lunes, 13 de marzo de 2023

Proceso a la ciudad

 

Hay una sombra alargada que une tiempos distintos, sea 1911, en Nápoles, donde transcurre la acción de la admirable Proceso a la ciudad (Processo alla citta), de Luigi Zampa, sea el año de su realización, 1952, o sea nuestros tiempos: la corrupción humana no tiene límites, es como una onda concéntrica que se extiende (como la órbita que realizan los planetas alrededor del sol). Esa es la constatación a la que se enfrenta el procurador Spicacci (Amadeo Nazzari) cuando investiga la muerte del matrimonio Ruotolo (uno encontrado en la orilla del mar, y la otra en su dormitorio): la gangrena se propaga por toda la ciudad. La actitud del inspector a cargo del caso, Perrone (Paolo Stoppa), es bien distinta: es el esbirro que aplica la ley; para él es cumplir un trámite, es quitarse de encima un problema cargando el muerto al pertinente chivo expiatorio que, por circunstancias, puede ser incriminado; para él no hay otras implicaciones, otras perspectivas, otras derivaciones: el statu quo, el estado de cosas debe mantenerse bien apuntalado, aunque las tuercas y los tornillos sangren: Es lo que hay. Ese idóneo chivo expiatorio es Esposito, interpretado por Franco Interlenghi, quien en Los inútiles (1953) interpretará a alguien que sí logrará ser el único en escapar de esa prisión de vida provinciana que es Rimini. En Proceso a la ciudad intenta, durante toda la película, lograr su propósito, que es poder huir, junto a su mujer embarazada, de la pobreza, y embarcar destino a Argentina, donde parece abrirse la brecha de un futuro que es promesa de un presente de cierta firmeza posible, ya que en Napoles no hay horizonte para él, sino una celda, un callejón sin salida. Es sobrecogedora la magnífica secuencia en la que él y su esposa huyen en las solitarias calles nocturnas porque han visto unas sombras al acecho, que pueden ser las de la ley. Calles angostas de interminables escalones de piedra, casas apretadas. Es un espacio celda, como si estuvieran atrapados, cual ratas, en un dibujo de Piranesi. Es como la integridad que intentara evadirse, infructuosamente, de ese pútrido sumidero.

Spicacci comprenderá, en una secuencia que es bisagra en la narración, aquella en la que reune a 28, de los 42, comensales que compartieron mesa la noche del asesinato, la víspera de reyes, que en ese crimen, aunque sea de un modo indirecto, por silencio cómplice, está implicada buena parte de la ciudad, o de (los representantes de) las fuerzas vivas de la misma (valga la paradoja, ya que convierten a la ciudad en una sepultura, la de un rígido feudo). No es como el Asesinato en el Orient Express, la obra de Agatha Christie, tan notablemente adaptada en 1972 por Sidney Lumet; hay una mano, un asesino, que sabe Spicacci que es el autor de una canción en la que se explicita el porqué del asesinato de Ruotolo: el castigo a quien traicionó a la organización, a quien delató a otros mediante mensajes anónimos, y en concreto, al hermano del asesino. Pero todos, por miedo o pusilanimidad, por conveniencia e interés, o por responder a la condición de esbirro (aquel que considera inamovible un estado de cosas al que hay que plegarse), han decido mirar hacia otro lado y callar. Hay una ley visible, pero también una ley invisible, que es aún más poderosa, extendida, propagada, como una infección (que va descubriendo Spicacci, como quien estira la cuerda que sale de un lodazal y se va encontrando con una sumergida ciudad de golems).

En la espléndida El arte de apañarse (1955), Zampa nos relatará el trayecto de vida del camaleón que carece de ideas propias pero que sabe sacar ventaja de cualquier circunstancia, la quintaesencia del arribista, Sasa (Alberto Sordi), que se adaptaba al régimen que estuviera en el poder o al que más ventajas le reportara según conveniencias, fuera fascista, comunista, demócrata cristiano, socialista o el que fuese. Una criatura extendida como un virus, como, de algún modo, son todos los de esa ciudad que Spicacci decide procesar, con la rabia de la indignación moral, procesar a toda una ciudad, cómplice de una ley no escrita que propicia la alianza de míseros intereses y el empeño de las vidas y, en concreto, de la integridad (el autor de la canción u orquestador del crimen, Navone, interpretado por Eduardo Cianelli, rige una casa de empeños). En algún momento, cuando es testigo de cómo afecta a su familia, esposa y dos hijos, la situación, vacila si proseguir, pero no supedita la búsqueda de la justicia a su conveniencia personal. Quizá en la realidad abunden más personajes como Sasa, y no haya muchos personajes como Spicacci, y menos en posición de poder y con capacidad de maniobra pero su presencia en una pantalla resulta todo un revulsivo ejemplar. Todos deberíamos llamarnos Spicacci.

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