viernes, 18 de febrero de 2022

Muerte en el Nilo

 

El prólogo con el que comienza Muerte en el Nilo (2022), de Kenneth Branagh, no solo se desmarca tanto de la anterior adaptación cinematográfica dirigida por John Guillermin, en 1978 (hay además otra televisiva), como de la propia novela, sino que ya anticipa cuál es el hilo conductor fundamental de una narración que respeta la columna vertebral de la trama de la pesquisa detectivesca, con pequeñas variantes. Ese prólogo nos sitúa en 1914, veintitrés años antes de los sucesos criminales en Egipto, y acontecen en las trincheras. Es el escenario de la guerra, en el que una feliz ocurrencia de un joven Hércules Poirot (Kenneth Branagh) posibilitará un exitoso ataque a las trincheras alemanas. O casi. En este prólogo también se presenta a quien era el amor de Poirot (quien durante todas las novelas que protagonizó parecía haber relegado los sentimientos amorosos al baúl de los recuerdos o de lo inconcebible). Las trincheras, los combates y las heridas del amor. Esa es la columna vertebral de la construcción dramática de esta nueva adaptación. Qué se es capaz de realizar por el amor, qué circunstancias o interferencias pueden dificultar su progreso, qué se es capaz de aceptar por amor. Ya la anterior adaptación partía de una fricción y un despecho, la rivalidad amorosa entre dos amigas, o la hostilidad manifiesta de una de ellas, Jacqueline (Emma McKay), quien siente que la amiga, Linnet (Gal Gadot), le ha robado al hombre que ama, y que era su pareja, Simon (Armie Hammer), por lo que decide, aparentemente, amargar su luna de miel en Egipto dada su imprevista irrupción.

Más allá de algunas variaciones argumentales (alguno de los tres asesinatos difiere, en cuanto víctima, con respecto a novela y anterior adaptación), y otras que tienen que ver con la ampliación de la diversidad étnica, como convertir al abogado de la rica Linnet, Andrew (Ali Fazal), en armenio, y a Salome Otterboune (Sophie Okonedo) y su hija Rosalie (Laetitia Wright), en negras, el guion de Michael Green incide, sobremanera, en una serie de variaciones, a través de diferentes circunstancias o relaciones concurrentes (en distinta fase de proceso), sobre el amor, con la misma agudeza con la que desentrañaba las virtualizaciones y sublimaciones, en la magistral Blade runner 2049 (2017), de Denis Villeneuve. Las modificaciones fundamentales se realizan en función del entramado sentimental, porque al fin y al cabo, para quien ya conozca la novela o la anterior adaptación, la motivación prioritaria de los asesinatos no es sino el amor. Salome se convierte en una cantante de blues, como la película aspira a ser un blues triste. Las tenebrosidades atmosféricas, pese a la luminosidad del entorno y la dirección de fotografía de la obra de Guillermin, se tornan, en este caso, en tristeza que emerge, con crudeza, en la conclusión, o exposición del esclarecimiento del caso. La banda de sonido, de hecho, se torna silencio amortiguado. De nuevo, como en la anterior adaptación de Asesinato en el Orient Express (2017), también dirigida por Brannagh, y escrita por Green, la paradoja define la conclusión. No hay blancos y negros sino grises. Quienes matan también son víctimas de sí mismos, de lo que sienten.

También hay otros devenires que luchan por materializar su amor compartido. El coronel Race (que en la novela realizaba su particular investigación, eliminada en la versión de Guillermin) se convierte en el joven Bouc (Tom Bateman), amigo de Poirot, e hijo de la pintora Euphemia (Annette Benning), quien se opone al matrimonio al que aspira Bouc con Rosalie. Bouc no dispone de las necesarias condiciones económicas para materializarlo. Será su perdición, como la del asesino no ser capaz de asumir las condiciones precarias como entorno ambiental que haga factible el amor. En un caso, las interferencias imposibilitan, y en el otro, en el caso de él (no de ella), enmaraña la materialización del amor la incapacidad de conjugar amor y precariedad circunstancial (justeza económica). Esa doble trayectoria trágica sentimental pareciera el sueño sombrío de Poirot, aunque, a su vez, ejerce de catarsis ya que posibilita en él un radical cambio de actitud que conecta el epílogo con el prólogo (y que se desmarca del trazo caracterizador de Poirot). Se revela a sí mismo, como se expone la relación lésbica (otro aspecto que se desmarca de novela y anterior adaptación) de la madrina de Linnet, Marie (Jennifer Saunders) con su dama de compañía, Mrs Bowers (Dawn French), relación que debía mantenerse en las sombras para evitar el estigma social. En esta adaptación Poirot es alguien que supera la sombra que había neutralizado su condición de hombre que ama, convertido solo en mente que descifra. Su bigote, seña de identidad física, era la cicatriz con la que se ocultaba a sí mismo. El hombre que parecía un maniquí andante, petulante y vanidoso, y que es cuestionado por ello abiertamente, en concreto por Rosalie (aunque la caracterización de Branagh, aún más que la previa de Peter Ustinov, lo convierte más bien en un personaje amable y generoso, incluso capaz de soltar unas lágrimas al evocar a la mujer que amó), se transforma en un hombre que se desprende de una máscara para exponerse de nuevo a las incertidumbres del amor que pueden incluir nuevas heridas. El esclarecimiento de un caso se convierte en la confrontación especular con las sombras enquistadas de quien lo descifra.

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