lunes, 9 de octubre de 2023

La maravillosa historia de Henry Sugar

 

En La maravillosa historia de Henry Sugar (2023) de Wes Anderson, basada en un relato de Roald Dahl, los decorados varían como si fueran paneles móviles, se reconfiguran como si el espacio se constituyera por capas, o placas tectónicas, o pliegues, y así, también la realidad, tanto en el espacio como el tiempo, en lo calificado como real como ficticio, en la vivencia como en el relato de la misma. La introducción narrativa recuerda a la de El Gran Hotel Budapest (2014), que se iniciaba, en el tiempo presente, con una adolescente que visitaba la tumba del escritor que ha escrito la novela El gran Hotel Budapest, a quien se nos presenta, en la siguiente secuencia, años atrás, en la década de los ochenta, con el rostro de Tom Wilkinson. Con una nueva elipsis, retrocedíamos casi veinte años, para encontrarnos ya en el Hotel Budapest, donde el autor, ahora con los rasgos de Jude Law, conocía a Zero Moustafa (F Murray Abraham), con cuyo relato, el que protagoniza él en su juventud, con los rasgos de Tony Revolori, junto a Gustave (Ralph Fiennes), retrocederemos hasta 1932. También, como en aquel caso, concluirá a la inversa.

En La maravillosa historia de Henry Sugar, Roal Dahl (Ralph Fiennes), en el salón de su casa, se dirige a cámara e inicia un relato sobre un hombre que se desplaza por la vida como si fuera una mera sucesión de superficies de la que extraer algún beneficio, Henry Sugar (Benedict Cumberbatch), quien, en una biblioteca se apercibe de un cuaderno, entre libros, en el que el doctor Chatterjee (Dev Patel), acompañado del doctor Marshall (Richard Ayoade), relata el singular caso de Imdad Khan (Ben Kingsley), presentado en segundo término del encuadre, en profundidad de campo (el encuadre dispone también de pliegues y capas), que relatará la vivencia que propició que pueda discernir, ver, sin abrir los ojos, esto es, el conocimiento de El gran Yogi (Ayoade), quien cuando le conoció flotaba en el aire mientras meditaba. Sus enseñanzas determinaron que dispusiera de la singular capacidad que le caracteriza. Sugar conseguirá desarrollar, tras tres años de práctica, la misma capacidad pero para saber ver (intuir), distinguir, en una baraja, en cinco segundos, las cartas que son, y así enriquecerse en un casino. Cuando sea reprendido por un policía (Fiennes) por arrojar el dinero ganado en la calle, recapacitará y utilizará su don para ganar un dinero que posibilite la construcción de hospitales y orfanatos. La realidad no es superficie sino pliegues interconectados.

La construcción ficticia del relato queda expuesta por el uso de los decorados, sucesión de paneles móviles, por el cromatismo, con su condición apastelada (recupera, como pocos cineastas, la condición expresiva del color; no registra, es trazo significante, textura), por la constante alusión de los personajes a cámara, y su narración en tercera persona (él dijo), como si fueran partícipes y a la vez narradores de esa misma acción, por la aparición de técnicos que mueven decorados o recolocan el atrezzo, o por el maquillaje de la caracterización (en cierto momento, un maquillador, encarnado por Cumberbatch, modifica la apariencia de Imdad, esto es, rejuvenece su aspecto, en la transición al relato sobre su propia experiencia). Como suele ser característico del singular cine de Anderson, no hay registro de realidad, sino artificio, juego con las formas o con los diversos recursos formales, pero no como mera acrobacia formal sino como sustancial recurso expresivo que nos confronta con los difuminados límites entre realidad y ficción. Pocos cineastas como Anderson nos recuerdan que el encuadre es composición, como un potencial de posibilidades. Sus encuadres pueden parecer filigranas, estatismo, pero más bien evoca la recuperación de lo primitivo, de los primeros encuadres en una linterna mágica, los primeros pasos, encuadres, del cine con George Melies y, a la vez, consigue transmitir la sensación de que las simetrías se fusionan con las fisuras, con los puntos en fuga que abren a lo inefable, como si lo real que discernir (en vez de encasquillarse meramente en las superficies), fuera una diversidad interconectada que descubrir. Sus encuadres son estampas, viñetas, en las que se desplazan los personajes en un mundo fantástico que desafía la gravedad de la realidad, o de toda restricción de su concepción y representación. Por eso, Anderson rescata la imaginación, la infancia de la mirada; su aventura es aquella con la que se explaya la imaginación, como si la realidad fuera un potencial, y a la vez un sendero cuyos eslabones ir descubriendo como pliegues y capas interrelacionadas. O lo real es relacional.

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