lunes, 11 de julio de 2022

Retratos de una obsesión

 

Las fotografías, en su manifestación ritual más cotidiana, suelen concebirse como poses en las que prima la sonrisa. Es una imagen que se proyecta. Una imagen que puede ser reflejo de un momento o circunstancia, de cariz radiante, pero también refleja un deseo de cómo querer verse, o qué proyectar de uno mismo (o de una experiencia o circunstancia). Lo real y lo artificioso o ilusorio pueden difuminar sus límites. Por otra parte, la mirada se puede enmarañar en las proyecciones. La esterilizada pantalla donde se transfiere las carencias se puede transfigurar en un agujero negro si la realidad no se ajusta al modelo, a la ilusión del cómo quisiera que fuera, o lo que representa como idea. Algo así sucede al protagonista, Sy (Robin Williams), de la perturbadora Retratos de una obsesión (One hour photo, 2002), de Mark Romanek, quien la consideraba como su primera obra aunque hubiera realizado diecisiete años antes Static (1985). Es una de esas estimulante rarezas que en su momento se estrenó un verano de tapadillo y vendiéndose, además, equívocamente, como un thriller al uso con psicópata de turno, y nada más lejos de la verdad, así como de lo convencional. Es una obra que explora el incómodo territorio intermedio de las sombras de los grises. Añádase el despiste que suscitaba un film de estas características interpretado por un actor asociado a la comedia (como años antes había pasado con Kevin Kline y la también estupenda La tormenta de hielo, de Ang Lee, poco después de su éxito con In & out, de Frank Oz), y tendremos la noción completa de por qué sólo unos pocos repararon en esta singular obra de rigurosos y poco complacientes mimbres. Años después, con su segundo largometraje, Nunca me abandones (2011), Romanek reincidiría en ese contraste entre vidas carentes, sustitutos y modelos de vida, o en el primer episodio de Historias del bucle (2020) en la idea del contraste entre lo que se quería (o soñaba con ) ser y lo que se ha sido, o las contradicciones entre lo que se cuestiona en la infancia y en lo que se incurre cuando se es adulto, a través del encuentro entre el yo infantil (que es hija) y el yo adulto (que es madre).


Sy vive entre tres espacios que conforman su angosto y carente universo. Un espacio público, unos grandes almacenes de colores esterilizados, como un ámbar (aunque blanquecino, como si lo fuera a difuminar en una pantalla blanca) que hubiera fosilizado su vida, en el que trabaja como encargado de los revelados de fotografías. Ese espacio protésico que representa esta era del centro comercial como espacio artificial que ejerce de centro referencial (la vida como expositor, con cómodo y rápido acceso dada la concentración en un mismo espacio). Un segundo espacio que no es otro que su hogar, y en donde por un lado se refleja su carencia de vida social (un espacio privado que es espacio privado de vida propia); es un ser aislado y solitario, que vive a través de las fotografías, en concreto, las de la familia Yorkin, Nina (Connie Nielsen) y Will (Michael Varten), y su hijo Jake (Dylan Smith), cuyas fotos familiares lleva revelando alrededor de una década, sobre todo desde que nació su hijo, y con quienes ya mantiene una cierta relación familiar de hábito (casi diríamos, trámite); él es un accesorio más en su vida. Su hogar es un espacio de proyección y transferencia en el que vive por delegación, como si habitara una imagen artificial. Sy ve la televisión; la cámara realiza una panorámica desde su rostro para encuadrar la pared ocupada casi completamente, cual pantalla, por cientos de fotografías relacionadas con los Yorkin, fotografías cuyas copias ha ido hurtando con el paso del tiempo ( y que al descubrirse determinará su despido). En esas fotografías se ilustran casi todos las vivencias y acontecimientos de esa familia.

Pero mientras para la familia Yorkin, sobre todo para Nancy, que es con quien trata más a menudo, es un entrañable personaje excéntrico, y no mucho más que el que revela sus fotos, para Sy esta familia representa mucho más. Y esto queda más que evidenciado en ese tercer espacio, el espacio íntimo de esa familia. Son su pantalla, aquello que desea que fuera su propia vida, esa vida a la que desearía pertenecer, o de la que desearía formar parte. Son su modelo y ejemplo, su ilusión y paraíso anhelado, el ideal de familia. En particular le fascina Nina (a la que sigue por un supermercado, haciéndose el encontradizo; un acecho que implica querer sentirse parte de ese mundo al que aspira: porta otro ejemplar del libro que sabe que está leyendo Nina para que se fije y así se genere una conversación que sedimente la ilusión de sintonía y afinidad). Pero aunque él aspire a sentirse el tío Sy no es sino el hombre que revela las fotografías. Sy vive en una copia de realidad en la que no es un personaje periférico, o un mero espectador, sino también una figura protagonista, como ese ilusorio tío Sy que quisiera ser. Esa familia representa la pantalla en la que quisiera irrumpir para sentir que habita la vida, y comparte, como parte integrante, ese reflejo ideal de vida. No aparece en ninguna fotografía, pero en la última entrega que revela introduce una foto de sí mismo que se hizo delante de Nina cuando acudió con el rollo fotográfico. Incluso se imagina realizando incursiones en el hogar de esta familia, defecando en su baño, vistiendo el jersey de Will mientras ve la televisión, y siendo saludado por los tres integrantes de la familia cuando vuelven a casa como si su presencia fuera familiar. No es real sino algo que imagina mientras contempla la casa desde la distancia. Ni siquiera Jake acepta su regalo, un juguete que representa a un héroe con una espada, un juguete que Sy sabía que gustaba a Jake (y que su padre no había querido comprarle). Es un extraño. No es el tío Sy.


