miércoles, 19 de octubre de 2022

A las nueve de cada noche

 

En la escueta filmografía de Jack Clayton, compuesta por siete largometrajes, una producción televisiva y un cortometraje, destaca la figura de los niños. En ¡Suspense! (The innocents, 1961), son más bien pantalla, a través de los cuáles se dirimen los turbulentos fantasmas emocionales de la institutriz protagonista. En El carnaval de las tinieblas (Something wicked this way comes, 1983), es la figura central proyectora. Es la figura de su padre, o su forma de mirarle, la que se dirime en un forcejeo de reflejos, también turbulentos (la secuencia final se dirime en una sala de espejos de una feria que no deja de ser una proyección siniestra de su desencuentro con su padre: la devaluación de su figura viril en una figura falible; la no asunción de su vulnerabilidad y fragilidades). En A las nueve de la noche (Our mother's house, 1967), adaptación de una novela de Julian Gloag, son los protagonistas, expuestos a una intemperie que forcejea entre un modelo irremisiblemente ausente, su madre muerta, y un modelo que irrumpe para poseer, dominar, deteriorar y anular un espacio, la figura del padre ausente que reaparece, Charlie (extraordinario Dirk Bogarde, en un papel que no se ofreció a Richard Burton, como se pensó en principio, porque encarecería demasiado el presupuesto).

Para Charlie, el hogar y los mismos hijos se convierten en otra pantalla en la que dirimir una contienda suspendida, o interrumpida, el desencuentro en un matrimonio que determinó su huida. El resentimiento se evidencia en comentarios despectivos hacia la madre en concreto, o la mujer en general, a las que califica de volubles cuando menos, por cuanto de un día a otro pueden negar lo que antes afirmaban. No es un fantasma, por cuanto no es figura sobrenatural, pero irrumpe cual aparición en la realidad estructurada de los niños, y realiza una progresiva acción de posesión y apropiación de ese espacio. Hasta su aparición, era la casa de nuestra madre, como refleja el mismo título original (Our mother's house), y en ese posesivo ya se anuncia el territorio de combate con la figura intrusa paterna. Son siete hijos, una familia numerosa como la de la obra previa, Siempre estoy sola (The pumpkin eater, 1964), protagonizada por una mujer pródiga en hijos, pero aislada, escindida, desubicada, como un nervio seccionado, ajena al mundo, o en desencuentro en su relación con su entorno y los demás, como también en cierta medida la institutriz protagonista de ¡Suspense!, en conflicto con las inhibiciones de su deseo. Tras la muerte de su madre, los siete hijos deciden no compartirlo con nadie, con la sociedad, y optan por aislarse, por crear su propio mundo, su propia sociedad, en la que la figura de la madre sigue siendo el referente, ahora convertida en entidad trascendente. Con la madre se comunican en sesiones que instituyen y ritualizan la relación religiosa con la realidad y lo inefable: la religión como ilusión de fundación y guía de sentido a través de un fuera de campo, lo inefable, que influye y determina lo visible, la realidad; la religión como ficción o representación; la soledad esencial del ser humano en la oscuridad a la que intenta perfilar con un sentido: la oscuridad que rodea los rituales, a las nueve de cada noche, en los que Diana (Pamela Franklin) actúa como medium en la mecedora que simboliza, como metonimia, la presencia o trascendente ausencia acunadora, reconfortadora, de la figura materna.

Como organización básica establecen distribución de roles y tareas, y también configuración de infracciones y sus correspondientes penalizaciones (en la relación con la realidad se establecen cercos; la consecución de la inmunidad debe prevalecer frente a otras consideraciones; el otro es una potencial amenaza). Los colores y la luz poseen una condición amortiguada, empañada, como un objeto empapado por la lluvia. Incluso, el exterior parece una extensión en la que el mismo tiempo parece haber perdido sus referentes, como el paseo en bote entre figuras antediluvianas que realiza Charlie con sus hijos, con la significativa excepción de Elsa (Margaret Brooks), la hermana mayor, guardiana o representante sustitutiva de la voluntad de su madre, desplazamiento que concluye con la aparición de la lluvia (todo espacio parece encapotado, dominado por cierta pesadumbre). El hogar deslustrado (un posible comprador de la casa señala que su interior es deprimente) se corresponde con el interior de unos adultos que no han logrado configurar armónicamente la realidad. Charlie parece alguien que se está descascarillando, una figura descompuesta. En el prodigioso momento previo a su muerte, su expresión desnuda, de modo obsceno, su desolación y desamparo cuando expresa que la vida es un asco, decepción. Agita la lumbre, tras devastar a sus hijos con la configuración de un destino encapotado en los márgenes de la realidad, un orfanato. Un atizador apaga ese fuego de amargura que buscaba la compensación a su frustración con la apropiación material de lo que correspondía a sus hijos, la herencia de las posesiones de su madre. Los niños eligen su modelo, eligen el modelo muerto, porque el modelo vivo rezuma aún más podredumbre. Aunque sean conscientes de que el modelo que han elegido no les protege de la realidad, optan por la intemperie. Matan al padre, y se internan en la oscuridad.

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