jueves, 28 de diciembre de 2023

Colorado Jim

 

Colorado Jim (The naked spur, 1953) es una de las cimas del western, y la tercera de las cinco fructíferas colaboración en el género de Anthony Mann con James Stewart (añádanse otras tres fuera del mismo). El admirable guion de Sam Roffe y Harold Jack Bloom dispone de aspectos que pueden asociarse con esas lides de estrategias y manipulaciones de algunas obras de Joseph L. Mankiewicz y hasta considerarse como una obra de cámara en un espacio de abierto, y de una intensidad comparable a las de Ingmar Bergman, con personajes enfrentados a su turbiedad (en un proceso que tiene mucho de proceso alquímico, de la roca de la emoción enquistada al agua de la emoción liberada). Mann, como pocos cineastas, integraba, y establecía, correspondencias entre espacio exterior e interior. Dos reveladores detalles se destacan, a través de una elocuente planificación, en las primeras imágenes de Colorado Jim, y definen tanto a un personaje, Kemp (James Stewart), como la carga de violencia siempre en el filo que tensará las relaciones entre los personajes, y por extensión, el relato. La cámara realiza expeditiva panorámica como una impetuosa sacudida, desde el frondoso paisaje a la espuela de Kemp, sobre la cual se sobreimpresiona el título original: The naked spur (la espuela desnuda). Aún sin presentar el rostro de Kemp, en un siguiente plano vemos descender de su caballo a Kemp, destacándose en el encuadre cómo desenfunda su pistola (con un gesto que tiene algo de subrepticio, de alguien que está en tensión al acecho). Ya vemos su rostro cuando, encañonándole, sorprende a Jesse (Millard Mitchell), un buscador de oro. Su actitud recelosa (en la que destaca una mirada febril, casi ávida de un encuentro, que es enfrentamiento, anhelado) proviene de que no sabe si Jesse tiene una posible relación con el hombre que busca, Ben (Robert Ryan), de quien enseña un pasquín, en el cual sustrae una información crucial cuando consigue que Jesse le ponga en una posible pista a cambio de unos dólares (hay una importante recompensa en juego). Detalle que sí advertirá (que al pasquín le falta una parte) Roy (Ralph Meeker), porque es alguien inclinado al retorcimiento y a la ocultación; es un militar degradado que se une a ellos cuando asedian a Ben apostado en lo alto de un risco.

El curso del relato es el itinerario de estos tres hombres entre bosques y espacios escarpados llevando a un hombre que representa la realización de una necesidad (una recompensa), cada uno cargando con una inclinación que es debilidad, o lo es para provecho de Ben, con las que jugará arteramente durante el trayecto para su propio beneficio. La de Jesse es la codicia, el dinero, ese que no ha conseguido durante veinte años de búsqueda de oro ( y que como señala, lo encontraba hasta aquel que borracho se caía de su caballo). Para Roy son las mujeres, o más bien su imperativo deseo depredador. De hecho, su degradación se debe a que ha ultrajado a una mujer india. Roy carece de cualquier escrúpulo, es capaz de dejar atrás a Kemp cuando esté haya sido herido, y no tendrá reparos en involucrar en un tiroteo a los demás cuando aviste a los indios de la tribu a la que pertenecía la mujer que ultrajó, y que le persiguen desde entonces (en vez de afrontarlos él sólo, lo que hubiera implicado asumir alguna responsabilidad, pero le mueve la conveniencia, y prefiere apoyarse, sin solicitar ayuda, en los otros, aunque implique riesgo de perder la vida para éstos: dispara sobre la espalda de uno de los indios cuando éstos se encuentran cara a cara de los otros). La de Kemp es su furia, su despecho. Fue abandonado por la mujer amaba. Tras volver de la guerra se encontró con que se había ido con otro hombre, y que había perdido su rancho (por eso ansía ese dinero, y por eso no había querido compartir la información de la recompensa).


