viernes, 15 de julio de 2022

Un lugar donde quedarse

 

Revolutionary road (2008), de Sam Mendes, relataba la fractura de un hogar sostenido sobre unos cimientos falsos, sobre lo no compartido, y sobre la radical divergencia de lo que ambos cónyuges valoraban o consideraban prioritario en la vida, la posición social o los sentimientos verdaderos, la adaptación conveniente (gregaria) o la fidelidad a las propias ilusiones por anómalas que fueran o implicaran marginalidad o exilio, en suma, un desmarque de los códigos de circulación de aspiraciones y modos de conducta o rituales y costumbres del conjunto social. Una relación que se había afianzado sobre la falsificación, por cuanto él había afirmado unas aspiraciones y unos anhelos como el actor que dice la adecuada línea de diálogo que cautive a la mujer que quiere seducir porque le dice lo que ella quiere oir. Un lugar donde quedarse (Away we go, 2009), su siguiente obra, narra la búsqueda del propio hogar por una treintañera pareja que siente la sombra del fracaso en un sucedáneo de hogar que tiene ventanas de cartón (en un momento dado, conversan en una penumbra iluminada por velas porque se les ha ido la corriente). En Revolutionary road, ella se preguntaba qué hacer con su vida, ya que sentía insatisfactorio su modo de vida, por lo que se plantea un cambio de escenario vital como la solución adecuada. Abogaba por un traslado geográfico (a Francia) que también implicaba un cambio de modo de vida (incluso, un replanteamiento de los roles masculinos y femeninos ya que implicaría que de entrada fuera ella la que mantuviera a la familia). Un ansia de ruptura que pondrá en evidencia la ficción de su relación sentimental, la falta de sustancial sintonía, pues él realmente no desea lo que le había dicho tiempo atrás que deseaba. En Un lugar donde quedarse, es manifiesta la sintonía y complicidad entre Burt (John Krasinski) y Verona (Maya Rudolph). Alla vamos es la traducción más precisa del título original Away we go, que se corresponde con los sucesivos viajes de Burt y Verona, embarazada de seis meses, en busca de otro entorno en el que asentarse, tras que los padres de Burt les hayan comunicado que vivirán en Bélgica durante dos años (y si ellos se habían asentado cerca de ellos, en Denver, era para disponer de alguien, sea familiar o amigo, que puedan sentir como apoyo o vínculo tras que nazca su hijo). Su viaje implica la búsqueda de un lugar que sentir como propio.

Tras el contraste con los padres de Burt, Gloria (Catherine O'Hara) y Jerry (Jeff Daniels), otras cinco confrontaciones, en sus sucesivos encuentros en Phoenix, Tucson, Madison, Montreal y Miami, se realizan en este viaje a través de los espejos, que ejercen de contrapunto de sus dilemas, ya no sólo sobre cómo poder ser padres consecuentes, sino sobre su misma madurez. Se pueden plantear conceptuales afiliaciones con Un mundo perfecto (A perfect World, 1993, Clint Eastwood), a través de la coincidencia de unos itinerarios en los que los protagonistas, fuera de lugar, fracasados o estigmatizados, se encontrarán con los espejos de diversas representaciones de relaciones familiares o de forma de habitar el mundo. La conclusión final de ambas coincide en su nihilismo impregnado de doliente melancolía. Hay una ocasional imagen leitmotiv en Un lugar donde quedarse: Ambos, en planos generales, ya sea sentados o sobre la cinta transportadora del aeropuerto, inmóviles cual maniquíes que esperan que les encuentren un lugar donde sentir que encajan. El contraplano es el cristal de esa ventana que, por la textura de su material, propicia un efecto óptico fluctuante que hace que el avión en que viajan asemeje un delfín saltando en un medio acuático. Son dos figuras puestas en movimiento en busca de la imagen con la que conectar, el lugar que habitar. Hacer de la imagen fluctuante raíz. Y la encuentran, al final, ante el río. Ahora ambos sentados, en plano medio, ocupan todo el encuadre. Ya no transmiten esa sensación de estar fuera de lugar sino la serenidad de haber llegado al final del camino que es encontrar el principio.

