miércoles, 5 de octubre de 2022

The game

 

Una marioneta sin rostro, como una figura humana, piezas de un puzzle oscilando en el espacio, son las figuras o símbolos que acompañan los títulos de crédito de The game (1997), de David Fincher. Las primeras imágenes tienen un aire fantasmal, imágenes de una celebración familiar, grabadas por una cámara de super 8; un montaje entrecortado, de película ya gastada; una celebración en una mansión; la sombra de una figura encaramada en el tejado; el rostro de un niño. Elipsis: El niño se ha convertido en un hombre, Nicholas Van Orton (Michael Douglas). Fincher ya nos ha introducido en la atmósfera de la película, desestabilizada, una realidad que es fácilmente manipulable, y cuyas piezas pueden ser más huidizas de lo que parecen. La realidad es un espacio frágil, incierto y relativo, y en donde lo ficticio y lo real están separados por tabiques muy leves. Y la realidad es enigmática, como una esfinge; lo que los rostros ocultan, sus miedos y fantasmas ¿Quién era aquella fígura en el tejado?. Pero también, y sobre todo, ¿Quién es Nicholas? Y de modo más específico, ¿Cómo se siente el Nicholas que va a cumplir 48 años?. Fincher nos presenta con sintéticos rasgos a Nicholas. Vive solo en su mansión, la más grande de su calle (como él remarcará), separada del resto del mundo exterior por una verja; realiza, al despertarse, sus gestos mecánicamente, como el ritual de cada día; es pulcro (se levanta la corbata que apoya en su hombro mientras bebe el café del desayuno); aún conserva en lugar prominente las fotografías de su ex esposa e hija; es un poderoso magnate que no muestra mucha consideración y piedad con sus empleados o socios; desprecia la vida social (como dice, una de las ventajas de su posición es que le permite despreciarlas). Y es su cumpleaños, pero de modo más determinante para esclarecer cómo se siente, cumple la la edad que tenía su padre cuando se suicidó, aquella figura en el tejado. Esa es la fisura de inestabilidad que amenaza una vida definida por el control.

Nicholas es uno de los titiriteros de nuestro tiempo, aquel que decide, cual emperador romano, quien puede gozar de privilegios o ahogarse en la ruina; los demás no son más que meras figuras del escenario de un negocio, instrumentos. Y aunque Nicholas está separado de su esposa, se percibe que está molesto porque ella le llame casi finalizado el día; tiene su orgullo susceptible sin duda, y no recibe con buena cara la noticia de que espere un hijo con su nuevo marido. Sin duda, su esposa, por los sentimientos que aún siente (o quizá por ser abandonado), es otra fisura en su cuadriculada vida definida por el control. Su inestabilidad, su miedo a la muerte, al hecho de que a él le pueda pasar lo mismo que a su padre (¿por qué lo hizo alguien que disponía de todos los lujos materiales?), se palpan en el ingrávido tono, de duermevela, que va creando Fincher. Nicholas es como el Mr Scrooge de nuestros días, y vive una vida paralizada como si su realidad fuera un mausoleo en donde se empiezan a apreciar fisuras en sus paredes. No sólo se pueden rastrear ecos de la obra de Dickens, sino también de La huella (1972) de Joseph L. Manckiewicz, y, por supuesto, de Alicia a través del espejo, de Lewis Carroll. Nicholas cruzará ese espejo, donde se invertirá su realidad, cuando su hermano Conrad ( Sean Penn) le ofrezca un regalo, ser participe de un juego del que desconocerá su naturaleza como no sabrá cuáles serán las reglas. Supondrá un escenario de fantasía que no podrá controlar ya que ignora qué es lo que le deparará, será pura incertidumbre. Un escenario de su fantasía injertado en su realidad que así se verá transfigurada ¿Qué mejor regalo o prueba para alguien que siente que domina el mundo que pasar de titiritero a marioneta?.

