viernes, 26 de mayo de 2023

Ángel o diablo

 

En Laura (1944), de Otto Preminger, Dana Andrews encarnaba a un hombre, de gesto prieto, un policía, escindido entre dos mujeres, la real y la soñada, aunque tuvieran el mismo rostro, el de Gene Tierney. En Ángel o diablo (Fallen angel, 1945), también de Preminger, encarna a otro hombre, Eric, este de gesto más socarrón, también escindido entre dos mujeres, que no tienen el mismo rostro, y que en un momento, aunque estén en espacios distintos, pareciera que fueran el plano y contraplano en una conversación. Quizá la que tiene lugar en el interior de Eric, un hombre que ha tenido que bajarse del autobús en ese pueblo, de nombre Walton (aunque pudiera ser cualquiera), porque no tenía el dinero suficiente para ir más lejos, o a una ciudad donde sí parece que pasan cosas ( o sí parecen fin de trayecto), como San Francisco. Una de las mujeres parece que le deja fascinado, Stella (Linda Darnell), como parece tener fascinados a otros hombres del pueblo; es un personaje escurridizo, como ya lo indica el hecho de que parece que ha desaparecido cuando entra Eric en el café donde ella trabaja de camarera (como un truco de magia, cuando piensas que ya la tienes, o que la puedes tener, ya no está o está en otra parte, dejándose cortejar por otro); cuando ella reaparece, el dueño del bar se parece al perro que mueve feliz el rabo cuando ve de nuevo a su dueña; un policía, Judd (Charles Bickford), le dedica canciones en el jukebox, y hay un comercial, Atkins (Bruce Cabot), que la corteja. Eric se pone a la cola, aunque más bien pretende colarse, y ponerse el primero; no deja de ser curioso el espacio en el que ella vive, en lo alto de unas escaleras, como la torre de una princesa; en el bajo de otras escaleras Eric le da su primer beso, y le propone un trato para fugarse ambos del pueblo (salir del agujero) y realizar sus sueños.

odría decirse que ella representa al prototipo de femme fatale, sino fuera porque es la pantalla donde los hombres proyectan sus ofuscaciones y frustraciones, o, simplemente, sus deseos más primitivos (revelador es ese oso de peluche que se entrevé en su habitación, y más si se asocia con sus ansias, bien convencionales, de ser la depositaria de un anillo de casada, con el complemento de un hogar, epítome de estabilidad; es alguien, sencillamente, que quiere salir de los márgenes en los que se encuentra arrinconada). Si la historia no la hubieran escrito casi siempre hombres, estaríamos hablando de hommes fatales, como sería el caso de Eric (o el John Garfied de Nadie vive para siempre, 1946, de Jean Negulesco, que se dedicaba a encandilar damas para conseguir su dinero), ya que su plan es engatusar a un rica mujer del pueblo, un ángel, a quien que entusiasma la música clásica y la lectura, June (Alice Faye), y con la que puedes disfrutar de un tarde junto al mar sorbiendo unos helados (hasta que se queda plácidamente dormida con la cabeza apoyada en tu hombro). La idea de Eric es conseguir su dinero, y después disfrutarlo con Stella, la cual se casará con él si ve ese dinero, si no es una entelequia, una intangible posibilidad, sino una realidad sólida (Stella no tiene conflictos con lo de qué fue antes si el huevo o la gallina; primero va el huevo, el dinero, después, la gallina, meter mano). La vida son tratos, sobre todo para los que arañan para salir del agujero y poder acceder a las alturas; no están para desperdiciar su tiempo en ilusiones románticas.

El problema es que los planes no salen según las previsiones, los impulsos a veces ofuscan el juicio, y aparecen en escena cadáveres que complican la situación. Y los personajes empiezan a dejar asomar al hombre real, caso de Eric, quien es más bien alguien que se siente como si tuviera miles de años y hubiera dejado miles de trabajos y oportunidades desaprovechadas a sus espaldas. Alguien que ha tenido que recurrir a los engaños y las imposturas, porque él también ha sido víctima de otros engaños e imposturas. Un ángel caído (el fallen angel del título) que recorría el mundo solo, intentando liberarse de la desgracia de la privación y precariedad mediante cualquier recurso de picaresca (como demuestra con su habilidad para atraer público a la sesión de quien dice que habla con muertos; ¿no es él un espectro a la deriva que aspira a dotarse del cuerpo de la estabilidad?), hasta que quizá vuelva al cielo al encontrar a otro ángel, al encontrar el amor. La cuestión era saber enfocar, saber discernir en quién veía el reflejo de su ofuscación, de su cansancio desesperado, porque a veces al primero a quien engañas es a ti mismo, o quien representaba la salida del túnel. Las direcciones, en ocasiones, surgen en lo que creías que no era sino un tránsito, o un medio, para alcanzar lo que creías que era lo que anhelabas encontrar, que no era sino el reflejo de tu ofuscación. Todo lo que rodeaba al personaje de Stella eran sombras, mientras que alrededor de June domina la luminosidad (ese hermoso encadenado elíptico, de la noche al día, del encuadre sobre la ventana del hotel en el que comparten cama). Entre los pliegues de aquellas sombras encontrará el rostro de un asesino que quizá fuera el reflejo de aquel en que pudiera haberse convertido, con el paso del tiempo, si hubiera proseguido con su deriva entre sombras y reflejos (¿no acontece el esclarecimiento en el espacio al que había llegado en principio en su deriva?).

Alice Faye no volvió a trabajar en el cine en diecisiete años, después de un encontronazo con el productor, Darryl F Zanuck, al no estar de acuerdo con los cortes de montaje que había decidido con respecto a su personaje (ya que Zanuck había querido dar más presencia en pantalla a su protegida, Linda Darnell). Enigmática es, sin duda, la figura de la autora de la novela adaptada, Marty (Mary) Holland ( a quien parece Preminger descubrió cuando trabajaba de copista de guiones) de quien también es el argumento de El caso de Thelma Jordon (1950), de Robert Siodmak, y de la cual, tras su tercera novela, The darling of Paris (1949), no se supo nada, hasta que en 1971, tras que falleciera a causa de un cáncer, su familia encontró el manuscrito de otra novela, Baby Godiva.

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