domingo, 2 de enero de 2022

Mis diez películas predilectas y unas breves observaciones sobre el cine del 2021

 

El listado comprende las películas estrenadas en las salas o plataformas. Hay quien incluye en los listados de fin de año a las producciones vistas en festivales o que ya han estado disponibles en la red aunque su estreno esté previsto para el año que viene. Si fuera el caso incluiría entre mis diez obras predilectas a Un héroe, de Asghar Farhadi o La vida eléctrica de Louis Wain, de Will Sharpe. Los hay que son más picajosos y solo listan películas estrenadas en el año correspondiente en su país de origen. También los hay que remarcan que la lista se la han pedido (ya que provee de lustre). Y los que no remarcan nada porque nadie se la ha pedido. Cada uno con sus preferencias o manías. O para gustos los colores, consideración que no se puede aplicar al análisis de las películas, ya que nada tiene que ver con valoraciones o disfrutes recreativos. Como hay que acotar de algún modo me restringo a lo que todo el mundo ha tenido posibilidad de acceso, en salas y plataformas.

10. Pequeños secretos, de John Lee Hancock

9. No mires arriba, de Adam McKay
8. La crónica francesa, de Wes Anderson
7. Despierta la furia, de Guy Ritchie
6. Cruella, de Craig Gillespie
5. Spencer, de Pablo Larraín
4. El caballero verde, de David Lowery
3. The nest, de Sean Durkin
2.Malmkrog, de Cristi Puiu
1. El contador de cartas, de Paul Schrader


11. Una joven prometedora, de Emerald Fennell. 12. Uno de nosotros, de Thomas Bezucha. 13. Reminiscencia, de Lisa Joy. 14. Tiempo, de M. Night Shyamalan. 15. Cry macho, de Clint Eastwood. 16. Sin tiempo para morir, de Cary Joji Fukunaga. 17. La hija, de Manuel Martín Cuenca. 18. The swan song, de Benjamin Cleary 19. Tres pisos, de Nanni Moretti. 20. Noticias del mundo, de Paul Greengrass. 21. Spiderman: No way home, de Jon Watts. 22. West side story, de Steven Spielberg. 23. I care a lot, de J Blakeson. 24. Ser los Ricardo, de Aaron Sorkin. 25. Silent night, de Camille Griffin.

1. Dados los listados que han predominado, quizá haya quien, perplejo, enarque sus cejas por la elección de algunas de las obras que me han parecido más sugerentes entre las estrenadas este año, ya que en general fueron recibidas con tibieza cuando no denostadas, caso de Cruella o Pequeños secretos. Una discrepancia que es mera disonancia. Sí me parecen significativas, o interesantes de comentar, las razones expuestas para el rechazo, por cuanto refleja qué priorizan (algunos) en los enfoques, o esa tendencia a contemplar ciertas películas en cuanto imagenes que remiten a. Es otro código de circulación, otra dirección, en la relación con las películas. Con respecto a Pequeños secretos fue reiterado el cuestionamiento con respecto a que parecía una obra perteneciente a la década de los noventa, por su planteamiento de thriller con asesino en serie, es decir, una película desfasada, pero en cambio pocos incidieron en la incisiva carga de profundidad de una obra que mira a nuestro presente para señalar cómo se ha acentuado la tendencia a querer que la realidad se ajuste a lo que necesitamos ver, a nuestros (pre)juicios. La modelamos de acuerdo a esa necesidad, con el relato que se acople pertinente, para no vernos superados por el discernimiento de nuestro criterio ofuscado y, por lo tanto, probablemente erróneo. Eso si, parecidos reparos he sentido con una obra que ha suscitado reacciones admiradas, Zeros and ones, de Abel Ferrara. No sé si de los noventa o antediluviana, pero tenía la sensación de encontrarme con una película cuyos planteamientos formales o conceptuales pertenecían a una era ya superada hace mucho tiempo, como un producto que te encuentras, en un recoveco de tu cocina, con una fecha de caducidad tan antigua que está emborronada.

