miércoles, 5 de julio de 2023

La pianista

 

La pianista (La pianiste, 2001), de Michael Haneke, que adapta una novela de Elfriede Jelinek, es una película en blanco. El blanco del hielo, del espacio o de la página en blanco, el blanco del vacío, de la falta de inteligencia emocional. Erika (Isabelle Huppert) tiene cuarenta años, pero emocionalmente aún es una niña. Vive, incluso comparte cama, con su madre, voluntad absorbente, anuladora, dominante, cuya convivencia se convierte en pugna, en padecimiento, como ya refleja la secuencia introductoria, en la que la madre parece una policía que realiza un control de acceso con sus preguntas sobre qué ha hecho durante sus tres horas de ausencia del hogar e incluso chequeando su bolso y su cartilla del banco. Y su vida la ha instituido con esa misma trama. En su trabajo, en el espacio público, el espacio en que detenta una posición de dominio, como profesora de piano, ejerce un poder, a la par que mantiene la distancia, como un hielo que quema, que desprecia, que golpea con sus palabras y miradas, que reprende y rechaza. Es la réplica de su madre en el escenario social. En su universo hay habitaciones compartimentadas que reflejan una escisión, un conflicto no resuelto en sus emociones, un desequilibrio, un desvío que es grito, tanteo torpe infantil, en el que lo obsceno y la escatología encuentran un espacio expresivo como la onda expansiva de una bomba, una liberación no permitida en la pantalla de su vida, con su madre, en su trabajo. Lo orgánico abre una hendidura, como una violenta fuga de agua en el casco del barco. Es la mancha del blanco, esa mancha que se camufla, y refleja un desajuste emocional.

Sin que se establezca una particular ruptura expresiva en la narración, Haneke nos muestra, tras sus clases, en la que mantiene una distante actitud altiva, cómo Erika acude a un sex show, observa escenas de sexo mientras olisquea el kleenex con restos de semen de quien ha ocupado antes la cabina. Erika se desplaza en ese espacio como lo puede hacer en sus clases de piano, para ella no hay colisión, por eso tampoco la refleja Haneke con su mirada. Si hay ruptura, colisión, es en la mirada de los otros, por eso realiza esas acciones de modo clandestino (como en una sala de cine al aire libre, orina mientras escucha cómo una pareja hace el amor en un coche). Sabe que son acciones que no están legitimadas, que pueden ser consideradas aberrantes, anómalas. No encuentra miradas cómplices que puedan mirarla con naturalidad. No encuentra miradas con las que exponerse, por eso se cierra, ante los demás, en una imagen espinosa, como un blanco pétreo. Entre la imagen pública y el espacio íntimo hay un abismo (de vidrio), y es una herida como la que se inflige en su zona púbica en el baño de su hogar.

Otra mirada irrumpe en su espacio compartimentado, clausurado, congelado. El estudiante de piano de diecisiete años, Walter (Benoit Magimel) que la corteja con entusiasmo y admiración. Un entusiasmo que puede resultar apabullante (irrumpe en mitad de una clase, o antes de que ella concluya su pausa entre clases). No hay comedimiento en su expresión emocional, como en su forma de interpretar la música, por ejemplo, la de Schonberg. Walter puede aceptar sus desplantes, sus brusquedades, su seca autoridad, puede aceptar, e incluso le entusiasma y se decide, por ello, a dar el paso de besarla (en un baños blancos y pulidos), que introduzca cristales rotos en un bolsillo del abrigo de una estudiante de piano, porque deduce que es a causa de los celos, por las atenciones que Erika ha visto realizar a Walter, cuando le ha ayudado, pasando las páginas de la partitura,en su intervención en el auditorio. Pero Walter no puede aceptar la directa confesión de unos gustos sexuales que se definen por el placer en la sumisión, en aceptar su voluntad, en el daño y padecimiento. Una sexualidad abrupta, nada glamourizada, sin envoltorios de sofisticación, más como la manifestación de una niña. Erika lo comparte con la torpe brusquedad de quien se expone, o de quien nunca se ha expuesto de ese modo, ofreciendo su vulnerabilidad, con confianza, sin pudor (la mirada de Huppert en estos pasajes es otra).

A Walter le desconcierta. Pierde el paso, su mirada y discernimiento se ofuscan, y su reacción además de torpe será violenta, agresiva, aún más pueril. En principio expresa el asco que le suscita, calificándola de perversa y enferma, pero en cuanto ella le busca, y le expresa de nuevo torpemente, como una niña en la intemperie, que le ama, y se dispone a hacer una felación, él de nuevo acepta. Walter no la entiende, ni se entiende a sí mismo, no logra armonizar esa excitación (que le lleva a masturbarse debajo de su ventana) y el rechazo que le suscita, lo que provoca que esa confusión la materialice o exprese con la más virulenta violencia, golpeándola brutalmente, forzándola sexualmente. Incapaz de advertir el desenfoque emocional de quien aún es una niña que ha estado apresada tras el hielo (y el neutralizador y blanqueador control de una madre que demoniza la expresión sexual), el desenfoque de Walter se convierte en un filo con saña, ese que causa el gesto final de Erika de acuchillarse en el brazo, en el espacio vacío del hall del auditorio, el vacío del espacio público. El desprecio que realiza al saludarla como si nada cuando se cruza con ella no es sino el apuntalamiento cruel del escupitajo que estigmatiza para sentirse impoluto, como si estuviera en el lado de los normales, de los sanos, y que se trasfigura en las lágrimas de Erika, ya en la intemperie, aislada, abandonada, en un espacio en blanco que se ha convertido en negrura. El último plano es el de la fachada de ese escenario social, la prisión de unas infecciosas realidades camufladas.

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