Si el primer enfrentamiento, como he dicho, tiene lugar en un escarpado risco, el final tendrá lugar en otro, de nombre, precisamente, La espuela desnuda, y en el que la misma espuela será instrumento definitivo. Escarpado como las emociones en conflicto durante la narración, y frente a un río de tumultuosas aguas, como turbiamente tumultuosas son las emociones en lid. O poco ejemplares. Para fugarse, el artero Ben usa a otros (Lina) para que distraiga a Kemp, sabotea (como cuando afloja las correas del caballo de Kemp) o toca las teclas de debilidades de los otros (como consigue con la codicia de Jesse). Sólo un personaje parece ajeno a esas afiladas actitudes, el de Lina (Janet Leigh), que acompañaba a Ben (por ser hija de un amigo forajido de éste ya fallecido), un personaje escindido, entre su afecto por Ben y la atracción que va sintiendo hacia Kemp (que tiene su reflejo en una hermosa secuencia, aquella en la que hablan en la entrada de la cueva, junto a las latas llenas de agua por la lluvia, como un concierto musical, mientras en el interior Ben trama su fuga al mismo tiempo). El relato avanza a golpes de sacudidas, a veces contenidas, en otras de rasgante intensidad, como cuando Kemp despierta por unas pesadillas gritando el nombre de la mujer que le abandonó, y aturdido por la fiebre, ya que está herido, por un momento confunde a Lina con ella. Al final, Lina representará los restos de una conciencia perdida entre tantos intereses codiciosos, turbios. Si comenzaba la narración con la espalda de Kemp (de acuerdo a lo que cargaba y ocultaba), Mann encuadra la nuca de Kemp empecinado en su propósito cuando carga el cadáver de Ben sobre el caballo, y se vuelve, con agónica expresión desesperada, a Lina, para, al fin, asumir que debe enterrar su furia, desembarazarse de su pasado, un lastre de espuela desnuda, y construir un futuro conciliado con otra mujer.

viernes, 22 de diciembre de 2023

 

En La niebla (The mist, 2007), de Frank Darabont, adaptación de la obra de Stephen King, un grupo de personas queda atrapada en un supermercado, rodeados por una amenazante niebla que esconde horrores hasta ahora desconocidos. El grupo ahí recluido se convierte en un microcosmos de nuestra sociedad, y qué mejor espacio emblemático que un supermercado (el espejismo de la inagotable disponibilidad; el consumismo y el ansia de posesión). Las turbadoras apariciones de esas criaturas de raigambre lovecraftiana no ocultará la evidencia de quiénes son los más virulentos y terribles monstruos, los que están dentro, camuflados en la legitimada normalidad. Ese horror de la niebla, ese fuera de campo, no es sino consecuencia de una arrogancia (los experimentos de los militares que abrieron una ventana a otra dimensión; la acción imperialista y el inclemente afán de voraz depredación económica: no deja de ser la alegoría más corrosiva alrededor de los eventos de las guerras de Irak y Afganistán y de la caída de las torre gemelas), así como la proyección de unos miedos y la constatación de una ceguera que genera monstruos. Darabont hunde su escalpelo en varias actitudes que la ejemplifican: la negación de realidad (la no asunción de lo que consideran inconcebible) y el fanatismo, el victimismo apocalíptico, que transfiere al horror al afuera para, a través de la sugestión, cimentar el nosotros, que necesita del chivo expiatorio y que instituye bandos opuestos (y estigmatizados, sacrificables, en el propio tejido social).

Resulta significativo que aquella que, al principio, se enfrenta a su miedo y se atreve a salir a la niebla (porque su hijo de ocho años está solo en casa), a riesgo de su vida, cuando aún no se ha visibilizado la amenaza (sin que nadie se decida a acompañarla pese a que solicite apoyo), se salvará, y no aquellos presos de su miedo, como refrenda ese antológico final, sin duda uno de los más demoledores que ha dado el cine. Puede rastrearse en esta alegoria una llamada de atención a la coyuntura vivida en Estados unidos en los primeros años del siglo, a esa creación del monstruo en el otro para justificarse en sus propios desmanes, y encubrir su propia inconsistencia hecha de desequilibrios y violencia latente: la relación con el otro, contemplado como una amenaza, como ya se refleja desde las primeras secuencias en las relaciones entre vecinos; hay larvadas tensiones, en forma de resentimientos y susceptibilidades, entre sonrisas de cortesía como quedarán evidenciadas durante las primeras tensiones dentro del supermercado: Grondin (William Sadler), mecánico, reprochará a Drayton (Thomas Jane), pintor artístico, que se sienta superior; Norton (Andre Braugher), fiscal, piensa que el relato del primer ataque, en el almacén, es más bien una broma que quieren gastarle, por la forma que siente que le han tratado hasta entonces por no ser natural de ese pueblo. Su negación le llevará a la muerte cuando decida abandonar el supermercado con un pequeño grupo.