Con respecto a Cruella, muchos cuestionamientos se dirigieron hacia la falta de ajuste entre esta nueva versión o variación y el icono original, como si se hubiera cometido una infracción, pero en cambio pocos incidieron en la incisiva carga de profundidad de una obra que, utilizando una figura icónica, como también se hizo en Joker, mira a nuestro presente para señalar cómo nos ofuscamos con unos modelos socio laborales económicos que están cimentados en el engaño y la falta de escrúpulos, la soberbia y el ansia de notoriedad. La trabajadora o creadora no sólo descubrirá cuál es la calaña de su modelo a emular, sino que además es la madre que le parió. Por alguna razón, aunque el planteamiento no difiera del de Joker (la reutilización y reconfiguración de un icono para hablar del presente) no ha alcanzado ni de lejos su impacto, quizá de nuevo porque en Joker no se percibieron traiciones ni desajustes, e incluso parecía contentar las inclinaciones fetichistas cinéfilas. Fue celebrada la interrelación con Taxi Driver, como una seña de distinción, pero no se ha dado relevancia al empleo de los movimientos de cámara y de las canciones en Cruella, en particular en su primera mitad (sin necesidad de buscarle una asociación con Scorsese como signo de distinción; tampoco lo necesitaba Paul Thomas Anderson en Boogie nights, en 1997). Craig Gillespie, su director, sigue sin disponer de pedigrí en los círculos cinéfilos, aunque realizara previamente dos obras igual de estupendas como Lars y la chica real o Yo, Tonya.


