miércoles, 21 de abril de 2021

Tres amigos, sus mujeres... y los otros

                             
En las secuencias iniciales de Tres amigos, sus mujeres…y los otros (Vincent, Francois, Paul et les autres, 1974), de  Claude Sautet, mientras Vincent (Yves Montand), Francois (Michel Piccoli) y Paul (Serge Reggiani), aceptan participar en un partido de fútbol con amigos más jóvenes en los aledaños de la casa rural de Paul, se produce un accidental incendio en el cobertizo de la casa rural de Paul.  Un incendio que anticipa el que acontece en las vidas personales de quienes ya no son jóvenes, sino que han superado los cincuenta. Sus facultades y capacidades, sus ánimos y sus energías, su resolución o implicación, quizá ya no sean las mismas en el campo de juego de la vida. De hecho, el deporte, a través de la figura de Jean (Gerard Depardieu), amigo y empleado de Vincent,  y también boxeador profesional, se convertirá en reflejo, en particular en el último tramo, cuando dispute un combate contra un púgil caracterizado no por su refinado estilo, como él, sino por la agresiva contundencia de su fuerza bruta (como la imprevisibilidad de la propia vida). Los tres amigos se confrontan con las contrariedades de la mente, la emoción y la propia materia o circunstancia de la vida. Paul, escritor, sufre un bloqueo creativo, no logra avanzar con su novela. Francois, médico, parece, según su esposa, Lucie (Marie Dubois), alguien que se dedica meramente a registrar la vida. Parece que quedó arrinconado en el pasado aquel que aspiraba a transformar el estado de las cosas. Ya es un mero funcionario vital. O precisamente, es la vida la que parece haber sido extraída de él, como si ya fuera sólo la función que ejerce. Su mismo matrimonio se ha atrofiado en la inercia. Ambos, en cierta secuencia, se preguntan por qué motivo están juntos. Por qué mantienen su matrimonio, si es por sus dos hijos, la mera inercia, o por una mera cuestión económica. Por qué él acepta sus infidelidades, si es que es así, o más bien se ha atrofiado en su misma amargura como refleja su explosión final durante esa discusión.

Vincent sufre varios colapsos. El primero es material. Su empresa necesita, en pocos días, una inyección financiera de varios millones. Desespera por encontrar una solución para sacar a flote aquello en lo que ha invertido tantos años. Quizá la opción más lúcida sea la venta, el reinicio, como quien empieza de nuevo desde cero. La vida parece incendiarse pero quizá sean las llamas del ave fénix. También concluye su deteriorada relación con la joven Marie (Ludmila Mikael), aquella por la que rompió su larga relación marital de muchos años con Catherine (Stephane Audran). Su ruptura se produce en un aparcamiento subterráneo. Una relación que parecía una nueva dirección más bien conducía a un aparcamiento de vida. Fue un reinicio que realmente no lo era sino que condujo a un callejón sin salida. Si con Francois se refleja cómo las variaciones pueden ser más bien deterioros, y lo que somos, o llegamos a ser, no es sino una degradación de lo que fuimos o pretendíamos ser, con Vincent se pone en cuestión la consistencia de ciertas decisiones que implican un cambio de dirección que no tiene por qué implicar necesariamente mejora porque, tiempo después, te preguntas si tomaste la decisión más consecuente y lúcida. Pero esa consciencia puede llegar también demasiado tarde, ya que no se puede reanimar lo que se desechó. Persiste el afecto con quien fue su esposa, pero las direcciones ya no pueden converger. También sufrirá un físico colapso, resultado de todas esas modificaciones y asunciones que no dejan de ser incendios vitales que replantean su vida de modo drástico. Sufrirá un ataque al corazón, tanto constatación de las huellas del tiempo como de la vulnerabilidad de quien se esfuerza en mantenerse en el campo de juego pero sus facultades y capacidad resolutiva pueden ser insuficientes.

Ese combate pugilístico que centra los pasajes finales de Vincent, Francois, Paul, sus mujeres y los otros, se torna reflejo de todos sus bloqueos y colapsos. De hecho, dirimen previamente, con Jean, si debería aceptar o no el desafío dadas las características agresivas del contrincante, además de sus impecables resultados como púgil ganador. Quien está bloqueado, como Paul, insiste en que no acepte. Quien está amargado, como Francois, le insta a que acepte. Como expresa furioso, durante una comida grupal en la que algunos de los presentes cuestionan que no haya sido fiel a sus predicamentos, durante su juventud, sobre la necesidad del compromiso y de la mejora social, por qué va a ser él peor si está con un escritor que no escribe, un boxeador que no boxea y una esposa que es recurrentemente infiel. Nadie es lo que se supone que es. Él mismo sabe que optó por esconder la cabeza, como Vincent será consciente de que tomó decisiones atropelladas que quizá atropellaron irremisiblemente su propia vida, como, en el caso de Paul, no sabes por qué de repente te bloqueas, y ya no funcionas ni creas. El curso imprevisible de la vida también está relacionado con las ofuscaciones de cada uno, cómo nos enquistamos o cómo nos aturdimos con ciertos espejismos, cómo cometemos errores o cómo simplemente nuestro engranaje, nuestra pericia, deja de funcionar del mismo modo efectivo, como una lesión que te aparta del campo de juego de la vida.

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