Ambos, enfrentados a otras parejas, casi siempre están en el mismo plano, lo que pone de manifiesto su unión, su conexión o sintonía. Mendes ya lo define de modo condensado en las primeras secuencias. Sea en el plano largo mantenido en penumbras de la introductoria, en la que él comenta sobre la variación de sabor de su vagina mientras realiza un cunnilingus, insinuando que quizá está embarazada, lo que queda corroborado, tras elipsis, en el siguiente plano, meses después, que encuadra el vientre de Verona. O sea, sobre todo, en la sutil y hermosa secuencia del coche, en la que ella muestra su disconformidad sobre la forma impostada en la que él habla con uno sus clientes de la aseguradora que le llama al móvil. Verona detiene el coche, y sale del mismo para caminar en el arcén mientras él prosigue con su conversación. Mendes mantiene el plano, con ella en primer término, mientras él se acerca a su espalda, acompasándose la duración del plano al acercamiento cariñoso de él, mientras ella cuestiona esa falta de naturalidad. Queda bien definida cómo es su complicidad, de sabor genuino. Como lo es la incapacidad de enojarse de él, circunstancia, o cualidad, sobre la que se realizan diversos gags a lo largo del film, como cuando ella le dice que nunca se han crispado ni discutido, y quizás una real pelea, colérica, podría venir bien para acelerar los latidos del bebé. La descarnada brutalidad de los enfrentamientos de la pareja en Revolutionary road, cuando queda patente su discrepancia, encuentra su polo opuesto en la tierna relación cómplice de Burt y Venora.

Los espacios y los objetos adquieren una condición especular en este trayecto que pauta la confrontación con diferentes formas de habitar la vida (inconsciencia, exclusión, pérdida, sobreprotección, indefensión, abandono). En suma, esos sucesivos encuentros dan cuerpo a los fantasmas de sus temores. El canódromo delata el fundamento competitivo de Lily (Alison Janney) y Lowell (Jim Gaffigan), la pareja de Phoenix, bajo su desquiciamiento resentido por no sentirse aceptados por el entorno. La bañera (parte de una exposición, una ilusión artificial) en la que Grace (Carmen Ejogo), la hermana abraza a Verona, es el contrapunto en una secuencia teñida con una sensación de intemperie vital por la evocación de la pérdida de los padres. Como también ejerce parecida función la cama elástica en la secuencia en la que Burt expresa su desamparo y desconcierto, ante la inmensidad del cielo nocturno, cual niño que debe enfrentarse a su condición de adulto, por no haber hallado un reflejo consistente que certifique una certidumbre exenta de caer en la inconsciencia, la enajenación o la frustración. ¿Hacia dónde impulsarse si todo parece precipitarse por el peso de la gravedad? 


Los planos-contraplanos medios en la conversación con LN (Maggie Gyllenhaal) y Roderick (Josh Hamilton), la sobreprotectora pareja de grotesco discurso místico new age, en Madison, apuntalan una distancia. Se crea un contraste entre ellos de pie, en penumbras, y los otros tumbados en la cama, sobreiluminados por la luz que entra por la ventana, aposentándose una tensa extrañeza que hace sentir que es un hogar viciado por su afectación y cuadriculada actitud esnob. Los suaves travellings laterales son rasgones que acompasan las confidencias de Tom (Chris Messina), padre adoptivo de cuatro hijos, a Burt, sobre su indefensión vital, mientras contempla cómo Munch (Melanie Lynskey), su mujer, que ha sufrido cinco abortos involuntarios, efectúa, en el sombrío escenario, alrededor de la barra, una danza de ralentizada tristeza. Por último, mientras Courtney (Paul Schneider), su hermano, le pregunta, en sombras, cómo, tras ser abandonado por su esposa, podrá reconstruir su vida y educar a una hija sin madre, Burt contempla a Verona cantando a la niña, encuadrada a través del umbral de la puerta semiabierta, el encuadre dentro del encuadre, que se repetirá, con ella, y también ambos, en los planos de la bellísima secuencia final, prodigiosamente modulada al son de la canción Wait de Alexi Murdoch, cuando recorren el hogar encontrado. Quizás sólo se pueda residir en la añoranza. El hogar donde vivió Verona su infancia, en el que su capacidad de crear con la vida estaba representada en aquellos frutos plastificados que colgaron la madre y las hijas en el naranjo estéril para perplejidad de su padre, quien, en un primer momento, pensó que habían crecido naturalmente. Quizás el lugar idóneo sea un lugar apartado. La añoranza se conjuga con el trazo de un horizonte propio. La búsqueda de un hogar es también la búsqueda de un encuadre conciliado. El encuadre final desde el interior del hogar, con la pareja sentada en el porche mirando al río, destila la conciliación con un silencio que es residencia.

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