La imagen idealizada sufrirá la fisura que confrontará con (la sordidez o decepción de) lo real. Casualmente una cliente, Maya (Erin Daniels), trae un carrete de fotos para revelar, y entre sus fotografías Sy descubre que mantiene una relación con el marido, Will. Esto trastoca completamente a Sy. El espacio ideal está corrompido. Afrontar la mentira de su ilusión supone afrentar la inconsistencia y carencias de su propia vida. Pierde el paso, su condición de autómata en vida sufre una avería, no puede seguir llevando su fantasmal vida de inercia (de espectador) como si nada, y aún más agravado por el hecho de que es despedido (y queda fuera del engranaje de ventas de mercancías con imágenes ideales). Ya no es el que revela los hábitos, los rituales o las peculiaridades (las mascotas; los hijos pequeños; los juegos eróticos...). Sy no puede aceptar que su ilusión no sea como él soñaba o proyectaba, pero si no es como debería ser, al menos debe ser revelada su falsedad, por lo que incluye la desveladora foto de Will besándose con Maya entre las que revela de la cámara de foto de Jake, con el propósito de que trastorne la circulación inercial de realidad de Nina (quien literalmente la ve cuando conduce, por lo que detiene el coche, al que sigue expectante Sy con el suyo) y reaccione, echándoselo en cara a Will, y resituando la relación, aun resentida, en un foco verdadero, sin dobleces. Pero para su perplejidad no es así. La secuencia es excelente: Sy observa desde su coche una ventana (pantalla) del domicilio de la familia Yorkin, cómo los tres comen juntos. Nina no plantea nada, actúa como si nada, como si aceptara la doblez en su relación y vida, como si fuera parte del equipaje de avenencias, concesiones, y simulaciones en que se constituyen realmente las relaciones. Pero qué les pasa a esta gente, se dice Sy, furioso y desesperado, ya que no se ajusta a lo que esperaba, o siente que debía serLo que para él representaba la materialización ideal de sus ilusiones se revela representación (escénica o ficcional) en sí misma, por cuanto se sostiene sobre la mentira y las omisiones. Sus ídolos son puras máscaras que asumen su propia mentira. Eso es demasiado para Sy, quien ya, definitivamente, se descontrola, o desquicia, en su papel de aleccionador moral, trasfigurándose en juez y verdugo de las faltas de los falsos ídolos, como si fuera una encarnación tanto del aleccionador Klaatu de Ultimatum a la tierra (1950), de Robert Wise, que amenaza con el castigo si la humanidad persiste en priorizar la destrucción, como de esa figura de juguete que representaba al héroe; él no portará espada sino un largo cuchillo. Su castigo a Will implica una humillación reprobadora a los amantes, en la habitación del hotel donde realizan otro de sus encuentros sexuales, en forma de representación escénica, esto es, una serie de poses con las que recrean, desnudos, el acto sexual, como prueba de su falta. Una forma de degradación que intenta hacerle sentir a Will la degradación, a su severo juicio, de su impostura, ya que ha renegado de un posible paraiso ideal, el cual estaba, a diferencia de para Sy, a su alcance.

La obra se iniciaba en una sala de interrogatorios de una comisaría, donde Sy está detenido. Cuando el detective de policía. Van der Zee (Eric La salle) inicia el interrogatorio, se retrocede en el tiempo y asistimos a la representación de los hechos ocurridos que se narran a través de la mirada o perspectiva implicada de Sy. Proyecciones dentro de una proyección. El relato de una mirada cegada primero por la luz de una proyección que él ha creado, y luego por la abrasadura de su falsedad. Por eso, durante la narración abundan detalles que aluden a su desenfoque o distorsión de percepción: el retrovisor ocultando sus ojos; el cristal de aumento sobre su ojo; Sy mirando el negativo (en correspondencia con quien se ha montado una película en la que la familia representa lo que quisiera que fuera o la apariencia de realidad de la que quisiera ser parte integrante e incluso protagonista). O la abundancia de espejos, en el lugar de trabajo, con la frase que aboga por la sonrisa, en el hotel o en la sala de interrogatorio, la cual se caracteriza por unas blancas paredes que asemejan a un vacío, blancura que también define, como espacio aséptico, el establecimiento comercial donde trabaja (o la cocina de su propio piso). En la secuencia final, Sy se queda sólo ante el espejo (por cuanto su vida es la de mero reflejo) y sus fotografías, pues sus fotografías eran su vida, una vida desenfocada, al fin y al cabo, en sus proyecciones, que al no ajustarse a lo que transfería a ellas, a lo que representaba esa familia para él, determinó que se convirtiera en un bienintencionado aunque desquiciado fanático que no aceptó, inflexible, que su ilusión sufriera de más carencias que su propia vida. Una desilusión, como se revela durante ese interrogatorio final, que había abierto la herida del daño sufrido en su infancia (por un padre que le utilizaba para sus fantasías pornográficas). La pantalla de la ilusión que representaba la familia Yorkin era, en buena medida, un apósito que cubría, o contrarrestaba, una herida no cerrada, la dolorosa decepción de lo real. Por eso, las últimas fotografías que contempla son de objetos o cosas, relacionadas con el baño del hotel. Ya no hay figuras, no hay ideales, sino solo cosas. La realidad ya es su materia ordinaria, los accesorios que la definen. No hay sustancia ni centro. La pantalla es un mero hueco con accesorios.

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