En esa tendencia de obras que remiten a o que utilizan iconos o moldes pretéritos sí ha recibido un mayor número de parabienes Fue la mano de Dios, de Paolo Sorrentino, otra creación a la sombra inspiradora, o a emular, de Federico Fellini. Ciertamente, a diferencia de Gillespie, Sorrentino esta uncido con la condición de cineasta con estilo y mirada singular (y además sustanciosa e inventiva). Siento disentir. Una de las múltiples cualidades de una obra como El reverendo, de Paul Schrader, era el diálogo que establecia con películas pretéritas como Los comulgantes, de Ingmar Begman o Diario de un cura rural, de Robert Bresson (o en concreto, en las secuencias finales deAmerican Gigoló, Posibilidad de escape o la posterior El contador de cartas, con Pickpocket, de Bresson), a través de las cuáles cimentaba, una vez vez más, una mirada singular, una de las más notorias del cine actual . En cambio, en la obra de Sorrentino el referente meramente deja en evidencia las carencias de quien intenta recoser con patrones admirados (de obras como Los inútiles o Amarcord).
2. Otro fenómeno interesante fue la reacción que suscitó Malmkrog, de Cristi Puiu. Fueron varios quienes remarcaron que era una obra que exigía una concentración y atención superior a la usual, porque hablaban mucho y además sobre temas abstractos y con un lenguaje muy elaborado sobre todo porque no parece que estemos habituar a hablar en esos términos y sí en cambio a usar nuestra lengua de modo un tanto restringido. Hay programas televisivos en los que se habla mucho, y además, en numerosas ocasiones, a la vez, pero no se dice gran cosa, o los temas no son precisamente abstractos, ni densos, y predomina el lenguaje más vulgar cuando no la mera estridencia. Pero si los personajes debaten, dialogan, durante dos horas y media tenemos que poner nuestra atención en modo extremo porque no estamos habituados, quizá porque más bien estemos distraídos y poco atentos, encapsulados en nuestras diversas pantallas (físicas y mentales, aunque poco se diferencian). En una obra que puede parecer su opuesto extremo, Despierta la furia, de Guy Ritchie, se habla más bien poco, y prima la acción, pero no suscitó demasiada atención porque suscitó la impresión de que reciclaba patrones mil veces vistos y que, incluso, no era sino una muestra de la degradación del estilo personal de Guy Ritchie en la impersonalidad de un patrón convencional. Pero pocos incidieron en su condición abstracta, y en su carga de profundidad sobre nuestra sociedad, de la que eran reflejo sus diversos personajes, y sus acciones. El plano inicial, desde el interior de un furgón blindado, incidía en la falta de perspectiva, o perspectiva restringida, la cual nos define aunque nos cueste vernos así, que se desplegaba, y ampliaba, en una visión de conjunto, con los distintos ángulos o enfoques de los personajes implicados, complementariedad que era a la vez disonancia. El plano final asociaba personaje con la urbe, el individuo con el conjunto social. Cada uno con su particular parcela que es como la cabina de un furgón acorazado. Compárese con la más aplaudida El último duelo, de Ridley Scott, cuyo juego estructural con diferentes perspectivas carece de relieve dialéctico, como si el matiz hubiera sido desterrado. No sabe, o quizá no lo pretende, transitar las sutilezas o los claroscuros de la ambigüedad y la ambivalencia.
3. Hay quienes han descalificado Spencer, de Pablo Larraín como una sucesión de bonitas estampas. Su singularidad también reside en el territorio de la abstracción, de cariz impresionista, como un desplazamiento por las tinieblas de una realidad que camufla su naturaleza de celda. La agudeza de de su sutil estilo es que las hace sentir, las desnuda, como una máscara que deja entrever su materia. No difiere mucho del enfoque estilistico de The nest, de Sean Durkin, un cineasta de escasa obra, y sin duda una de las más sugerentes del cine actual, aunque poca atención suscite. The nest, en relación al planteamiento crítico con nuestro sistema socio laboral económico, conecta con Cruella. Ambas se centran en procesos de enajenación y pérdida (de rumbo vital). La familia protagonista habita una mansión aristocrática que es el emblema de la infección mental de la codicia y anhelos de sentirse importante del padre (encarnado por Jude Law), faceta que también conecta con el contraste entre Diana Spencer y la familia real, en Spencer, ya que Diana es una prisionera que pierde pie en la realidad como la esposa, que encarna Carrie Coon, en The nest. Y Spencer, a su vez conecta, en esa vertiente de divergencia con Cruella, con respecto al contraste entre Cruella y la diseñadora de éxito, de suficiencia aristocrática, y que también vive en una mansión, que encarna Emma Thompson. Diana quiere liberarse de esa prisión malsana que siente que la anula y asfixia. Cruella se subleva contra esa especie de monarca (empresarial) que sustenta su poder en la eliminación, en los distintos precipicios, literales o figurados, de quien es un incordio o no es ya útil. Quien domina el sistema anula o prescide cuando es necesario.
