viernes, 1 de abril de 2022

Crónica de una trotamundos

 

Mikio Naruse sentía que la escritora Fumiko Hayashi era como su alma gemela. Adaptó varias de sus obras, en El almuerzo (1951), El relámpago (1952), Crisantemos tardíos (1954) o Nubes flotantes (1955). En la inmensa Crónica de una trotamundos (Hourou-ki, 1962), una de las cimas del cine de Naruse, se adapta su primera obra, autobiográfica. La escritora es encarnada, prodigiosamente, por Hideko Takamine, el rostro más recurrente en el cine de Naruse. Aunque bien podría verse también como un reflejo en el espejo del mismo Naruse, de su propia sensibilidad, de sus sombras y temblores. Transpira una sensación de trayecto de vida que ya se ha convertido en un espejo en el que contemplarse como una corriente de interrogantes y forcejeos que han alcanzado, con el semblante exhausto, la orilla.

La bellísima secuencia final, que acaece en el año de la muerte de la escritora, 1951, es sublime sinfonía de contrastes: Fumiko ha alcanzado el éxito y la estabilidad, su vida parece transpirar la calma del jardín que contempla, pero su cuerpo parece ya encorvado, como su gesto, como si hubieran ido acumulando los pesares y las privaciones que desgastaron el trayecto de su vida,desde que era una niña y acompañaba a sus padres recorriendo las carreteras para actuar en distintas poblaciones. En esa secuencia vibra, dolorosa, una melancolía, la que había gritado en su expresión, en la secuencia previa, cuando años atrás por fin empezó a recibir reconocimientos, cuando, para sí, como si a la par que sus dientes apretara las entrañas, y la voz brotara como un cuchillo de desolación, murmura que no refleja ni de lejos lo que ha sido su vida la expresión crónica de una trotamundos. En una extraordinaria secuencia, Fumiko pasea, en la noche, junto a las lápidas, pensando que algún día será una de ellas, y que quizá se convierta en un fantasma; los fantasmas no se preocupan por la comida, por la suerte de sus padres, ni padecen el tormento sobre cómo pagar el alquiler; y piensa en el cantero que en ese momento duerme y que a la mañana siguiente pulirá unas piedras para conseguir dinero, porque la vida son los negocios, conseguir dinero, de lo que no puedes escapar, porque hay que pagar las facturas, o la comida. Famiko trabajó de camarera o señorita de compañía para poder comer, en ocasiones buscando el entumecimiento en el alcohol para no sentir demasiado. Su sonrisa de rechazo ante los primeros hombres que intentaron aprovecharse de su precariedad, se convierte en una esforzada mueca de exuberancia que no puede disimular la tristeza que la va deshilachando. Mientras, no dejaba de enviar sus obras a las editoriales, recibiendo de cuando en cuando, con alborozo, algún yen por alguna venta.

Pero no fueron las privaciones que padeció las que más la erosionaron. En esa secuencia final le visita Sadaoka (Daisuke Katō), un hombre generoso que la admiraba desde que era jovencita, que la ayudó en momentos difíciles, y que la cortejó proponiéndole matrimonio. Pero Fumiko no le correspondía. En la secuencia inicial, Fumiko, cuando era aún niña, se enfrenta a un policía que maltrata a su padre. Más adelante, trabajando de prostituta se enfrenta, con virulencia, a dos clientes que están descalificando a las prostitutas comparándolas con el estiércol. En el terreno sentimental no logró afinar su mirada y quedarse prendida de alguien generoso, alguien que la amara por encima de otra consideración, sino que se enamoró de dos escritores que sólo le dieron sinsabores. El primero porque no lograba definirse entre ella y su esposa. Y el segundo, Fukuya (Akira Takarada), porque era la amargura personificada, alguien sólo preocupado de sí mismo, alguien que no sólo no compartía la alegría de ella por haber recibido tres yenes por la venta de un relato (aguando con su acritud el momento), sino que le exigía que también llevara también sus relatos a las editoriales. Ni siquiera no apreciaba sus detalles, como la preparación de una comida especial para él, que despectivo tiraba al suelo. Fumiko encogía sus entrañas, y se resignaba a vivir con él, como se decía a sí misma, sin sonrisas ni lágrimas, como si fuera acero. La voz interior de Fumiko, así como versos o fragmentos de su obra, acompasa esta asombrosa serenidad hecha celuloide que llora sangre y sombras. ‘Esa noche sobre la mesa de un bar, lloraba el rostro, qué importa si un cuervo grazna en un árbol, la noche es triste, mi cara en la palma de las manos, cansadas y cubiertas de polvo verde, estiraban las manecillas de las doce’, escribió Fumiko, cuando trabajaba de señorita de compañía. Durante su vida no dejó de estirar esas manecillas.

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