La obra alcanza una vibrante, y desazonadora, condición universal como alegoría. Las criaturas monstruosas, trasposición orgánica de la interioridad de unas mentes desquiciadas, son la imagen distorsionada en el espejo de los monstruos que hay en nosotros, en las conductas insolidarias que facilmente pueden trocarse en fanáticas (el subyacente primitivismo camuflado en el aparente progreso de la presunta civilización), y que hacen del otro (desde el mismo vecino) una amenaza al espacio propio (o la propia seguridad); quien no es uno del grupo es sacrificable. El supermercado es el emblema de la prisión de nuestra sociedad, y la niebla sus barrotes (la barbarie camuflada). El uso parabólico de la noción de prisión es un recurso que Darabont utilizó de modo más explicito en Cadena perpetua (1995) o La milla verde (1999), pero también, de modo figurado, en la claustrofóbica Enterrado vivo (1990) y en The majestic (2001) (la prisión mental de la caza de brujas). Pero esto se quedaría en sugestivas intenciones si Darabont no tensara, y crispara, modélicamente la narración, conjugando una doble amenaza, la que proviene del exterior, de las monstruosas criaturas, y la que se va gestando en el interior, aún más aterradora, o de violencia más turbia y envenenada, en la agresividad cada vez más manifiesta que se adueña de las relaciones de los cercados, en particular porque cada vez serán más numerosos los que apoyen a la desquiciada fanática religiosa Mrs Carmody (Marcia Gay Harden).

Esa progresión irá en paralelo a la paulatina visibilización de las criaturas de la otra dimensión. En principio son unos enormes tentáculos, que surgen bajo la persiana metálica de la parte trasera de la tienda, tras un primer brote de tensión entre los cercados, cuando se evidencian reacciones susceptibles que encubren complejos: Grondin cuestiona a Drayton si se cree superior a él, su único argumento contra Drayton cuando éste intenta convencerles de que no abran la persiana, porque intuye que hay algo amenazador). Admirables son las posteriores secuencias del ataque de las criaturas voladoras (una de las víctimas será Sally, la cajera, precisamente tras que, por fin, después de años, se haya decidido a declararle su amor Jessup, el chico que le gustaba, ahora militar; las indecisiones también cargan veneno durante la vida) o la incursión en la farmacia, para conseguir medicamentos, donde son atacados por las criaturas arácnidas. En las secuencias finales, la imagen de la criatura gigante surgiendo en la niebla quedará como una de las más antológicas que ha dado el género, además de condensar cómo el miedo es un gigante al que es difícil superar.

miércoles, 20 de diciembre de 2023

Dark city

 

Dark city (1998), de Alex Proyas. La ciudad oscura porque carece de luz, siempre es noche. Ciudad oscura, ciudad prisión, ciudad laberinto. Como la identidad puede ser una prisión, un laberinto. Si despertaras sin recordarte ¿Quién serías? ¿Quién podrías ser? De la oscuridad se surge, como si fuera la pantalla blanca, o la página en blanco, explorándose, interrogándose, quizás inventándose. Pero ¿y sí tu identidad, lo que crees que eres, lo que recuerdas, lo que sueñas y anhelas, estuviera predeterminado, configurado por una voluntad ajena, por un imaginario colectivo? La realidad es como nos la presentan, indicaba el director de puesta en escena de El show de Truman (1998), de Peter Weir. ¿Es real ese mundo que vives, o es (también, a la vez) una experiencia virtual, condicionada, una ficción, y eres parte de una Matrix? Vives rodeado de oscuridad, y lo ignoras, una oscuridad de posibles, de lo real no explorado, más allá de las carteleras con las que te presentan la realidad, el decorado que te contiene y limita, aquel decorado con el que se golpeaba la proa del barco en la obra de Weir, o en Dark city ese cartel de Shell Beach (la playa de la concha; la promesa de mar y luz) que parece el minotauro con el que encontrarás la raíz en el laberinto, quién eres, tu condición de materia moldeable, de oscuridad que ha sido configurada. El proyector surca la oscuridad, la ciudad oscura (dark city) que habitas y tu vida es dotada de trama, tu personalidad de caracterización, lo que debes desear, lo que debes anhelar, lo que debes asumir y aceptar.


