martes, 27 de abril de 2021

Lucificción (Orciny press), de Lluís Rueda

                         

Quizá su situación está determinada por aquello que ha inventado (…) por todo lo que ha plasmado de su puño y letra, lo atrapado en sus libros, los conjeturados, los esbozos, aquellos relatos que nunca ha escrito pero que gestan acontecimientos e ideas en miles de notas, cientos de legajos: su literatura residual, inconclusa y descartada. Resulta tentador pensar en un relato sobre nuestra vida sustentado en lo desechado y truncado. Una narrativa alternativa de lo que no pudo ser o no quisimos que fuera, de lo que no fuimos capaces de materializar o ni siquiera nos atrevimos. Un relato, por tanto, hecho añicos que nada tiene que ver con cómo se percibe esta realidad, como si cada pieza encajara en su sitio, y cada conflicto puntual se debiera a meros desajustes transitorios, individuales o colectivos. En cambio, los añicos, los flecos y los huecos, exponen que vivimos en una ficción, un relato al que no solo nos ajustamos y adaptamos, sino que además pretendemos que sea del modo que queremos que sea, sin que haya disonancias, interferencias o contrariedades. ¿No fue un cataclismo para numerosos habitantes de las tierras intermedias de la nieve mental que la conclusión de una admirada y adorada serie, de nombre de Juego de tronos, frustrara sus expectativas con un curso del relato que no fue aceptado como válido, por lo que exigieron que se rehiciera para que el desarrollo o la evolución de un determinado personaje se ajustara a las necesidades, expectativas y deseos? El relato, como la vida, no puede ser como no se quiere que sea.

En Lucificción (Orciny press), del escritor barcelonés Lluís Rueda (1973), la protagonista, escritora, de nombre Muriel, la cual siente que la realidad ha contrariado sus deseos, expectativas y necesidades, decide optar por la salida de escena (perdón, realidad), y eso implica la inmersión en otro mundo con unas coordenadas distintas a las que nos resultan familiares. Cruza un espejo que implica atravesar un <<Costurero>> cerrado transitando un camino de alfileres durante unos diez minutos (…) por él transitan miles y miles de hombres y mujeres con dudas, miedos y estigmas (…) retales de un fantasma y espíritus truncados; el umbral, un templo invertido, incrustado en la tierra,  o en el infierno, le parece indeterminado; transita un territorio de nombre Matenadarán que es morada de proscritos, frontera de nadie, agujero sin interés y, por ello, lugar sin reglas ni gobierno: y entra en contacto con el Sindicato de la pervivencia, con figuras que surgen de pinturas, como un cuadro de Vilhelm Hammershoi en el que la mujer acaba su giro eterno y la escritora descubre un pozo insondable por rostro, o con siniestros seres como los Hébétuds (…) si cayera en sus sombras quedaría usted sin presente, sin pasado y sin futuro, vagando eternamente en la oscuridad. La escritora, como decía de nombre Muriel, una curiosa terminal, alguien que padece por no poder asomarse al abismo y volver, se sume en el desconcierto y en la interrogante en permanente estado suspenso por las circunstancias o peripecias anómalas que vive en ese extraño universo que quizá sea un sueño, un desorientador Otro lado, el espacio de la muerte, de su mente en estado inconsciente, o la alucinación de quien ha sufrido un cortocircuito con una realidad con cuyo relato se siente desajustada o no satisface sus aspiraciones demiúrgicas. No, la realidad no es el capítulo de una serie que reclamamos que se vuelva a rehacer para que la conclusión sea como preferimos que sea. ¿Quizás seamos Hébétuds que se niegan a reconocer la derrota de su espíritu, su descomposición y la ya definitiva disolución del yo? ¿No nos hemos suicidado lentamente, como si hubiéramos degradado la realidad, como material de celuloide que inconscientemente quemáramos, y nuestras mentes han perdido toda lúcida y consecuente perspectiva?

En ese extraño universo, o suerte de relato grimdark o de fantasía oscura en el que el elemento mágico se concentra en un libro que no sabe ni puede interpretar, en el que encargan a Muriel el propósito, o la misión, de transportar ese enigmático libro de luz del que no pueden apoderarse los turbios y siniestros seres que amenazan a la escritora, y a unos acompañantes que, precisamente, fueron desechos de novelas que no concluyó, Muriel entiende que la realidad está atrapada en un par de calcetines del revés y le toca caminar descalza por sueño ajeno pero, sobre todo, le frustra que el mundo que transita sea tan antiguo, tosco y poco evolucionado. ¿Acaso suicidarse significaba quedar atrapada en el atraso y la brutalidad? ¿En la magia medieval? ¿En el patetismo de evocar constantemente la ilustración ante una realidad enquistada y sin futuro? Habría que preguntarse por qué en este siglo XXI ha calado en el imaginario colectivo, de modo preponderante, una serie de como Juego de tronos, variación espacial de una obra, El señor de los anillos, escrita décadas atrás, pero cuya última adaptación cinematográfica se ha convertido en uno de los fenómenos más influyentes en este siglo, junto al mago Harry Potter, los superhéroes, o los piratas del Caribe (que también tienen su particular variación, con Sir Walter Raleigh, en la serie de peripecias que Muriel y sus compañeros de andanzas deben superar). No ha sido un siglo que será recordado por revolucionarias corrientes artísticas. Salvo en el coto de un pequeño número de cinéfilos de pro, habitantes de su marginal barriada, no se ha detectado ningún influjo en nuestra sociedad debido al cine rumano, portugués, coreano o tailandés, modas pasajeras en los festivales durante este siglo. Sin duda, la relevancia de esos fenómenos medievales, mágicos y superheroicos son reflejo de cómo se ha engrandecido nuestro ego como un gran ombligo y cómo se ha fundamentado (o mejor dicho, enquistado) la realidad en un pulso de egos o tronos y en un compulsivo deseo de controlar la realidad con nuestra batuta o poderes: El capcioso camuflaje del capitalismo caníbal o dictadura corporativista que sufrimos, al que se enfrenta un pequeño virus, quizá nuestro real héroe. Seguimos atascados en un medievo emocional y mental por mucha evolución de nuestras espadas tecnológicas. Sería oportuno, vuelvo al principio, repensar la narrativa de nuestra realidad desde el ángulo de lo desechado y lo truncado, de lo residual y larvado, de lo que no queremos enfocar o discernir en nosotros mismos tan empecinados en querer ver la realidad, y a nosotros mismos, como la ficción que queremos que sea. Es lo que, de un modo mordaz, expone esta conjetura de reverso de la tierra, en este limbo chico, en esta estúpida traslación de los sueños y las miserias del colectivo humano. Quizá, como se indica en la conclusión, sería conveniente invertir nuestro enfoque. Pero no como una imagen en Instagram.

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