viernes, 11 de agosto de 2023

Daisy Kenyon

 

En el cine de Otto Preminger, los trayectos pueden ser imprevisibles. Su sinuosidad, su suspensión de certezas, como un perfil que aún hubiera que precisar uniendo sus puntos, alienta la interrogante, la que te hace perder el paso, para reajustarlo, como quien aprende a caminar firme sobre terrenos pedregosos o movedizos. Daisy Kenyon (1947), adaptación de la novela de Elizabeth Janeway, publicada en 1945, guionizada por David Hertz, podría parecer que va a transitar los territorios más ortodoxos del melodrama, como los que la propia Joan Crawford protagonizó, o protagonzaría, en las excelentes De amor también se muere (1945), de Jean Negulesco, o en Los condenados no lloran (1950), de Vincent Sherman, pero los dribla para situarnos en territorios que parecen variar (como los decorados de fondo de la atracción de ferie del tren en Carta de una desconocida, 1948, de Max Ophuls) y hasta confundir el escenario, apuntando posibles sendas que no son sino desvíos que dibujan un planteamiento más complejo, desconcertante, aparentemente indeciso, como las ecuaciones sentimentales irresueltas, con flecos sueltos, del trío protagonista: una mujer, Daisy (Joan Crawford), entre dos hombres, Dan (Dan Andrews) y Peter (Henry Fonda), aunque todos parecen indecisos, minados. Dan entre Daisy y su matrimonio en proceso de permanente pero nunca culminada demolición, Peter entre Daisy y el fantasma de su esposa fallecida en un accidente cinco años atrás, motivo por el que se alistó en el ejército, como si un escenario de muerte pudiera generar el olvido de una muerte concreta. Hay una secuencia en la que se insinúa sutilmente la pauta que vertebra la sinuosidad: Dan pregunta a Peter, diseñador, cómo configura el equilibrio de un yate, esa parte que está bajo la superficie, no visible; él, abogado, nunca ha sido muy amigo de la lógica (como quien navega a impulsivo golpe de timón): ¿por qué realmente se siente atraído por Daisy y por qué no se decide a romper su matrimonio?. Paradojas. Equilibrio y lógica. Pero en el territorio premingeriano será difícil que se transite sobre rígidos opuestos, sobre cuadrículas. Resulta arduo en muchas ocasiones lograr discernir lo que sientes, muchas veces vas detrás de ti mismo, sin saberlo, persigues algo, hasta que lo alcanzas, y ves que es tu propio rostro. Quizás fantasmas como películas de las que cuesta desprenderse. Quizás, como Daisy, tras casarse con Peter, ya no ama al otro, a quien parecía enganchada, a Dan, sino sólo el recuerdo de cómo le amó, pero cuesta desprenderse de ese garfio. Porque primero hay que verlo. Como un cristal surcado por gotas de lluvia, hay que restregar bien la mirada para poder ver el exterior ya no de modo borroso, sino de modo bien perfilado.

En las secuencias iniciales, Daisy, ilustradora de una revista, se encuentra enganchada a Dan, casado, con dos hijos. Pugna consigo misma; repetidamente remarca que deberían dejarlo, porque es una relación que no acaba de consolidarse, porque parece suspendida en el aire como una promesa zarandeada como una hoja por el viento. Cuando Dan deja el piso se cruza con la cita de Daisy, Peter, quien llega en el taxi, con el que pretende que él y Daisy vayan a cenar. Pero Dan no quiere esperar su taxi (como el taxista en la primera secuencia no quiso esperarle a él; como Daisy parece cada vez más decidida a no esperar que se decida a abandonar a su esposa). Cuando Peter se le declara a Daisy, alude a sus heridas emocionales, pero Daisy le detiene. Le insta a que se deje de melodramas, porque no se puede tener clara la herida que aún atormenta: la hace historia, melodrama; hay algo que no encaja del todo. Dan es alguien desconcertante, alguien que aún parece marcado por la muerte de su esposa cinco años atrás, y por la guerra misma; aún es presa de las pesadillas. Daisy le aconseja que debe afrontar la muerte de su esposa, aunque él no lo tiene tan claro; no tiene claro cuál es la raíz de sus tinieblas. Y parece también el caso de Daisy o Dan. Ella afirma que ya superó la resaca emocional de Dan, pero en cuanto este reaparece el torbellino vuelve a dominarla. Hasta que no logre mirarlo de frente, hasta que no lo logre terminar la persecución de sí misma, y ver su propio rostro, no lograra descubrir la raíz de ese garfio. Y no harán falta melodramas.

De un modo sorprendente, entonces, nos encontramos ante una obra que disecciona las pautas de un género, el melodrama, del mismo modo que la raíz de las indefinidas emociones de los personajes, que aún tienen que unir todos los puntos para lograr definir el propio perfil de cómo y por qué sienten, para conseguir el equilibrio. Dan no lo logra porque rechaza la lógica, se siente cómodo sin definirse, como quien huye de sí mismo, y de las responsabilidades, entre diferentes escenarios, como a quien le gusta sentirse en lid con el mundo. Pero esa comodidad erosiona a Daisy que necesita perfilar con nitidez el horizonte, porque es como si amara algo intangible, o escurridizo. Dan también erosiona la estabilidad de su hogar. Aparece cual fugaz visitante, como un papa Noel que sus dos hijas reciben siempre con alegría, y reparte justicia salomónicamente, mientras los sinsabores cotidianos se los traga la esposa, quien ya responde a una tensión que le sobrepasa a golpe de bofetada (a su hija menor). La relación entre ambos está viciada, como crispada entre ella y sus hijas. Una relación que es pura conveniencia, imagen, para el gran jurado de la sociedad y los valores de la corrección, pero que en su interior está minada por zapadores invisibles, a los que no se quiere dar cuerpo por la mísera conveniencia. Dan lucha en los juzgados contra la xenofobia de una sociedad que niega a un soldado de ascendencia japonesa que recupere su hogar cuando retorna de la guerra (decisión que toma, en buena medida, para recuperar el aprecio de Daisy), pero es incapaz de lograr la armonía en su propio hogar, o con Daisy. No sabe cómo configurar ese equilibrio interno. Y avasalla. Primero, cuando la fuerza a besarla, después, cuando, pensando que su matrimonio se rompe, insiste de modo implacable (incluso, sin consultarle a ella, pidiendo a Peter que firme primero la petición de divorcio), y por último con constantes llamadas que provocan la exasperación de Daisy, quien incluso, por el agobio, sufre un accidente con el coche. El instinto, la comodidad, no sabe de lógica, funciona a golpe de apetencia. Peter en cambio sabe que no se puede ir apabullando, y más cuando aún se ha realizado el enfoque adecuado sobre lo que se siente. Hay que dejar espacio, y que la mirada de quien amas logre unir los puntos, y quizá sea entonces cuando al completar el perfil vea que son los de tus rasgos.

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