En el principio era la oscuridad, luego llegaron ‘los extraños’, que tenían la capacidad de modificar la realidad física’. Esas son las palabras con las que se iniciaba Dark city . La voz que las enuncia era la del doctor Schreber (Kiefer Sutherland). Es una lástima que Proyas, como él mismo reconoce, se plegara a hacer esa concesión a los productores, ese texto introductorio que se convertiría en mapa orientativo para el espectador, para que no se extraviara ( por eso, serían suprimidas cuando se editara posteriormente, diez años después, el montaje del director). El extravío, la incertidumbre, la ambivalencia, la incógnita, eran parte consustancial del desarrollo o entramado narrativo. El nombre de Schreber proviene de la principal inspiración para Proyas, la obra Memorias de mi enfermedad nerviosa, de Daniel Paul Schreber, un juez alemán que padecía de psicosis paranoide, narcisismo y posiblemente esquizofrenia. La narración debería haber comenzado con una imagen ambivalente, un plano de las estrellas al que sucede otro de la ciudad. Schreber, simplemente, sería una figura en las calles solitarias. Incertidumbre, desorientación, como la de Murdoch (Rufus Sewell) despertando en la bañera, sin recordar quién es, y enfrentándose a una identidad supuesta, al cadáver de una mujer en esa habitación (sobre cuyo pecho están dibujadas en sangra las espirales como las huellas dactilares de los dedos), a una esposa que no reconoce pero supuestamente ama, a un mundo de oscuridad, donde la realidad parece transfigurada, una combinación de diversas décadas, y aún más, una realidad que se modifica cada veinticuatro horas. A las doce, todo el mundo parece caer dormido, y la ciudad se transforma, los edificios se mueven, alteran, desaparecen o aparecen, como las identidades de algunos de sus habitantes se modifican, se borran o se reconfiguran. La identidad es una materia reciclable. Mañana no serás lo que ayer fuiste. El edificio donde vivías no existirá. Marioneta, hilos invisibles te modifican como si fueras una pantalla en blanco donde se pueden montar infinitas películas. Por ello, ese texto introductorio desalojaba la posibilidad de la sustanciosa ambivalencia.

Murdoch es perseguido por esos extraños, unos inquietantes seres que asemejan al Nosferatu de la obra de Murnau, de piel blanquecina y ataviados con oscuros gabanes y sombreros de fieltro, que habitan en un mundo subterráneo, coronado por una gran pantalla, siniestras criaturas ataviadas de cuero negro. Sin ese prólogo verbal se hubiera propiciado una estructuración narrativa construida sobre el extrañamiento, la interrogación. ¿Es real lo que percibo, es enajenamiento? La incertidumbre sería su dinamo, ya que Murdoch se siente un extraño, es como si se persiguiera a sí mismo, intentando comprender qué es, quién es, cuál es la sustancia de la naturaleza humana (como intentan comprender con sus experimentos, variaciones y reconfiguraciones de ámbito e identidad, los extraños, que nos han convertido en ratas de laboratorio en un laberinto que es prisión). Proyas reconoce que también realizó otras concesiones. Sorprendía su lacónica duración, 90 minutos, para lo que suelen durar este tipo de obras (de modo elocuente, el montaje del director dura un cuarto de hora más). Dark city es un itinerario en precipitación hacia una oscuridad originaria, un abismo en el que te enfrentas con tu ausencia de rostro, de rasgos, como si tu perfil fuera la posibilidad de incontables perfiles. Como quien crees que amas quizá sea en el próximo despertar, en la próxima configuración, una extraña que no reconoces.

