miércoles, 15 de junio de 2022

Buscando al Sr. Goodbar

 

No recuerdo obra, como la magistral Buscando al Sr. Goodbar (Looking for Mr. Goodbar, 1977), de Richard Brooks, adaptación de la novela de Judith Rossner publicada dos años antes, que refleje con tal agudeza la deriva y fuga emocional de los matadolores (como se califica en la propia obra), esa arrolladora inmersión en la embriaguez vital que es, por un lado, precipitación de caballo desbocado (fruto de la decepción o del desajuste con un modo, o una rutina y plantilla, de vida que se siente como restricción e imposición) y, por otro, anhelo de plenitud, que es resistente impulso de acción para quebrar los límites (sobre todo los que son impuestos), el placer revitalizador de transgredir, la ruptura, que es grito, con un hábito de vida corriente que se siente anodino e insuficiente, el látigo vivificador, aunque linde con los abismos, de la noche para despertar del aturdimiento y entumecimiento de la vida diurna (la costra de la costumbre, inercial). Añádase otro aspecto fundamental en la ecuación, como el hecho que la protagonista, Theresa (Diane Keaton), fuera mujer. En una de las secuencias iniciales, en un documento televisivo previo a las campanadas de nuevo año de 1974, sobre unas manifestaciones de 1970, se señala que ha sido la década de las mujeres, de los movimientos de liberación femenina (y su reclamación de un salario equitativo así como las mismas oportunidades de acceso al mundo laboral, el derecho al aborto y la libertad sexual). Theresa encarna el prototipo de mujer liberada. La mujer que no quiere ajustarse a un guion de distribución de roles que se define por el constreñimiento. Theresa es un relevo, o una continuadora generacional, de la insatisfecha Mary (Jean Simmons) de la también fabulosa Con los cerrados (1969), de título original The happy ending (el final feliz), que comenzaba con la ruptura de lo que había sido un sueño falaz, un matrimonio que no se correspondía con la resolución de los cuentos de hadas, el final feliz de <<se casaron y vivieron felices para siempre>> (ya que ella más bien se convirtió en un mueble cual satélite suplementario de la vida de su marido: la madre no entiende que quiera abandonar a su marido cuando no hay nada reprobable e incluso subsiste en cierta medida el amor). Mary se rebela a esa vida aparcada y programada, y se lanza sin red a su independencia, esto es, a la vida que ella quiere elegir, enfrentándose en el camino a los (hombres) que siguen ofreciéndole otras ventas de sueños. No había concesiones. El final feliz, de hecho, es el de la propia película, aquel en el que niega traicionarse a sí misma optando por la comodidad de volver al redil del matrimonio cuando él se lo pide. Ella seguirá sola su andadura en la vida, fiel a sí misma. Es un final que es un principio, o un reinicio, en la que la ilusión ha despejado la mirada con el conocimiento de la decepción. Theresa lo vive ya desde muy joven, desde que sufre su primera decepción con el profesor en la universidad del que está enamorada. Theresa es presentada como alguien más que viaja en un transporte público (y que es empujada por alguien que lee la revista pornográfica Hustle, con todo lo que representa, y que es incapaz de pedir perdón). Tanto una como otra no quieren plegarse a otras voluntades, ni a plantillas establecidas. Quieren ser dueñas de su propia vida, tomar sus propias elecciones.

La primera colisión sentimental con un hombre es condicionante fundamental, ya que la decepción determinará sus decisiones y elecciones. Martin (Alan Fenstein), su profesor, es un cínico depredador sexual que no tiene reparos en reconocerle, tras que ella le pregunte por qué no hablan tras disfrutar del sexo, que no soporta a las mujeres después de follárselas. Su primera relación es un rápido coito que la deja perpleja por su brevedad, y por la desconsideración con respecto a su satisfacción, como quien ejecuta un trámite e inmediatamente pasa a otra tarea. La perplejidad de Theresa se torna dependencia, y su insistencia, que linda con la súplica, se estrella con la indiferencia expeditiva de su profesor. La primera reacción de ella, por ser alguien sin doblez, no es advertir la mezquindad de él sino pensar que reside en ella la causa (culpa) de que la relación no funcione. Theresa aún es una chica con ilusiones, por lo tanto aún no reacciona contra lo que, después, ya asumirá que es recurrencia en la conducta humana, y en particular, en la masculina. Hasta entonces su reacción, aun moderada, era contra la actitud de Mr Dunn (Richard Kiel), su padre, y sus valores religiosos y de masculinidad dominante (de algún modo, como otro modelo de actitud intelectual, Martin representaba su supuesta oposición que se revelará igual de falaz). En los magníficos títulos de créditos, una serie de fotos fijas de ambiente nocturno, destaca una imagen en movimiento, la del rostro de su padre ( de hecho, son los ojos que se mueven, en un contrapicado de su rostro). El representante de la figura autoritaria, su padre, Mr Dunn, no duda hasta en despreciarla al denigrar su físico en comparación con su hermana, Katharine (Tuesday Weld). Los hombres que rodean la vida de Theresa son unos auténticos necios que quieren imponer su criterio, e intentan sojuzgarla, emborronarla, anularla, utilizarla. No soportan que contraríe su voluntad, que les rechace, que pueda prescindir de ellos, que no les corresponda en sus sentimientos, que no quiera estar disponible cuando ellos quieran.

