miércoles, 10 de enero de 2024

The canyons

 

The canyons (2013), de Paul Schrader, parece que transita los senderos del thriller erótico, aunque para Brett Easton Ellis, autor del guion, más bien se convierte, desafortunadamente, en una película del genéro Paul Schrader. Hay otros que la han calificado como porno blando aliñado con drama de baratillo. De entrada, al lado de Passion (2012), ese desmañado despropósito, o licuado thriller erótico, que ha realizado su compañero de generación, Brian De Palma, con quien colaboró en el guion de Fascinación (1975), me parece una obra maestra. Fascinación, decepcionante en su resolución, al menos poseía un refinamiento formal (cual envolvente seducción) en sus dos primeros tercios del que carece su última obra. Aunque a Passion no le faltan entusiastas admiradores, hecho que me sorprendería que pasara con The canyons (De Palma dispone de más fetichistas admiradores). Si la de De Palma no deja de ser un mero juego, la de Schrader me parece un escupitajo a una industria por la que cada vez ha sido más empujado a los márgenes. Su colisión con El exorcista: dominio (2005), un rechazo a su heterodoxo enfoque que incluso determinó que los productores decidieran que fuera rodada de nuevo por otro director, Renny Harlin, ya dejó bien claro que no aborda los géneros con los planteamientos más convencionales (o esperados; el entusiasmo que provoca James Wan refrenda que se busca lo trillado, la convencional formula del repertorio). The walker (2007), variación, sin las apoyaturas icónicas, y haciendo manifiesto el subtexto gay que el mismo Richard Gere dijo que le atrajo del proyecto entonces de American gigoló (1980), o esa rareza que es Adam Resurrected (2008), aún hicieron más evidente que sus inquietudes van por derroteros en los que no hay mucho tráfico. Schrader parece uno de esos cowboys fuera de tiempo, o de lugar, pero de la urbe. Incluso, va a contrapelo.

Los primeros planos de The canyons son espacios vacíos, supuraciones hopperianas, de cines, como si nos introdujeran en una ciudad fantasma. Gus Van Sant realiza una breve intervención como psiquiatra. Algunas de sus obras, las más heterodoxas ( y también más sobresalientes), están habitadas, primordialmente, por fantasmas, de Gerry (2002) a Paranoid Park (2007), pasando por Elephant (2003) y Last days (2005). En The canyons, las asociaciones con las producciones softcore porn me parecen un perverso juego de reflejos. De entrada que uno de los protagonistas, el que encarna el productor, Christian, este interpretado por James Deen, quien ha alcanzado previamente renombre como actor y director de cine porno. La banalidad, la insustancialidad, la depredación y la enajenación carecen de glamour, se desentrañan en el resplandor de su vulgaridad (hay una luminosidad que domina visualmente, como una luz a punto de explotar). Los personajes trabajan en el cine, pero nunca les vemos en trances creativos, como mucho en forcejeos entre bambalinas, en los despachos, o a golpe de teléfono. La estructura es circular, como si esta realidad fuera un bucle del que no hay posibilidad de escape, aunque varíen las figuras que te rodean. De hecho, la película se abre y se cierra con dos secuencias en un restaurante, con la conversación de dos parejas

Hay una atmósfera malsana, como corriente subterránea, que conecta con El placer de los extraños (1990). En esta, en la secuencia en la que el personaje de Walken comentaba su historia, en su primer encuentro, a la pareja que encarnaban Rupert Everett y Natasha Richardson, la cámara se deslizaba entre los asistentes en el bar. Parecido recurso utiliza en la secuencia inicial de The canyons, como una fisura que ya establece que entre los cuatro hay boquetes no visibles. Alguno ya perceptible, en la pareja que conforman Tara (Lindsay Lohan) y Christian, quien está más pendiente de su móvil (un gesto que ya es emblema del ensimismamiento de la sociedad de hoy), y no deja de alardear de la relación abierta de la que gozan como pareja. Si disgusta a Tara no es sólo porque le parece indiscreto andar comentándolo con tal desapego, sino porque, como pronto se descubre, mantiene una relación con el otro chico presente, Ryan (Nolan Gerard Funk). Mientras en la película de De Palma el juego con las apariencias no es más que el gusto por el truco, en la película de Schrader adquiere dolientes resonancias. Las apariencias ocultan carne que grita. La fisura conduce a una herida que ha derivado, y seguirá derivando, en degradación y enajenación. Dirección: el vacío. O el sórdido reverso de las ilusiones, las relaciones como negocio, como contrato o intercambio de egoísmos simulados.

Ryan y Tara fueron pareja años atrás, ambos aspirantes a actores. Pero ella no resistió las penurias materiales que sufrían. Eligió el sendero de la prosperidad, aunque implicara subordinar los sentimientos, y acoplarse a un reptil como Christian. La princesa está cautiva, pero por elección. Eligió la casa en la colina (o la luminosa mansión, aislada en el Cañón, del vampiro depredador), esa casa en la que entra su enajenador dueño, Christian seguido por un movimiento de cámara, un movimiento que refleja su inquietud, la intuición de que Tara tiene otros focos de atención, que ya sólo su cuerpo es parte de sus lujosas pertenencias. Sale de la casa, precedido de un movimiento de cámara, tras conversar con ella. La música es la misma, como el chirrido en su mente, dilucidando cómo reconfigurar su circunstancia, su control, ya que se ha abierto una brecha. Christian disfruta de una posición de poder. Ryan es alguien que busca su lugar. Christian se aprovechará de su posición para manipular las apariencias y utilizar a los demás para conseguir su propósito, anular a quien ha conseguido lo único que no tiene, los sentimientos de Tara. No hay redenciones ni catarsis. No hay esquirlas del cine de Bresson. No hay convulsión ni desgarro. De los espacios vacíos a un rostro vacío que refleja cómo las últimas esquirlas de la ilusión han sido enajenadas. También se puede cortar el gaznate a un sentimiento, y convertirte en otro fantasma. The canyons es la historia también de una posesión, de un dominio, ese que nos convierte en seres deshabitados, para sobrevivir, o competir, o integrarnos, como aplicados esbirros, en esta sociedad fantasma dominada por inclementes vampiros depredadores para quienes los escrúpulos son un molesto lastre.

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