miércoles, 29 de marzo de 2023

Nadie vive para siempre

 

En Nadie vive para siempre (Nobody lives forever, 1946), de Jean Negulesco, Blake al volver de la guerra se siente estafado, porque la mujer que ama, Toni (Faye Emerson), para su sorpresa, ahora está con otro hombre ( y además, su dinero, que creía invertido, se ha volatilizado, supuestamente, en un club con el que ella fracasó; en suma, ella trabaja en otro club, y está con otro hombre). Irónicamente, la dedicación civil de Blake era la de estafar, la de vender la luna, como su amigo y antiguo compinche, Pop (el gran Walter Brennan), saca algún dinero con un telescopio con el reclamo de que se puede contemplar la luna (para así, si se despistan, sustraerles la cartera). Por mediación de Pop, a Blake le proponen entrar en un negocio, invirtiendo el poco dinero que tiene. La idea es de Doc (magnífico George Colouris), un delincuente de poca monta pero de elevadas miras, que vivió tiempos mejores cinco años atrás, al que le sobran humos, como, ciertamente, a Blake no le sobra cierta arrogancia con la que mira a otros por encima del hombro, como le reprocha a sus espaldas, en la secuencia inicial un soldado con el que sirvió durante catorce meses en la guerra; Blake se desplaza por el mundo cual príncipe; tiene hasta fiel siervo, su amigo Al (Oliver Tobias). La diferencia entre Blake y Doc, es que al primero le define la templanza, la firme distancia que interpone, mientras que Doc parece en permanente estado de tensión o ebullición (parece que salpica agua hirviendo). El propósito de la estafa es sacarle los cuartos a una joven viuda millonaria, Gladys (Geraldine Fitzgerald), para lo que Blake desplegará sus encantos de seducción (hasta conseguir que invierta en un falso negocio). Pero el hombre que se sintió estafado en el amor se encontrará, en pleno ejercicio de una estafa, o engaño, con el amor. Tras la decepción, puede dominar el despecho, escudarte en la distancia que te hace sentir ya invulnerable, y resarcirte aprovechándote de la vulnerabilidad de los demás, pero si hay algo que hace perder pie es recobrar de nuevo la ilusión cuando menos lo esperas, como si te encontraras, súbitamente, contigo tiempo atrás.

Hay una extraordinaria secuencia que se convierte en un elocuente umbral, en la que, también gracias a la magnífica prestación de Garfield, se hace sentir cómo algo se remueve en el interior de Blake, como si perdiera pie, y a la par como si recobrara la visión. Se percibe cómo algo está calando en su interior, algo real que no tiene que ver con tantas imposturas y estafas de vida. Es una secuencia que evoca a aquella en la esplendida Si no amaneciera, 1941, de Mitchell Leisen, en México, en la que el personaje de Boyer se va dando cuenta de que se está enamorando de la mujer, que encarnaba Olivia de Havilland, a la que estaba engañando (de la que, en principio, se aprovechaba, engañándola, ya que se había casado con ella para lograr poder cruzar la frontera a Estados Unidos). Es una secuencia que tiene lugar en una iglesia del siglo XVI (de San Juan Capisto) que visitan Blake y Gladys: A Blake le evoca aquellas iglesias derruidas que contempló en Italia durante la guerra; le evoca lo real, las heridas, el paso del tiempo, nada de castillos en el aire mientras te mueves en las superficies de la vida. Le hace sentir que nadie vive eternamente, que hay que aprovechar cada momento de la vida, porque, como dice Doc, un día despiertas y te das cuenta de que ya eres anciano (es magnífico de qué manera sutil dibuja a este personaje como lo que puede ser Blake dentro de treinta años, o cómo Pop ve en Blake reflejada la oportunidad, desaprovechada entonces, de tomar otro rumbo con su vida). Y aunque Blake sienta la tentación de desaparecer del escenario que ha creado, cuando siente que no puede proseguir con el engaño (porque no puede estafar a quien ama), es demasiado fuerte ese amor como para dejarlo pasar, incluso con el sacrificio.

Nadie vive eternamente , una hermosa combinación de melodrama y film noir ( un melo noir), es otra muestra de la fructífera década de los 40 en la carrera de Jean Negulesco, que deparó títulos tan estimulantes y sugerentes como La máscara de Dimitrios (1944), Tres extraños (1946), El parador del camino (1948), y sobre todo la magistral De amor también se muere (1945). W.R Burnett, que adapta su propia novela, escrita tres años antes (I wasn´t born yesterday), aunque fuera inicialmente un proyecto encargado por la Warner en 1941, para que fuera interpretado por Humphrey Bogart y Ann Sheridan (que al no rodarse en el tiempo establecido en el contrato determinó que Burnett se quedara con los derechos y convirtiera el proyecto en novela, cuyos derechos vendería a la Warner otra vez) traza, de nuevo, un matizado personaje que fluctúa, en un sutil proceso de transformación, entre dos mundos, o dos opciones de vida, como el protagonista de El último refugio (1941), de Raoul Walsh, y realiza una sugerente descripción del ambiente de la delincuencia, como hará en La jungla de asfalto (1950), de John Huston, con esos garitos mugrientos, oscuros, que contrastan con los luminosos espacios del hotel donde Blake se va encontrando a sí mismo porque va encontrando el amor. Como magnífico es el decorado de un apartado puerto, entre brumas, en la estupenda secuencia final (las brumas que obstaculizan que el amor zarpe), el espacio donde todo se dirime, tras que se haya desvelado el papel de cada uno, o quién es cada cual, y qué siente realmente. Hay una vibrante naturalidad en la relación que se gesta entre Blake y Gladys, poco convencional, gracias a la prestación del gran Garfield y de una estupenda actriz, que irradia cautivadora luz con este personaje (la luz que transforma a Blake), Geraldine Fitzgerald, que no encontró su lugar en Hollywood porque chocó en repetidas ocasiones con los jerifaltes; en principio, ella iba a interpretar a la protagonista de El halcón maltés (1941), de John Huston, pero lo imposibilitaron sus diferencias con Jack Warner. Es bellísimo el momento en que ambos sellan su amor, tras que ella sepa quién es y él decida no huir (desaparecer). Ambos están dispuestos a combatir las brumas que se interpongan en la singladura de su amor.

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