Al año siguiente se estrenaría Matrix (1999), de los hermanos Wachowski, que conseguiría toda la resonancia de la que careció esta estimulante Dark city, la cual, aunque en sus minutos finales derive en la convencional conclusión pirotécnica, no incurre en las contradicciones estilísticas de Matrix (en especial en su último tercio, pura traca contradictoria, ya que incurre en lo que presuntamente pone en cuestión: la banalizadora espectacularización). Dark city resulta una propuesta tan singular como sugestiva, con un diseño visual admirable (fascinante el trabajo con las luces, las sombras y la gama cromática por parte de Darius Wolzik), un hibrido estético en el que se conjugan el cuero negro de las criaturas extrañas con los iconos del film noir en la estela de Blade runner (1982), de Ridley Scott, al lado de la cual tampoco desmerece, aunque le falte su potencia dramática, emocional. Dark city es un cautivador trayecto a la realidad como sala de proyección o sala de montaje, en la que somos espectadores y actores y modelos a un mismo tiempo. Sombras que en algún momento recordamos que no somos resortes.

lunes, 18 de diciembre de 2023

Los visitantes de la noche

 

Una de las principales cualidades de Los visitantes de la noche (Les visiteurs du soir, 1942), de Marcel Carné, es cómo irrumpe lo fantástico en una representación realista. El punto de partida, como ya indica el texto introductorio, ya es de por sí alegórico, fantástico: En el siglo XV, dos enviados del diablo, bajo los rasgos de dos juglares, Gilles (Alain Cuny) y Dominique (Arletty), a la que en principio toman por hombre, llegan al castillo de Sir Hugo (Ferdinand Ledoux), para desesperar y trastornar a los humanos. Un primer detalle que asienta el extrañamiento tiene lugar a la entrada del castillo: Un hombre solloza porque han matado a su oso; Gilles coge su cadena, y vemos cómo esta se estira; ahora, al otro extremo está su oso. Un detalle que anticipa otras cadenas, relacionadas con dominios y cautiverios contra los que sublevarse. En el interior del castillo, sus canciones embelesan a Anna (Marie Dea), mientras que suscita el desprecio de su prometido, Baron Renaud (Marcel Herrand), que no cree en el amor sino en la guerra. Cuando da comienzo el baile, Dominique toca las cuerdas de su laúd, y el tiempo se detiene para sus asistentes. Dominique coge de la mano al Barón, y Gilles a Anna, y dan comienzo a su seducción, al hechizo. El barón, reticente al amor, ahora se siente cautivado, lo mismo que Sir Hugo, cuando Dominique le seduzca, hasta entonces anclado en la añoranza de su amor pasado.

Sugerente elemento añadido: Gilles y Dominique tiempo atrás estuvieron enamorados uno del otro, pero ambos fueron incapaces de expresar su amor, más bien inclinados a esperar las demostraciones del otro. Indeterminaciones que conducen a la condena de una posibilidad. La aparición del diablo (Jules Berry), con su talante sardónico proporciona un giro a la narración cuando aparezca con una tormenta para castigar a quien no ha seguido sus ordenes, Gilles, forzando a que sea encadenado y azotado. Pero luchará contra un amor que no tiene límites, o que se resiste a su imposición: Gilles encadenado en su celda habla, en contraplano, con Ana en su habitación, y ambos se unen en el espacio del recuerdo, donde se abrazaron por primera vez, junto a una fuente. Allí irrumpe el obstinado diablo, quien les hace ver a través de las aguas cómo Sir Hugo y Renaud combaten por Dominique. Por mucho que convierta en piedra a los amantes que le desafían con su amor, el latido de sus corazones permanece unidos. Hermoso también es el momento en el que el diablo desafía a Ana aludiendo a la vergüenza, y ella replica que no la tiene, y que no tiene temor en clamar a la gente su amor, el hecho de que ya no sea pura: Abre la ventana y lo grita a todos los asistentes a la plaza.

