lunes, 14 de noviembre de 2022

El hijo (Muñeca infinita), de Gina Berriault

 

El hijo (Muñeca infinita), de la escritora estadounidense Gina Berriault (1926-1999), desentraña cómo ese fenómeno llamado enamoramiento puede no acontecer por una conexión, o sintonización, sino por necesidad o proyeccion. Se puede fraguar en la propia mente más que en lo que se genera en la relación. Si lo real es relacional, como decía Hegel, quizá, en muchas ocasiones, el amor no es sino una fantasía, una proyección escénica. Somos actores en una función en la que asumimos unos roles, una dinámica, una atracción. Pero quizá sea una mera apariencia de orden que disimula un caos subyacente. Esta magnífica novela comienza con un abandono y prosigue con una muerte. En ambos casos, actores. El primero, de hecho, aspira a ser actor. Deja embarazada a la protagonista, y pronto la abandona. Es un paso fugaz por su vida. Ella conoce a otro hombre y decide que debe formalizar una relación con visos de duración y estabilidad. Fundamenta esa decisión en el hecho de que él está enamorado de ella. Eso parece certificar una preocupación por su parte, y por lo tanto que no la abandone, aunque implique encajar en la ecuación que él sea posesivo y celoso, pero en la desorientación de nuestra concepción instituida del amor esa caracteristica se sigue asociando con el amor cuando más bien revela nuestras inconsistencias o torpezas amatorias. Por eso, la protagonista se encontrará con un escenario, no con una relación sustancial sustentada en una conexión o sintonización. Se establece de acuerdo a unas condiciones escénicas. Era como estar representando el papel de una mujer que ha provocado que le suceda algo importante, y estaba convencido de su marido también actuaba, representando el papel de joven marido que se abre camino hacia la prominencia y la prosperidad, feliz de pasar las veladas en casa y orgulloso de ser el padre de un niño de otro hombre.

En cierto momento de tu vida, cuando comienzas a mirarte, con más frecuencia, desde fuera, y tomas consciencia de que, de modo inconsciente o reflejo, actúas como un personaje que se ha acomodado a un determinado escenario, te percatas que quizá tus actos y decisiones están condicionados, de modo notorio, por lo que otros necesitan o demandan. Esa consciencia determina que tu relación con la realidad se suspenda sobre cimientos más fragiles. Resulta difícil asumir la transitoriedad de la vida, que esté definida por los abandonos y por las pérdidas, o que las relaciones sean fugaces encuentros. Por eso, la necesidad de un centro puede suscitar enajenamientos. Quieres amar por lo que intentas incluso convencerte de que quien no es sino otra figura más con la que mantienes una relación pasajera es el depositario de tu fantasía de un amor excepcional. Puesto que temía empezar con otros amantes temporales cayó rendida ante él para transformarlo en su último amor. La necesidad de amar puede derivar en esos autoengaños. La protagonista, al confrontarse con un flujo de relaciones definido por la provisionalidad y la diversidad encuentra en el amor de su hijo ese centro sustiturio, el depósito de lo que considera la única certeza. Si ahora, ya al final de su relación, dudaba si había amado, si la vida se le pasaba en buscar y agradar al hombre de turno, si la vida se le pasaba en la necesidad de que alguien la necesitara, entonces ¿ el amor no era más que una desesperación disfrazada de amor? Entonces ¿ el amor de su hijo era el único libre de engaño? (…) Él era la persona a partir de la cual se planteaba la realidad; era perdurable y constante.

La protagonista comenzará a preguntarse si realmente ama a aquellos con los que establece una relación, por qué realmente está con ellos, cuál es realmente el vínculo, la conexión. Si es por estar con alguien, si es por la necesidad de sentirse amada o de amar, o de sentir que alguien se preocupa por ella. Como también se preguntará si en ocasiones siente reticencias con algún hombre porque siente miedo de implicarse en una relación. Es como si la realidad fuera un aparcamiento en el que no reconociera cuál es su vehículo. Y como si viviera en una realidad que solo se genera en su mente. Las mismas mujeres alrededor parecen vivir entre reflejos de espejos, entre ilusiones que les devuelvan la imagen que necesitan. La guerra no les preocupaba en absoluto; toda su ansiedad iba a parar al reflejo de largos espejos del probador, a ver si envejecían como reinas – como si la edad fuera una acumulación de poder – o con dulzura, aplacando lo inevitable, o bien con represalias, como si todos los demás les estuvieran estafando un poco de vida. Entre todas esas mujeres maduras se sentía una criatura aparte, única en su especie, que nunca envejecería y nunca moriría. En esa maraña de reflejos, de necesidades y desesperación por sentir que no se alcanza lo real sino que siempre parece quedar suspendida entre reflejos provisionales, el mismo amor de su hijo, por un momento, se confunde con ese amor anhelado. La necesidad puede proyectar el escenario deseado en cualquier cuerpo, las mismas certezas se diluyen porque todo se fragua en la mente, y en ocasiones las necesidades son tan imperativas que orquestan la realidad acorde a ese escenario que se anhela materializar, y los personajes pueden ser cualquiera, aunque pueda ser un actor que cumple unos roles en escenarios que parecen disimiles, como hijo y amante. Es como un cortocircuito que confronta con la asunción de que casi podría ser cualquier hombre que proporcionara la ilusión de que no está sola y de que es aceptada por alguien aunque sepa que nadie será capaz de saber cómo es y siente realmente ella, ya que son meros actores en una función definida por la superficie de las inercias y los posibles consensos. Su vida entera se estaba reduciendo a lo que fraguaba su mente. Su curiosidad lo perdonaba todo porque todo alimentaba su curiosidad. Y sin resistencia alguna, seguía allí tendida, debajo de él, devolviéndole los besos, aceptando su ignorancia sobre ella como si fuera una indulgente sabiduría.

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