miércoles, 20 de diciembre de 2023

Dark city

 

Dark city (1998), de Alex Proyas. La ciudad oscura porque carece de luz, siempre es noche. Ciudad oscura, ciudad prisión, ciudad laberinto. Como la identidad puede ser una prisión, un laberinto. Si despertaras sin recordarte ¿Quién serías? ¿Quién podrías ser? De la oscuridad se surge, como si fuera la pantalla blanca, o la página en blanco, explorándose, interrogándose, quizás inventándose. Pero ¿y sí tu identidad, lo que crees que eres, lo que recuerdas, lo que sueñas y anhelas, estuviera predeterminado, configurado por una voluntad ajena, por un imaginario colectivo? La realidad es como nos la presentan, indicaba el director de puesta en escena de El show de Truman (1998), de Peter Weir. ¿Es real ese mundo que vives, o es (también, a la vez) una experiencia virtual, condicionada, una ficción, y eres parte de una Matrix? Vives rodeado de oscuridad, y lo ignoras, una oscuridad de posibles, de lo real no explorado, más allá de las carteleras con las que te presentan la realidad, el decorado que te contiene y limita, aquel decorado con el que se golpeaba la proa del barco en la obra de Weir, o en Dark city ese cartel de Shell Beach (la playa de la concha; la promesa de mar y luz) que parece el minotauro con el que encontrarás la raíz en el laberinto, quién eres, tu condición de materia moldeable, de oscuridad que ha sido configurada. El proyector surca la oscuridad, la ciudad oscura (dark city) que habitas y tu vida es dotada de trama, tu personalidad de caracterización, lo que debes desear, lo que debes anhelar, lo que debes asumir y aceptar.


En el principio era la oscuridad, luego llegaron ‘los extraños’, que tenían la capacidad de modificar la realidad física’. Esas son las palabras con las que se iniciaba Dark city . La voz que las enuncia era la del doctor Schreber (Kiefer Sutherland). Es una lástima que Proyas, como él mismo reconoce, se plegara a hacer esa concesión a los productores, ese texto introductorio que se convertiría en mapa orientativo para el espectador, para que no se extraviara ( por eso, serían suprimidas cuando se editara posteriormente, diez años después, el montaje del director). El extravío, la incertidumbre, la ambivalencia, la incógnita, eran parte consustancial del desarrollo o entramado narrativo. El nombre de Schreber proviene de la principal inspiración para Proyas, la obra Memorias de mi enfermedad nerviosa, de Daniel Paul Schreber, un juez alemán que padecía de psicosis paranoide, narcisismo y posiblemente esquizofrenia. La narración debería haber comenzado con una imagen ambivalente, un plano de las estrellas al que sucede otro de la ciudad. Schreber, simplemente, sería una figura en las calles solitarias. Incertidumbre, desorientación, como la de Murdoch (Rufus Sewell) despertando en la bañera, sin recordar quién es, y enfrentándose a una identidad supuesta, al cadáver de una mujer en esa habitación (sobre cuyo pecho están dibujadas en sangra las espirales como las huellas dactilares de los dedos), a una esposa que no reconoce pero supuestamente ama, a un mundo de oscuridad, donde la realidad parece transfigurada, una combinación de diversas décadas, y aún más, una realidad que se modifica cada veinticuatro horas. A las doce, todo el mundo parece caer dormido, y la ciudad se transforma, los edificios se mueven, alteran, desaparecen o aparecen, como las identidades de algunos de sus habitantes se modifican, se borran o se reconfiguran. La identidad es una materia reciclable. Mañana no serás lo que ayer fuiste. El edificio donde vivías no existirá. Marioneta, hilos invisibles te modifican como si fueras una pantalla en blanco donde se pueden montar infinitas películas. Por ello, ese texto introductorio desalojaba la posibilidad de la sustanciosa ambivalencia.

Murdoch es perseguido por esos extraños, unos inquietantes seres que asemejan al Nosferatu de la obra de Murnau, de piel blanquecina y ataviados con oscuros gabanes y sombreros de fieltro, que habitan en un mundo subterráneo, coronado por una gran pantalla, siniestras criaturas ataviadas de cuero negro. Sin ese prólogo verbal se hubiera propiciado una estructuración narrativa construida sobre el extrañamiento, la interrogación. ¿Es real lo que percibo, es enajenamiento? La incertidumbre sería su dinamo, ya que Murdoch se siente un extraño, es como si se persiguiera a sí mismo, intentando comprender qué es, quién es, cuál es la sustancia de la naturaleza humana (como intentan comprender con sus experimentos, variaciones y reconfiguraciones de ámbito e identidad, los extraños, que nos han convertido en ratas de laboratorio en un laberinto que es prisión). Proyas reconoce que también realizó otras concesiones. Sorprendía su lacónica duración, 90 minutos, para lo que suelen durar este tipo de obras (de modo elocuente, el montaje del director dura un cuarto de hora más). Dark city es un itinerario en precipitación hacia una oscuridad originaria, un abismo en el que te enfrentas con tu ausencia de rostro, de rasgos, como si tu perfil fuera la posibilidad de incontables perfiles. Como quien crees que amas quizá sea en el próximo despertar, en la próxima configuración, una extraña que no reconoces.

Al año siguiente se estrenaría Matrix (1999), de los hermanos Wachowski, que conseguiría toda la resonancia de la que careció esta estimulante Dark city, la cual, aunque en sus minutos finales derive en la convencional conclusión pirotécnica, no incurre en las contradicciones estilísticas de Matrix (en especial en su último tercio, pura traca contradictoria, ya que incurre en lo que presuntamente pone en cuestión: la banalizadora espectacularización). Dark city resulta una propuesta tan singular como sugestiva, con un diseño visual admirable (fascinante el trabajo con las luces, las sombras y la gama cromática por parte de Darius Wolzik), un hibrido estético en el que se conjugan el cuero negro de las criaturas extrañas con los iconos del film noir en la estela de Blade runner (1982), de Ridley Scott, al lado de la cual tampoco desmerece, aunque le falte su potencia dramática, emocional. Dark city es un cautivador trayecto a la realidad como sala de proyección o sala de montaje, en la que somos espectadores y actores y modelos a un mismo tiempo. Sombras que en algún momento recordamos que no somos resortes.

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