La prosa del realismo y la poesía de lo fantástico se conjugan de un modo armónico. A diferencia de la posterior La bella y la bestia (1946), de Jean Cocteu, en la que lo ordinario, la chica (bella), irrumpe en el espacio transfigurado de la otredad, el territorio de la bestia, en Los visitantes de la noche, lo fantástico irrumpe en el territorio ordinario en el que siempre domina la luz, como si los pliegues no fueran visibles. Lo ordinario se transmuta en sus coordenadas espacio temporales (se detiene el tiempo, se atraviesa el espacio a la vez que se reconfigura acorde a la voluntad y deseo de unos amantes). Los límites se transgreden, como también el escenario sentimental. Carné teje una pausada narración, cautivadora con este relato con respecto al cual hay quienes vieron una alegoría sobre la invasión del ejercito alemán, con el diablo representando a Hitler, y su dominio, y encadenamiento, de Francia (con el latido de resistencia durante la petrificadora ocupación), aunque Carné declarara años después que no planteaba de modo consciente esa alegoría. De todas maneras, transciende lo coyuntural con una conmovedora alegoría sobre la unión amorosa sustentada en la entrega, la falta de vergüenza y orgullo, y en la sublevación que se resiste a cualquier imposición. Carné reincidiría en esta línea fantástica en la estupenda Juliette o la llave de los sueños (1951).

viernes, 15 de diciembre de 2023

La brigada suicida

 

Un rostro surge de la oscuridad, sus ojos, por unos segundos, por efecto de la luz, parecen blanquecinos. Esta siniestra aparición, una sobrecogedora imagen, es una de las más sorprendentes del film noir ( y de la historia del cine). Su impacto es aún mayor porque la secuencia precedente, introductoria de la magnífica La brigada suicida (T-men, 1947), de Anthony Mann, está narrada con los más rudimentarios modos documentalistas: Planos del edificio del Departamento del Tesoro, y de uno de sus directivos quien nos enumera los seis departamentos de los que consta, y nos introduce en el caso que se nos narrará, como ejemplo de los métodos y de la eficiencia de sus agentes. Su voz en off acompañará la narración, como guía que nos orienta en la maraña del caos. Esta introducción ejemplifica los modos de una variante del film noir, el procedural, que conjuga ficción con recursos documentales, y, en particular, suele estar centrado en las actividades de agentes de la ley. Pero la siguiente secuencia quiebra ese realismo (ese registro de realidad); las sombras manchan el documento, o ponen en interrogante la misma noción de realidad, de su representación. El caso que ejemplifica una actividad real (por cuanto ha sucedido) se plantea expresivamente como una siniestra abstracción, como un trayecto hacia los abismos, en donde los límites se confunden. De hecho, ese citado rostro que surge en la oscuridad es la representación de las furias (no es de extrañar que Mann acabara dirigiendo, tres años después, un western, excelente, de nombre Las furias). Es el rostro de Maxie (el gran Charles McGraw), que se convertirá en la sombra o doble siniestro del protagonista, O'Brien (Dennis O'Keefe), el agente que, junto a Genaro (Alfred Ryder), se infiltrará entre los delincuentes que trafican con billetes ( o hacen negocio con los falsos). Maxie es el abismo que debe evitar mirar de frente a los ojos sino quiere ser engullido por él (en el enfrentamiento final entre ambos, O'Brien se transmuta en pura furia (realzado por la eficacia de un intenso corte de plano), cuando herido sigue avanzando, persiguiendo a un asustado Maxie (porque parece que por mucho que le dispare no puede abatirle).