En principio el guion de John Brancato y Michael Ferris estaba previsto que fuera dirigido, en 1993, por Jonathan Mostow e interpretado por Kyle McLachlan y Bridget Fonda. Pero en 1992 el proyecto pasó de la Metro Goldwyn Mayer a Polygram. El productor David Golin le ofreció el proyecto a David Fincher quien, junto a Andrew Kevin Walker, guionista de Seven (1995), trabajó seis semanas en el guion, cambiando su tono y dotando a Nicholas de un carácter más cínico. Pero, por cuestiones de financiación, no se rodaría sino después de Seven. The game no suscitó en el momento de su estreno muchos entusiasmos, en particular porque no se encajó cómo funcionaba el verosímil. No hay manifiestas separaciones de realidad con sueño o espacio mental, como en la posterior El club de la lucha (1999). Es una apuesta más arriesgada, por cuanto más desconcertante (en espacial, al revelarse que todo ha sido una escenificación, o una puesta en escena: esto es, ¿cómo una urdimbre puede sortear cualquier imprevisto del azar?). Como en La habitación del pánico, los hechos insólitos se corresponden con una circunstancia emocional, sea un miedo o un despecho en relación a una realidad, o unas relaciones emocionales que frustran porque se ha sido abandonado. La mente que no acepta la realidad que no se controla puede generar monstruos. Nicholas se decidirá a acudir a la empresa que organiza el juego tras mantener la conversación telefónica con su esposa, quien le llama para felicitarle, para su susceptible visible contrariedad, a última hora del día (como si fuera poco o nada para ella). Su vida se define por el vacío y la frustración o despecho. Pero The game fuerza de tal modo la cuerda de lo insólito, de los acontecimientos extraordinarios, que suscitó los reparos de quien no encaja ciertos acontecimientos en el molde que denomina realidad (en cuanto posible), cuando precisamente la mayor virtud de esta magistral obra reside en cómo materializa Fincher la incertidumbre y la desestabilización en la narración, un transito fantástico donde la realidad se altera en la percepción, y en la forma de habitarla, como si ya nada fuera seguro. Por eso, es una obra que se interna en la abstracción sin desmarcarse de los parámetros de la representación de la realidad. Desafía los límites del verosímil como hizo Alfred Hitchcock, en particular en Con la muerte en los talones (1959). Es una narración fundamentada en la atmósfera y la tonalidad (potenciada por los ingrávidos acordes, en los que resalta el piano, de la excepcional banda sonora de Howard Shore), pero su construcción se trama sobre una lección ética. La puesta en escena que se realiza, para desestabilizar la realidad o vida de Nicholas, sortea los más mínimos imprevistos, pero su condición de inverosímil, en ciertos tramos, como la conclusión, funciona como ironía, precisamente, de la compulsión de control escénico sobre la realidad de Nicholas. Como en La habitación del pánico texto y subtexto difuminan sus fronteras, aunque curiosamente en ambos casos no fuera percibido, ni valorado, su complejo y mordaz subtexto, una de las radiografías más certeras sobre la sociedad de nuestro tiempo, o de sus actores sociales y económicos, con respecto a los cuales el control (y su reverso el despecho o la susceptibilidad) es una de las características definitorias. The game radiografía de modo impecable e implacable al prototipo de empresario de esta dictadura corporativista que vivimos (o padecemos).

Elocuente es que el primer eslabón en esta incursión en el otro lado del espejo, tras aparentemente ser rechazado por la empresa como participante en el juego, sea encontrando un payaso tirado en la entrada de su casa ( la irreverencia se conjuga con su miedo, ya que su padre se precipitó desde el tejado a ese suelo); es la irrupción de lo extraño, el signo que no se sabe descifrar. En la modélica secuencia posterior, un escenario mediático, el monitor de televisión, es el contacto con esa otra realidad (se relacionará con la realidad ya de otro modo; la vida se presentará como una representación); un espacio de representación es el umbral, ya que el presentador, del programa sobre economía, comienza a dirigirse personalmente a él, indicándole que ya está en el juego; en otro juego, no en el de la economía, ese que hasta ahora ha dominado (su mundo se ve suplantado, dominado con otras reglas que no rige; una ficción que él no controla). Precisamente, la cámara desde la que le ve a Nicholas está en el ojo del payaso. La distorsión de su miedo es la que le precipita en la pesadilla; Fincher conjuga urdimbre externa (la empresa) con proyección interna emocional (los miedos de Nicholas), ecuación que mantendrá en La habitación del pánico (intrusión de ladrones y despecho por el abandono de su marido). Tras atravesar ese umbral en el que un monitor de televisión ejerce del agujero que atraviesa Alicia, y un muñeco de payaso de conejo blanco, la realidad ya no será percibida del mismo modo. Cuando Nicholas camina por los pasillos del aeropuerto, mirando a su alrededor, cualquier figura adquiere la condición de posible, ya que cualquier puede ser parte de ese juego. Empieza a mirar alrededor, saliendo de su ensimismamiento sin darse cuenta, y enfrentándose a una realidad donde todo es incierto (hasta ahora no miraba alrededor, ahora cualquier otro puede ser una figura incierta). La realidad es críptica y enigmática, no sabe dónde apreciará un signo que le oriente, para que sepa que está en el juego o no; cualquiera puede ser una pieza del puzzle (o no serlo), cualquier situación es factible de ser parte de la escenificación o juego (el escenario no lo domina). Y no sabe cuál es la trama de ese puzzle, como ya tampoco el de la misma realidad, qué es real y qué es parte de una ficción, quién conspira o no. El mismo espacio de su hogar se ve alterado, convertido en un espacio de sombras, trastocado por diversidad de graffitis y luces distorsionadas, mientras suena la canción White rabbit (Conejo blanco) de Jefferson Airplane, canción que conecta de modo manifiesto con Alicia a través del espejo. Su realidad es ya el otro lado del espejo.

