lunes, 27 de junio de 2022

Una vaga sensación de pérdida (Acantilado), de Andrezj Stasiuk

 

Un día, ya no está quien ha sido parte de tu vida durante un periodo de la misma, sea más largo o más corto. Un día ya no está esa presencia que sabías que seguía ahí, le vieras muy ocasionalmente, o fuera una figura en segundo termino cotidiano. La película de la vida sufre, en mayor o menor grado, un sobresalto, como si por un instante el rollo se saliera del proyector. Puede ser una desaparición, cual salida de escena, repentina, o puede ser un desvanecimiento progresivo del que eres impotente y desolado testigo. La muerte es un enigma porque no se sabe qué hay después, por mucho que se especule sobre sus posibles narrativas. En el relato inicial que compone Una vaga sensación de pérdida (Acantilado), el escritor polaco Andrezj Stasiuk (1960), recuerda los relatos de su abuela, cómo combinaban, sin énfasis, los percances más ordinarios con los apuntes sobrenaturales, como si la vida estuviera compuesta tanto de las rutinas, de lo nombrado hasta el desgaste, como de fisuras de incógnitas, brechas de lo incomprensible. La vida es tanto lo que asumimos como evidente como aquello que ignoramos. En cualquier ficción, y la misma vida ordinaria lo es, pueden quedar flecos sueltos, y con respecto a lo posible, y lo que se ignora, como la misma muerte, es una oscuridad (en cuanto espacio y tiempo) preñada de posibilidades (que la especulación genera o explora). Una narración tranquila colmada de datos y de nombres de cosas y personas. La topografía de su pueblo y su zona, una cronología que se extendía entre Navidad, la Asunción y Difuntos. En esta materia parduzca de vez en cuando aparecían las fisuras, los hilos de la trama y la urdimbre se entreabrían y a través de ellos se vislumbraba el más allá, lo sobrenatural, en cualquier caso lo otro. Los relatos sobre lo que no se conoce, más allá de la vida, puede ser una malla que contrarreste el dolor de la pérdida. Por eso, tantas veces el escenario de la muerte se convierte en deseado escenario de reencuentros. Una vaga sensación de pérdida, en cambio, explora esa desolación e impotencia.

Un día, eres testigo de cómo alguien ya no te reconoce. Eran ojos, pero no nos veía. Nos miraba, pero no éramos nosotros. En otro de los relatos se confronta con esa ruptura de eje vital que supone ya no verse en la mirada de quien te conocía. Un derrame cerebral, y ya la mirada de aquel tío no es la que conocías, como tú ya eres un extraño para él. La vida que compartíais desaparece. La realidad ya es otra, porque ya no sois los mismos personajes. Sois otros. Y, por añadidura, quizá te preguntes si realmente os llegasteis a conocer como podríais haber conocido. A muchas relaciones las orillamos en los márgenes de nuestra vida como mero telón de fondo, más o menos presente, según la etapa de la vida, como puede pasar con familiares pero también amistades de específicos periodos o concretas circunstancias. Cinco, seis, siete encuentros en la vida. Luego siempre son demasiado pocos. Luego siempre te das cuenta de que habrían hecho falta más. Puedes sufrir la pérdida de un ser querido que te ha acompañado durante años, y cuando llega ese momento de su desaparición, por envejecimiento o enfermedad, tomas consciencia de que has sido testigo de todo un proceso de deterioro, como puede ser el caso con un perro con el que has convivido desde que era un cachorro. A veces intenta ladrarle a algo. A duras penas se tiene en pie, mira hacia delante con sus ojos invidentes y los ladra a sus pensamientos y a sus desvaríos perrunos, o quizá a su memoria perruna (…) Escribo este texto, a medio camino entre obituario canino y elegía por un animal vivo, porque por primera vez en mi vida me ha sido dado observar durante tanto tiempo, de forma tan sistemática y precisa, cómo un ser vivo se va transformando en un cuerpo cada vez más decrépito para por fin convertirse en cadáver.

O puede ser la enfermedad progresiva que arranca la vida de un amigo que te conecta con un entorno, una ciudad, una forma de vida, todo un legado vital que, a través del filtro de esa muerte singular, se revela en su condición de muerte en vida o embalsamamiento vital. Podría haber sido el sonido de los pasos del proletariado universal si no lo hubieran engañado y traicionado. Como a nuestros padres. Salían de madrugada y volvían cada año más decaídos, más abatidos. Eso nos parecía. Que estaban atrapados en su propia vida como insectos en ámbar. Alrededor todo era traslucido, transparente, pero no podían realizar ningún movimiento. Es testigo de una muerte en desplazamiento en el tiempo, cómo una vida se descompone porque el cuerpo se avería gradualmente, que se intenta contrarrestar con animosas conversaciones en desplazamiento en el espacio, mientras se realiza un viaje, para no mirar de frente el irremisible final. Una inyección de ilusión de movimiento en un callejón que se sabe sin salida. Intentaba hacerle reír. Pero siempre estando de viaje. No fuera a ocurrir que nos halláramos los dos en algún sitio, a ambos extremos de la llamada, sentados, inmóviles, presa de nuestros propios pensamientos, del vacío de nuestras cabezas, de nuestros corazones, del alma, en cuyo fondo acecha lo innombrable. Yo no quería sentir ese miedo (…) Hablaba para que pudiera imaginarse el camino en movimiento, aquel deslizarse del espacio por la piel que tanto nos gustaba y sin el que no sabíamos vivir. Los hermosos relatos que componen Una vaga sensación de pérdida, rebosantes de delicadeza, calidez e ingenio expresivo, nos confrontan con la pérdida, y por tanto con cómo nos relacionamos con la muerte, sea repentina o, sobre todo, progresiva, como es el deterioro, sea por envejecimiento o por enfermedad. Nos interroga sobre si sabemos mirar de frente o preferimos superponer el relato de un reencuentro en un más allá de fantasía que carece, por tanto, de olores, a diferencia de las residencias en las que arrinconamos a los cuerpos deteriorados que ya no son útiles sino lastres o cargas. Únicamente flota en el aire un extraño olor humano-inhumano. O puede que se trate del olor a humanidad, que nos aterra, nos repele y nos persigue, y por eso lo encerramos en esos lugares apartados e invisibles (…) Qué extraña es nuestra civilización. Salva, protege y alarga la vida. Y al mismo tiempo nos deja indefensos ante la muerte. No sabemos comportarnos ante ella.

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