4.Son raras las películas que me sorprendan o conmocionen. El caballero verde, de David Lowery, es una de esas escasas producciones entre cuyas cualidades destaca la singularidad, como en su notable filmografía lo había sido especialmente A ghost story, una de las obras más sorprendentes de este siglo. No solo se desmarca de las coordenadas predominantes del cine estadounidense sino del cine mundial en general, en el que no abundan las singularidades, caso de Apichatpong Weerasekhatul, los hermanos Coen, Terence Davies, Cristi Puiu, Wong Kar Wai, Bertrand Bonello, David Lynch, Mike Leigh, David Fincher, Denis Villeneuve, Paul Schrader, Nuri Bilge Ceylan, Jim Jarmusch o Wes Anderson, cuya última obra, La crónica francesa, un encendido canto a la imaginación, dispuso de muchos cuestionamientos. Su cine es un oasis ya sólo porque utiliza el lenguaje cinematográfico como si fuera un nuevo territorio a explorar, como si nada estuviera establecido (aunque le achaquen que se repita). Es lo que se echa en falta en la falta de riesgo o inclinación normativa, como si se utilizara el lenguaje cinematográfico en su manfestación más elemental, como es el caso de obras alabadas este año, como la japonesa La ruleta de la fortuna y la fantasía, la francesa Petite maman, de Celine Sciamma o la italiana Tres pisos, de Nanni Moretti. No obsta para que me parezcan obras estimables, incluso buenas. Me parecen sugerentes y sustanciosas en su planteamiento o en sus vertientes dramatúrgicas, pero como experiencias cinematográficas no soprenden, en cuanto no asombran, ni disponen de estilo singular. A veces, incluso, especialmente en el caso de las dos primeras, transmiten la sensación de que su planificación pudiera ser otra, y que no es tan relevante la elección del plano o de la modulación (en el caso de Moretti, su cine es más bien dramatúrgico o escénico, su estilo es más bien simple, sin que tenga particular relevancia la vertiente narrativa o la composición o elección de los encuadres). Es la diferencia fundamental con respecto a Malmkrog, pese a que no paren de hablar durante sus tres horas de metraje (resulta admirable cómo elabora las composiciones, o cómo emplea el fuera o la profundidad de campo, los movimientos de cámara, o cómo modula la narración). Son obras que interesan, pero su estilo me parece tan aplicado como funcional, sin particular inventiva, o escasos e intermitentes son sus destellos tanto en cuestión de sonido e imagen como narrativos o en el uso significativo de los espacios (en el caso de la obra de Yamaguchi).
No es una cuestión de contraste entre exuberancia formal y austeridad o sobriedad. Uno de nosotros, de Thomas Bezucha, tampoco particularmente apreciada, es un excelente ejemplo de narración contenida, y modulada con una impecable graduación perturbadora (la narración es también tempo y modulación). El contador de cartas es un modelo de cine austero y sobrio que también transmite una sensación inusual, la del acontecimiento de una singularidad, además con cariz transcendente, aunque se ajuste a un molde narrativo ortodoxo, con sus tres actos, y por otra parte tampoco sea la primera vez en su obra que utiliza un molde estructural narrativo, estilistico, que es propio, el que ya había desarrollado en obras ya citadas como American gigoló, Posibilidad de escape o El reverendo, ajustado al estilo del cine transcendental que él analizó en su propio libro, con las fases de lo cotidiano, la disparidad y el éxtasis. Su desarrollo narrativo, es a la vez trayecto, proceso y evolución emocional. No sólo es medida estructura, con una admirable capacidad sintética, sino modulación. Con diferentes estrategias narrativas y visuales, tanto The nest, El caballero verde como El contador de cartas son procesos de transfiguración y transformación. Son esas raras manifestaciones cinematográficas que se acercan a la noción de belleza convulsa, la narración como conmoción.
La distinción de su elaborado y singular enfoque expresivo es lo que diferencia de algunas notables producciones estadounidenses de mayor presupuesto como Sin tiempo para morir, de Cary Joji Fukunaga, West side story, de Steven Spielberg o Spiderman: no way home, de Jon Watts, todas producciones ajustadas de modo impecable a unas coordenadas formales y narrativas ortodoxas, y las tres distinguidas por su vibrante dinamismo, y por puntuales destellos de ingenio (aunque de todas maneras sean variantes más modestas, en cuanto logros, de algunos de sus precedentes, caso de Skyfall, de Sam Mendes, Spiderman: Homecoming, o la previa West side story de Wise y Robbins). Aún desenvolviéndose dentro de esas coordenadas ortodoxas, saben desentrañar y desmontar lo que representa un icono, como culmina con respecto a Bond Sin tiempo para morir (el brillante engranaje formal y narrativo que es la capciosa The king's men, de Matthew Vaughn, sería su opuesto, por su apuesta por el apuntalamiento de un agente ejemplar), o actualizar una película realizada cincuenta años atrás para dejar constancia de que cierta problemática, el conflicto o desencuentro interracial, se ha