lunes, 6 de febrero de 2023

Flores de equinoccio

 

 La vida está enmarañada con las contradicciones. Se puede considerar reflejo de nuestras inconsistencias, o servir de justificación, con encogimiento de hombros, para nuestras inconsecuentes o caprichosas acciones y decisiones. Hirayama (Shin Saburi) se agarra como un clavo ardiendo a la segunda opción, durante buena parte de la narración de Flores de equinoccio (Higanbana, 1958), de Yasujiro Ozu, hasta que tiene que asumir que su actitud no tiene que ver con las inexorabilidades de la naturaleza humana, como si fuera un caudal de agua que no se puede contener, sino con una obcecación subjetiva que no es sino reflejo de un enrevesado orgullo. En la raíz de sus reacciones y decisiones no alienta lo razonable sino la enfurruñada imposición de una voluntad que no ha sido complacida. La narración de Ozu fluye plácidamente durante sus primeros pasajes entre meandros, como si se deslizara en un paseo sin aparente dirección, hasta que surge el escollo que hace agitar las aguas. Setsuko (Ineko Arima), la hija de Hirayama, tiene intención de casarse aunque su padre no proporcione el beneplácito. Esa decisión supone un acto de demolición, casi de agresión, para Hirayama. Por un lado, Hirayama, empresario, actuaba de intermediario para concertar matrimonios, o en conflictos paterno filiales, como la petición de su amigo Mikami (Chishu Ryu) de que hable con su hija, Fumiko (Yoshiko Kuga), la cual hace dos meses abandonó el hogar porque no quería plegarse a los planes de su padre de concertarle un matrimonio, ya que además amaba a otro hombre. Las hijas se sublevan contra los padres, contra un poder instituido, contra una tradición de cariz feudal, contra un diseño de vida que no tiene en consideración los sentimientos sino los atributos convenientes del cónyuge; no importan los afectos, sino el cálculo, la imagen.

En segundo lugar a Hirayama le molesta que se haya enterado de ese propósito de matrimonio a través de quien quiere casarse con su hija, quien se ha dirigido a él en su despacho para pedirle su permiso, sin que su hija le haya antes comentado nada. No sólo la hija no se amolda a lo que él le diseña, o intenta predeterminar, sino que se encuentra con un plan ya establecido sin haber sabido de sus pasos previos. Por tanto, su negativa a ese matrimonio no es más que la reacción del despechado, de quien siente ultrajado su orgullo. Aunque, irónicamente, y es donde las contradicciones empezarán a evidenciarse como la inflamación de una ampolla que urgirá pinchar para sacar su liquido emponzoñado, con otras chicas su opinión o perspectiva se refleja distinta, o más flexible. Por un lado, Yukiko, una amiga de Setsuko urde una situación en la que simula que le pide consejo porque no quiere plegarse a los designios de su madre, ante lo que Hirayama opina que se desentienda de esos intentos de imposición. Respuesta que Yukiko considera que implica que sí proporciona su bendición al matrimonio de su hija Setsuko. A no ser que Hirayama aplicara doble rasero. Por otro lado, lo reflejos de situaciones paralelas, como la relación entre Mikami y su hija Fumiko (que trabaja en un bar) le hacen ver desde otro ángulo, desde el equivalente a su hija, su propio conflicto, lo que propiciará, aunque le cueste, minar una empecinada cabezonería que incluso le había determinado a no asistir a la boda de su hija. En ese espacio, el bar, también quedan manifiestos otros raseros expuesto con mordaz ironía, a través del empleado que acompaña en la primera visita a Hirayama, y que intenta disimular ante su jefe que es cliente habitual, hasta que le sorprenda cuando realice días después una nueva visita a Fumiko. Se evidencia el desequilibrado rasero para hombres y mujeres en la cultura japonesa: La permisividad para las hombres, con espacios compartimentados, mientras para las mujeres se acota su capacidad de maniobra, como amas de casa a las que encima se arregla y diseña su vida con los matrimonios concertados.

Precisamente, en la secuencia inicial, Hirayami, en su brindis había deseado que predominara el amor en la pareja, remarcando, como contraste, cómo su propio matrimonio había sido concertado, no por amor. Aunque sea su opinión, el rol le supera cuando la circunstancia le toca vivirla en su carne con su propia hija, aunque sus consejos con otras chicas sean que no plieguen su voluntad a la de sus padres. Contradicciones, marañas de la vida. En las películas de Ozu, los trenes son figuras recurrentes, reflejos de nuestra condición de pasajeros. Durante la narración se repiten los encuadres en el que figuras se perfilan al fondo entre dos hileras, como las que conforman el pasillo de un tren. La consecución de la armonía implica desprenderse del peso del ego, como si superaras la angostura de un túnel. En la conclusión, Hirayami decide viajar a la ciudad donde ahora vive su hija con su esposo. Es la culminación de un viaje que superó la estación del inmovilismo. En el trayecto, recita La cereza está bien donde hojas verdes prosperan, crepúsculos de vez en cuando gastados allí. Un episodio bajo el resentimiento, la última parte de la vida.

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