueldo Belli, de quien nunca se puede estar seguro de a quien apoyará con cada giro de las circunstancias.

La acción propiamente dicha no hace acto de aparición hasta el ecuador de la narración: resuelta la guerra interior en Orsini, que se ha inclinado hacia su vertiente de pintor, tiene como consecuencia una guerra exterior. Negarse a asesinar al conde, implica enfrentarse a Borgia, cuyas huestes atacan el castillo, asedio que depara secuencias rebosantes de detalles de notoria crudeza (el aceite hirviendo cayendo hacia la misma cámara); hay un áspero sentido de lo inmediato, de lo concreto (por época, podría conformar un apasionante dueto con una obra, que transita otras sendas estilísticas, como El oficio de las armas, 2001, de Ermmano Olmi) combinado con una destilada elegancia que no se deja tentar por embelesos con el vestuario o los fascinantes decorados ( tanto los interiores en los estudios de la Cinecitta como los esplendorosos exteriores italianos en los que acontecieron los hechos que inspiran la película). Hay secuencias magníficas que reflejan procesos reflexivos (decisiones con las que se debaten) a través de las miradas (con el contrapunto de lo que observan), que propician brillantes elipsis, y sobrecogedoramente descarnadas, como aquella en la que Borgia dirime qué castigo imponerle a Orsini, y se considera como opción arrancarle los ojos presionándolos con los pulgares, como espectáculo para los comensales: Qué exquisita sutileza: Se engaña al maestro que predica el engaño simulando que ya no tiene ojos (que se los extraen) quien fue alumno, pero ya no ciega a otros con sus engaños, sino que ha recobrado su mirada, su capacidad de discernir, de descubrir y revelar lo bello y lo genuino.

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