En su periplo u odisea su realidad se verá continuamente alterada; en la prodigiosa secuencia de sus pruebas al apuntarse en la empresa que dirigirá el juego, se puede apreciar cómo las cartulinas con dibujos que le enseñan, para que diga la palabra que le suscita, son antecedentes de lo que le va a ocurrir (una mujer, la caída del coche...). Hay otro momento turbador y premonitorio de lo que le sucederá, aquel en el que mira un torbellino de imágenes, en una sala de proyección, ante las que debe responder tocando un botón señalando cuál le repele, pero aquello parece inacabable. Sólo se aprecia la cegadora luz del proyector, mientras Nicholas, indefenso, pregunta cuándo termina ( no sólo es que él ya no domine la proyección, cual titiritero, es que no sabe quién controla ahora la proyección, es un indefinido haz de luz, por eso más desestabilizador). Ya es la marioneta. Se internará en ese otro mundo de acontecimientos desconcertantes con una mujer, Catherine (Deborah Kara Unger), una camarera, a la que acaban de despedir por un incidente relacionado con Nicholas. Se interna en la noche, donde todo parece trastocado, como si fuera despedido de la realidad, y tras ser testigo de una acción (un despido) que él ha realizado habitualmente sin remordimientos. Los primeros extraños acontecimientos ocurren en la noche, donde la realidad pierde sus contornos, y en interiores de edificios, incluidos ascensores, o callejones estrechos rebosantes de basuras, como si desplazara en un laberinto en el que los signos de su decorado habitual hubieran sido suprimidos, ya meramente vacío y desperdicio.

A lo largo de la narración se manchará su camisa con la tinta de un bolígrafo, perderá un zapato, caerá sobre un contenedor de basura, o se precipitará en el río como pasajero de un coche (como ya ha dejado de conducir la realidad). Y ya de remate despertará en un féretro en un sórdido cementerio mejicano. Ya es un completo desposeído, como cualquiera de aquellos que alguien como él considera lo más bajo de la sociedad, un emigrante que cruza la frontera al pais de la opulencia. No es casualidad, otro toque Carrolliano (recordemos el reloj que llegaba el conejo blanco que ve Alicia y que es la prisa hecha animal), que lo único que aún conserve sea el reloj, y es lo que le dará la oportunidad de volver a su mundo (en cuyo tránsito llega incluso a solicitar limosna en un bar de carretera). Ha vivido un transito de ser Alguien, o sentirse Todo, a ser nadie, y por un instante sentirse nada (de hecho, tras salir del féretro se suceden tres planos generales en los que su figura es casi imperceptible en el espacio; es una figura minimizada). Su mismo peinado cambiará, como si la modificación física reflejará su modificación íntima. Como tampoco es casual que descubra la ficción que se ha tejido, y que ha jugado con él, cuando por fin, se muestre humilde, y reconozca ante su ex esposa que él era el responsable de que no funcionara su relación (como que el detalle en cuestión sobre la ficción de la que ha sido víctima lo advierta en otro monitor de televisión; el ciclo se cierra, la ficción se desvela, en paralelo a, o precisamente por, la asunción de amarga vida de ficción que él habitaba en su mundo apartado y aislado en las alturas con verja). Ya sintiéndose nada, y por lo tanto humilde, puede descifrar las ficciones sobre las que se teje la realidad, o esta sociedad de la opulencia, donde lo económico y la posición son sus principales valores. También resulta detalle mordaz que el escenario en que interpele a quien le entrevistó en la empresa y que ahora sabe que era un actor sea un zoo. La realidad era para él como un zoo que él regía y en el que los demás ocupaban la jaula que les asignaba. Habitaba una ficción de la que se sentía demiurgo. Pero su reacción, al saber el engaño, aún es la de la furia con residuos de su arrogancia pretérita; será necesaria una caída literal, que sea voluntaria, al creer que ha infligido daño a su hermano (al que cree que ha matado). Tras esa caída voluntaria que es asunción de su condición de ser que se había dedicado a infligir daño se preocupará de querer saber quiénes son los otros; dejaron de ser cosas para convertirse en individuos singulares con sus propias emociones. O así comenzará a percibirlos. Por eso, en la última secuencia pregunta a Christine de dónde es y cómo se llama realmente. Y elocuente es que se llame Claire. Tras el trance vivido Nicholas comienza a ver con claridad la realidad. Precisamente, antes de que Nicholas aceptara ser parte del juego, un supuesto jugador previo (realmente un gancho cuyo propósito era que se decidiera a aceptarlo) a su pregunta de en qué consistía el juego le había respondido con una cita de San Juan: Antes era ciego y ahora puedo ver. Era ciego en cuanto se estaba convirtiendo cada vez más en un cretino, como le señala su hermano como justificación del por qué del juego o del trance que le había hecho pasar. Al final de su trayecto, que implica una caída (en correspondencia con la caída de su padre pero, en sentido figurado, con el descenso alquímico) Nicholas ha aprendido a mirar y discernir (en vez de meramente proyectar y, por tanto, querer que la realidad fuera como quería que fuera).

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