Mann, con la complicidad de John Alton (con el que estableció una de las colaboraciones más creativas que ha dado el cine) crea algunas de las composiciones más fascinantes del film noir. El trabajo con los encuadres, que rompe la convención (realista, o instituida) con contrapicados (la tensión del momento en que O'Brien quiere sacar de debajo del lavabo unas placas sin que se percate Maxie, que se está afeitando a su lado), interrelaciones entre los diferentes términos en el encuadre (figuras u objetos: el aspa en primer término, al fondo en la calle, O'Brien), las luces y las sombras. Es como la desgarradura del caos, otra simetría (más que asimetría), otra relación entre las líneas del encuadre (como si variara, se alterara, el ángulo de mirar la realidad, entre distorsiones y desequilibrios), de figuras y componentes de decorado, que nos sumerge en una realidad movediza, enmarañada, amenazante, abisal. No hay certidumbre posible, como no sabe el dueto de agentes con qué se encontrarán, e incluso si su propia representación, los personajes que tienen que simular ser, les enajenará. ¿Tienen que ser como ellos? ¿Dónde está el límite del ser y parecer? Hay secuencias que sitúan ese dilema en un hiriente filo, como cuando Genaro se encuentra, casualmente, con su esposa y una amiga de ésta, y ambos tienen que negar a la amiga que no es él. La intensidad que emana de los primeros planos, de la convulsión de sus rostros que contienen sus emociones para que el traficante de billetes que acompaña a Genaro, el planificador (Wallace Ford), no dude del papel que representa, hace más desazonadora la situación (que no será efectiva; las emociones verdaderas han ejercido de fisuras en la máscara, y han evidenciado lo que se negaba). Esa conmoción que sacude con los primeros planos se hace manifiesta en otra secuencia que enfrenta, dolorosamente, a la fisura de la verdad rasgando la ficción, aquella en la que descubren que Genaro es agente encubierto, y Maxie le mata (un cortante breve encuadre, difuminado por las penumbras, en contrapicado, disparándole), con O'Brien (en otro primerísimo plano) como testigo, que tiene que contener, tras la máscara de su rostro/personaje, sus emociones (a diferencia de Genaro y su esposa, su rostro/expresión no le delata).

Pocos cineastas como Mann han sido tan efectivos y creativos a la hora de crear elaboradas composiciones en su significación como de crear tensión física, la violencia de las emociones, con sus encuadres (pocos cineastas han alcanzado lo que es el cine en estado más depurado, como Mann). Ejemplos: Un plano de larga duración: En primer término del encuadre (disimulando que habla por teléfono), el agente que informa a O'Brien, al fondo del encuadre, de la información requerida sobre el planificador; otro plano de larga duración: En primer término del encuadre, Genaro, que es interrogado y torturado, en segundo termino del encuadre, por los componentes de la banda que le preguntan a dónde ha ido O'Brien. Para intensificar la violencia, cómo se acercan los cuerpos a cámara: cuando O'Brien es apalizado en el garito de apuestas, es lanzado en el callejón, aterrizando su rostro junto a la cámara (para aún más hacer intensa la violencia infligida, justo pasa un coche a su lado, del que tiene que apartarse para que no le arrolle). El montaje secuencial sintético de las indagaciones de O'Brien por las saunas (en una es una sombra perfilada, entre otras figuras borrosas y el vapor; viaja hacia su sombra; es un trayecto hacia lo que parece no tiene rostro: a este respecto resaltar cómo llegar a la cúpula de la organización parece suponer la superación de un laberinto, ya que va conociendo sucesivamente lugartenientes de superior jerarquía pero no al jefe). En tal espacio que difumina las líneas de sombras y luz, tiene lugar una de las más notorias secuencias de la película (y del género), aquella en la que Maxie deja encerrado a el planificador (el rostro de Maxie en primer término, fuera, apoyado en la puerta; el de el planificador, desesperado, golpeando la pequeña ventana con una silla). Lo que se anuncia como un panegírico sobre la eficiencia de las fuerzas del orden se revela como un convulso descenso a los abismos donde habitan las furias del corazón de la bestia (humana), y donde resulta difícil discernir lo que separa la luz de las sombras, o mantener el equilibrio entre ambas. Ese es el trayecto del héroe, el del que sabe reconocer al abismo en su interior.

miércoles, 13 de diciembre de 2023

Las calles de la ciudad

 