Theresa sufrió la polio cuando era niña (en especial durante un año y dos días en los que estuvo que estar paralizada). Pero hay otro tipo de parálisis en el ambiente que no ha recuperado el movimiento (si es que alguna vez lo ha tenido), una parálisis de mentalidades, de pleistocénicas actitudes vitales. Theresa es profesora de niños sordomudos. El mundo de los (presuntos) adultos que la rodean está infestado de sordos y mudos vitales. No hay más consistencia en el hombre que su familia ve cómo el chico ideal para casarse, James (William Atherton), que en el errático ligón de bar, Tony (Richard Gere). Ninguno es fiable, hay que estar a expensas de su voluntad ( o caprichos de voluntad), y temer su agresividad cuando se les contraríe demasiado: Tony aparece cuando le apetece, pero cuando llega el momento en que ella no soporta su actitud caprichosa, no aceptará que ella le rechace; James no encaja que ella no le corresponda amorosamente (ella se ve a sí misma retrospectivamente, con respecto a su profesor, en su patética insistencia); uno y otro se convierten en unos despechados acechadores. Incluso, Martin reaparece sonriente, como si fuera un hombre renovado, divorciado, pero ella le rechaza (porque ya sabe que su sonrisa oculta veneno). Brooks sabe rehuir lo demostrativo, el convertir a estas figuras masculinas en representativas de cómo la liberación de la mujer lidia con un amplio espectro de entes masculinos cerriles (aunque parezca que estén en el otro lado, el del aparente desapego de la alocada irresponsabilidad, como es el caso de Tony; o de entrada, parezcan sosegados y ecuánimes, como James, que para sorpresa de Theresa no intenta acercamiento alguno en sus seis primeras citas). Pero, tarde o temprano, sustancialmente, unos y otros quieren que ella se pliegue a su voluntad (o guion mental). Ella quiere escribir su propio guion de vida. Su tránsito en la noche, con la promiscuidad epicúrea, el alcohol y las drogas, es tanto un rechazo a las retenciones, constricciones, hipocresías y dobleces mentales de la actitud que predomina en el orden diurno de las plantillas normativas establecidas como una apuesta vital por el jubiloso hedonismo (porque no hay en ella sombra de resentimiento o de intento de resarcimiento a través de cada hombre de lo que sufrió con Martin).

Brooks, con un asombroso sentido del equilibrio, evita tanto la demonización ese mundo de la noche o de la embriaguez hedonista, como abismo de perdición, como la idealización fetichista, glamurizada (aunque sea en vertiente sórdida o siniestra) de ese otro mundo de actividades epicúreas (como el tedio, o vacío, que define la vida marital de intercambios de pareja y orgías del matrimonio de Katherine). No se plantea en término de opuestos. En las secuencias finales, Theresa decidirá moderar su actividad desbocada de embriaguez, pero no porque haya visto la luz y aprecie los valores de la vida ejemplar de los rituales y las moderadas rutinas diurnas del orden cotidiano, sino porque ya se confunden el día y la noche (de la misma manera que James, responsable espécimen de las actividades sociales diurnas, comienza a acecharla en los ambientes nocturnos y Tony, irresponsable espécimen de la noche, en los diurnos, como el patio del colegio de sordomudos). Es una cuestión de actitud. Con un impecable sentido de la síntesis también Brooks rehúye toda solemnidad o afectación. Descarnada, tampoco cae en cargar las tintas en traumas psicológicos ( y ese peligro existía con el condicionamiento de la educación católica: es un cine que deja en evidencia los efectismos y las afectaciones de posteriores cineastas como Lars Von Trier), más bien refleja ese anhelo vivaz de sentir plenamente, siempre de frente, sin autocomplacencias ni victimismos por parte de Theresa.

Hay una mordacidad e irreverencia que convive con un jubiloso sentido vital, manifiesto en esas fugas imaginarias de Theresa, flashforwards que son reflejo de sus anhelos, como cuando se imagina disfrutando del sexo con su profesor o incluso el entierro de su padre. Ejemplar, en ese sentido de desapego vital (el desapego es liberación, escribió Cioran), es también el montaje secuencial mediante el que narra la absurda cadena de hechos desde que un cliente le deja dinero, tras realizar el acto sexual con ella (aunque más bien con la pantalla del televisor, ya que en todo momento miraba una película pornográfica), pensando que era una prostituta, dinero que después le quitará un policía tras que ella se lo cuente después de tener sexo con él, por lo que ella, ya que uno y otro, por distinto motivo, la denigraban, decide seguir el juego, cobrando dinero a otros hombres. Desgraciadamente, la actitud luminosa, vital de Theresa, no sólo por cómo vive el sexo, sino los mismos sentimientos, no deja de confiar en que pueda encontrar alguien con sustancia, un espíritu realmente liberado, como ella. Pero la realidad sólo le devuelve aliento de muerte. En el tramo final se sucederán signos de muerte, no sólo por las agresiones que sufre por parte de Tony o los furibundos desprecios de su padre, sino mediante detalles como el susto del amante de Katharine con una máscara de una calavera, o la irrupción del coche de pompas fúnebres que interrumpe una fiesta gay, y del que salen unos jóvenes con el propósito de apalizarles. Theresa acabará colisionando, fatalmente, con otro hombre que refleja esa falta de naturalidad predominante ( con el sexo y las emociones), esa crispación y agresividad que parece prevalecer en las conductas y relaciones. Gary (Tom Berenger) no es capaz de aceptar su homosexualidad, lo que desemboca en la conducta violenta cuando no puede asumir su falta de erección, una imagen de virilidad que le anula, y que, por extensión, determina que anule, radical y definitivamente, otra vida. Theresa, en su muerte, seguirá siendo sólo una imagen, intermitente, el parpadeo de una representación para las enajenadas e impositivas miradas de los hombres y de una sociedad sorda, muda y paralítica vitalmente.

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