lunes, 1 de mayo de 2023

Till we meet again

 

Este bello melodrama de Frank Borzage, Till we meet again (1944), es una singular variante de esas obras que relataban la forja de una relación amorosa en una pareja que es perseguida, cuyo prototipo podían ser las obras de Alfred Hitchcock, como 39 escalones (1935), Inocencia y juventud (1936) o Sabotaje (1942). En ellas eran los personajes masculinos los perseguidos por la ley, que se veían ayudados, en cierto momento, por el personaje femenino, a quien, en algún caso, incluso retenían en principio contra su voluntad. En tiempos de guerra se dieron ciertas variantes, como es el caso de la que formaban Cary Grant y Ginger Rogers en Hubo una luna de miel (1942), de Leo McCarey, que consolidan su amor aunque a través de un territorio más amplio, ya que la acción se sucede en varios países (a medida que se extiende el poder nazi), en un relato en el que el periodista que encarna Grant parece un Orfeo que rescata a Euridice de un falso sueño, representado en su esposo, un alto mando nazi, encarnado por Walter Slezak. En Till we meet again (Hasta que nos encontremos de nuevo), no solo son perseguidos la Hermana Clothilde (Barbara Britton) y John (Ray Milland), un piloto estadounidense, cuyo avión ha sido derribado en territorio francés, por los alemanes. A Clothilde también le persiguen otras sombras, aquellas que le impiden creer en la naturaleza humana, en la posibilidad de una relación sentimental luminosa, en la capacidad o posibilidad de amar las mujeres de los hombres. Esta circunstancia imprevista que vive (pues reemplaza en el último momento a la mujer que debía actuar como si fuera la esposa de la falsa identidad de John) supone conocer, por primera, el mundo afuera, y por tanto, conocerse a sí misma desde una perspectiva más amplia, conocer sus lastres y sombras.

No hay en este caso una relación ni atracción sentimental entre ambos, pero si un proceso de acercamiento que propicia que Clothilde logre desembarazarse de ciertas heridas del pasado. Clothilde vivía enclaustrada en ese convento en un sentido amplio (también en el de su mente) como único espacio de experiencia, como una forma de apartarse de un mundo que rechaza y desprecia, y en concreto a los hombres, por el brutal maltrato que ejercía su padre sobre su madre. De ahí que los más bellos momentos de la película sean aquellos que abren su mirada, en los que su mirada se ilumina, cuando primero en el bosque, en la noche, en plena huida, John comparte, emocionado, detalles de la relación con su esposa e hijas, esto es, cómo añora su presencia, y sobre todo, tras que ella cure su herida por metralla (herido durante el bombardeo de aviones aliados a un puesto alemán), cuando él realiza un entusiasta canto de los hermosos aspectos de los que se compone una relación íntima de pareja. El rostro de Clothilde se va iluminando, como si se empapara de la emoción que transmite John. Es uno de esos instantes tocados por la gracia que abundan por el cine de Borzage, uno de los cineastas que mejor han retratado las luces de los sentimientos, y las sombras con las que bregan.

Para Clothilde hacerse pasar por su esposa (sin que él sepa en principio que es monja: bello el momento en que la reconoce cuando la ve fregando el suelo, porque estaba haciendo lo mismo cuando la conoció: un gesto de limpieza que adquiere simbólicas resonancias; ya que ella ha limpiado las sombras de su recelo) en esta fuga que es liberación para ambos, propiciará que abra su mente, que comprenda que en el mundo, afuera, no sólo hay relaciones violentas como la de sus padres. Cura las heridas físicas de John, y el relato o canto de su amor cura sus heridas interiores. Borzage compone otro de sus arrebatados cantos líricos, que contraponen la luz del amor con la negrura de la guerra, esa que cruzaba el personaje de Gary Cooper, entre bombardeos y cuerpos arrastrándose en el fango, en la bellísima Adiós a las armas (1932), en busca del sentimiento pacífico del amor, ese que toda guerra o todo fanatismo quiebra, como reflejan las maravillosas Tres camaradas (1938) y Tormenta mortal (1939). Esa es la pureza, la luz que Borgaze materializa en acto de realización. Hay otras secuencias que se pueden citar entre lo más destacado de su obra, como ese plano en el que desde el otro lado de la puerta del convento disparan los soldados alemanes y la bala hiere a la madre superiora en primer término, o sobre todo, en la misma secuencia, ese posterior hermosísimo plano de grúa ascendente en picado desde el cuerpo de la madre superiora, rodeada de las otras hermanas, que implica una ruptura de eje vital para Clothilde; la elipsis ya nos la muestra con su disfraz, con su identidad falsa, ya afuera, en el mundo, decidida a ayudar al piloto estadounidense. Las secuencias finales son su combate con las sombras, esas que encarna el mayor Krupp (Konstantine Shayne), y corporeizadas en las que dominan el escenario final de angostos pasillos, liberándose con botes, navegando más allá de un territorio dominado por las sombras, que puede ser el de la vida, a través del sacrificio.

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