Las calles de la ciudad (City streets, 1931), de Rouben Mamoulian, es la única ocasión en que aparece acreditado como argumentista Dashiell Hammet. Fue adaptado por Max Marcin y desarrollado como guion por Oliver H.P. Garret. Es un melodrama gansteril que se revela como una mordaz alegoría sobre una sociedad en la que las empresas y las organizaciones gansteriles son caras de la misma moneda, algo en lo que también incidía, ese mismo año, la magnífica Scarface, de Howard Hawks). En ese escenario (urbano), dominado por gansters, destaca la singular presencia de su protagonista masculino, o la modificación que su aspecto tendrá a lo largo de la narración, como si dos tiempos colisionaran. El cowboy es una figura simbólica fuera de lugar, o al margen, quizás un fenómeno de feria, como le ocurre a The kid (Gary Cooper), empleado en una barraca de tiro, en donde realiza alardes de su pericia (donde pone el ojo pone la bala). No sólo trabaja en un espacio de ilusión, sino que es un iluso (cual niño: de ahí la ironía de su sobrenombre). Su novia, Nan (Sylvia Sydney, en su primer protagonista, tras reemplazar a Clara Bow, quien había sufrido una crisis nerviosa), le reprocha su escasa ambición, o visión pragmática, en una conversación junto a la orilla del mar (espacio ajeno a la urbe, espacio de lo natural). Cómo se van a casar si pretende que vivan malamente con lo que escasamente gana (o puede ganar con la actividad circense), y le insta a que se una a la empresa cervecera en la que trabaja su padre, Pop (Guy Kibbee), a lo que él se muestra remiso.

Ese negocio genera mucho dinero, pero es ilegal. Es una organización gansteril la que domina el mercado de la cerveza, comandada por Big fella (Paul Lukas), cuyo aspecto transmite refinamiento, como su hogar se define por la ostentación y el lujo. Todo un apunte mordaz sobre la pragmática de la integración, o de ser hombre de provecho y éxito. Pero su cualidad queda muy bien expuesta en la introducción. Tras hacer un negocio con otro gánster en unas instalaciones cerveceras, indica con un elocuente gesto a sus esbirros lo que se sugerirá con una brillante elipsis: la cámara realiza un movimiento hacia la tina donde burbujea la cerveza y la transición es a las aguas de un río en el que flota el bombín de ese gánster. Otra transición brillante acontecerá en las siguientes secuencias. Pop guiña un ojo a una chica dentro de un bar, que le responde de la misma manera. No es otra que su hija Nan. La transición, tras que salga del bar, se realiza a un primer plano de ella, también guiñando el ojo, pero porque está apuntando en la caseta de tiro al blanco en la que trabaja The kid, quien está a su lado. Anticipa cómo un arma será lo que complique su vida, por causa, precisamente, de su padre, ya que Nan será detenida, tras apoyar a su padre, usando un cabestrillo para esconder la pistola, encubriéndole en un crimen que ha realizado sobre otro de los componentes de la organización (que no aceptaba los acercamientos de Big Fella a su novia).

Mamoulian prosigue ofreciendo todo un magisterio de ingenioso uso de la elipsis y del uso del espacio. Tres planos anteceden al ingreso de Nan en prisión, una de las puertas cerrándose, y dos contrapicados, de los muros, y de la angosta ventana de la celda a través de la cuál se entrevé un árbol. Nan tomará consciencia del error de sus elecciones de vida, pero no contará con que The kid, por necesidad de dinero, y por ella, convencido por Pop, acceda a trabajar en la organización. Su modificación de vestuario es reveladora. Ya no porta sombrero de cowboy (blanco) sino bombín, y además viste un gabán de piel. El reencuentro de ambos, en prisión, se define por una notoria intensidad. La desesperación de ella se hace palpable cuando hablan a través de los barrotes; pareciera que ambos pudieran fundirlos. Resulta también admirable el uso del fuera de campo: cuando Nan desde la ventana de su celda es testigo de cómo una reclusa recién liberada, en la puerta de entrada, se encuentra en el coche que la espera con el cadáver de su novio, circunstancia que acrecienta la desesperación e impotencia de Nan por la vida de The kid (ya que, tras reprocharle, al principio, de su falta de pragmatismo por no querer unirse a la organización, tras sufrir su encarcelamiento sabe realmente qué puede implicar). Tras su salida de prisión, la tensión vendrá generada por el interés de Big fella por otro chica de otro de sus hombres, en este caso Nan, circunstancia que propicia una secuencia que es todo un alarde de cómo crear tensión en un baile. Cerrando el círculo, la liberación tendrá lugar en el espacio fuera de la urbe, junto al mar, como espacio de fuga, o espacio propio de Nan y The kid.