incluso agravado, como refleja la West side story del 2021, o jugar con las posibles narrativas como aguda disección de la necesidad de configurar la realidad de acuerdo a como preferimos ser percibidos o no percibidos, como es el caso de Spiderman: No way home. Desafortunadamente, pasó desapercibida la muy sugerente Reminiscencia, de Lisa Joy, que también establecía una muy sugerente reflexión sobre los difusos límites entre ilusión y realidad (y nuestra necesidad de ficciones como forma de interrelacionarnos con la realidad), y que también establecía su interesante diálogo con Días extraños, de Kathryn Bigelow (lo cual, por otra parte, indica lo adelantada que estaba a su tiempo esa excelente película). Tampoco parece que generara demasiados entusiasmos una estupenda obra de planteamiento narrativo más heterodoxo y aguda mirada mordaz con respecto a nuestro presente como fue el caso de Tiempo, de M Night Shyalaman. La aguda mordacidad también define a No mires arriba, de Adam McKay, un esforzado intento por intentar despertar a unas miradas, las nuestras, demasiado encorvadas en los ombligos de nuestras pantallas o pequeñas parcelas de vida (inconscientes de las consecuencias de las sumas de nuestros actos y de nuestras omisiones).
Hay en cambio obras, caracterizadas por su exuberancia o heterodoxia formal que más bien se empantanan en la autoindulgencia y en ciertos regustos efectistas, caso de Titane, de Julie Ducorneau, o Annette del, en algunas obras pretéritas, fascinante y singular Leos Carax. Parecieran perderse en su propio ombligo. Es el caso también de la redundante Otra ronda, de Thomas Vildeberg, aunque ya a estas alturas no se puede calificar de heterodoxo su estilo (ni lo era en principio, con Celebración, en aquella época en la que unos daneses se rieron de tanto esnob que se tomó en serio su caprichoso e inconsistente cine dogma, no solo por las contradicciones de las supuestas obras inscritas en tal movimiento, sino por enmascarar la horma de su convencional base con sus presuntas desmarcaciones de las ortodoxas maneras de emplear, o agitar, las cámaras). Una cineasta sin particular estilo, la neozelandesa Jane Campion, también engatusó a muchos con El piano hace cinco lustros. Después de varias producciones cinematográficas o televisivas que no suscitaron demasiada atención, de nuevo recupera los títulares con otra obra tan cuestionable como aquella, El poder del perro, sostenida por la excelente interpretación de Benedict Cumberbatch. Sorprende que haya sida alabada por un estilo que insinua de modo indirecto cuando particularmente no me parece que la sutileza sea su rasgo definitorio. Como en El piano, las limitaciones también se disimulan con una gran banda sonora. Particularmente, las supuestas sutilezas me parecen carencias. Resulta tan expresiva como la expresión de cemento armado de Jesse Plemons, uno de esos fenómenos incomprensibles de actores ubicuos, como Adam Driver, intérprete idóneo para la magistral Patterson, de Jim Jarmusch, pero que tiene la misma expresión sea como sea el personaje que interprete, por eso está tan desajustado en la saga de la guerra de las galaxias o en El último duelo, como Plemons era el actor idóneo para su personaje de la temporada de la serie Fargo en la que intervino, pero parece el mismo poste mineral en Antlers: Criatura oscura, Jungle cruise o El poder del perro, la cual, por otra parte, en Estados Unidos, quizá por una cuestión de agendas, ha suscitado numerosos parabienes. Asociar el antrax con la incapacidad de saber relacionarse con la propia sexualidad y esconderse en la prototípica máscara de virilidad sin fisuras es una asociación metafórica que puede ser enarbolada como estandarte en estos tiempos de agendas de cariz inquistorial, y aún más si está dirigida por una mujer. Más cáustica con las agendas fue la notable Una joven prometedora, de otra directora, Emerald Fannell, que repartía cuestionamientos en vez de decantarse por posicionamientos. Optaba por los enriquecedores claroscuros, en concreto con respecto al (des)enfoque de quien actúa con una motivación justa pero se obceca y ofusca. Quien siempre se ha caracterizado por cuestionar toda agenda o todo rígido posicionamiento es Clint Eastwood. Ser un macho está sobrevalorado, dice el personaje que él mismo interpreta en cierta secuencia de Cry macho, en la que, como en muchas de sus películas, pone en cuestión la básica noción de identidad sustentada en los lazos de sangre o, por extensión, nacionalidad o etnia. En Cry macho, como en Noticias del mundo, de Paul Greengrass, dos personajes sin vínculo de sangre, y con diferentes orígenes, forjan y afianzan, durante un desplazamiento, un vínculo paterno filial, el reflejo de un país desorientado y fracturado. Las disonancias no tienen que ver con señas de identidad o pertenencia, o con ninguna categorización, sino con la actitud. Y como bien refleja con el plano con el que concluye Cry macho, la luz de la vida reside en un abrazo o en la conexión que creas con alguien, sea cual sea su condición.

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