sábado, 3 de abril de 2021

El hombre que nunca estuvo allí

                           

Ed Crane (Billy Bob Thornton) es un ser anónimo; su identidad: peluquero. Es, simplemente, la función que realiza. Para los demás no es Ed sino un peluquero, por ello, un hombre al que cuesta reconocer cuando no porta su bata blanca identificatoria. Vive entre pelos, es un pelo más. Uno de tantos que caen cuando son cortados, aunque, sorprendentemente, como él expresa, vuelven a crecer. Pero él siente que es cortado cada día que pasa, pero no que crece. Su vida parece una progresiva desaparición. Ed es un hombre ausente. Un hombre que no estaba ahí. Un fantasma. Una sombra inadvertida. Su expresión, inalterable, o suspendida en un gesto taciturno,  parece esculpida por el silencio. Sobre esa superficie ceñuda, como una cerradura que añorara con pesar una llave que ignora cuál puede ser, se superpone, cual metrónomo de esa distancia con su vida alrededor, la voz interior, la voz en off que habla desde las profundidades, como si no pudiera salir a la superficie. El humo de los cigarrillos que fuma, como si fuera la voz con la que se comunica con quienes conforman su entorno, se manifiesta como el signo de esa ausencia. Como refleja la cadencia sonámbula del film y el tratamiento distante, clínico, y fantasmal del blanco y negro, signo de tarjeta gráfica mortuoria, somos testigos de una vida espectral.

No es lo mismo El hombre que no estuvo allí que El hombre que no estaba ahí. La traducción por la que se optó evoca más la relación con un lugar a diferencia de la ausencia que sugiere la segunda, más acorde a la reflexión existencial y alegórica que plantea El hombre que nunca estuvo allí (The man who wasn´t there, 2001), de los hermanos Coen, sobre una vida sustentada en la incertidumbre (sobre lo que es o no es, sobre lo que puede ser o no, sobre si la realidad es más bien lo que percibimos y no lo que es) y la accidental trama de los acontecimientos, el simulacro (de una rutina fosilizada) y los fantasmas del deseo (o de la falta vital). El contexto es esa América profunda donde entidades sin nombre deambulan y sueñan cómo propiciar una fuga a sus vidas anodinas. Prisioneros del sueño americano (la posibilidad de ganar dinero fácil, en contraposición con la miseria de los bingos cada martes en la iglesia, reveladora de la frustración de unos y del conformismo de otros). Si la esposa de Ed, Doris (Frances McDormand), aspira a ascender en la escala de la posición social en los grandes almacenes, Ed aspira a escapar de su papel asignado, a dominar su propia vida, fuera de la inercia suspendida en la que ésta discurre, como si se hubiera quedado congelado con un cigarrillo en la mano y expeliendo humo que no se diferencia de la expresividad de su semblante. Quiere dejar de ser uno de los muchos pelos que acabarán en los desperdicios. Quiere crecer de nuevo, sentirse vivo, sentir que domina su vida, sentir que no es sólo un peluquero, sino alguien con deseos singulares que se desmarca del resto y que materializa lo que desea realizar. Esta es la razón por la cual se implica en ese negocio de lavado en seco, del que casualmente le habla Tolliver (Jon Polito), un cliente o transeúnte de la peluquería (el azar), un proyecto en el que se aventura a invertir (apuesta al azar ), como si el tráfico de la vida le ofreciera, por un casual cruce, la posibilidad de tomar un desvío que determine una nueva dirección en su vida, en la que ya no sea un mero copiloto, sino quien la conduce. Para ello, recurre al chantaje sobre el amante de su mujer, y jefe de ésta, el Gran Dave (James Galdofini), como vía expeditiva; esto es, se adapta a los ardides de su entorno social, la pesadilla real americana, aprovecharse y utilizar a los demás (el falso negocio del lavado en seco como el cabello de Tolliver que es un bisoñé, la utilización del amante por parte de su mujer para ascender en los almacenes).

Ed desea sentirse como cuando escucha a la pianista, Birdy (Scarlett Johansson), reconciliado consigo mismo, un cuerpo que reacciona, y siente, no una figura en permanente pasmo como el muñeco de un ventrilocuo, cuya voz es humo. Con esa música, con esa chica, la combinación de ambas, siente algo que se sale de lo ordinario, es la experiencia de lo sublime. Esa sensación que refleja cuando ha matado al Gran Dave, y observa, en ralenti a los transeúntes anónimos: él ha salido a la real superficie (no la de las máscaras), mientras ellos siguen en las profundidades. Pero, al final, un experto musical, le revelará que es una chica sin talento, alguien que sólo sabe tocar las teclas (como todo ser ordinario), pero carece de singularidad. No expresa nada, como él no expresaba nada cuando sentía que no estaba ahí. Lo que implica que la percepción de Ed respecto a lo sublime es también limitada, ordinaria. Es su impresión, o percepción, pero no es la impresión o percepción que otros, y menos un experto, tiene. ¿No derivaría una relación con ella en un parecido escenario al de su convivencia ausente con una esposa con la que no había mantenido relaciones sexuales desde hacía años? ¿Qué es lo que percibe, y qué es lo que su deseo proyecta ansioso de sentirse especial? ¿Cómo percibimos la realidad, qué proyectamos, cómo podemos llegar a conocer su sentido, y más teniendo en cuenta cómo la misma observación la altera, sobre lo que reflexiona el abogado Riedenschneider (Tony Shalboub), en la celda, entre haces de luces que parecen barrotes, y planos de su rostro en penumbra?. Sólo queda, como cierta, la noción de una realidad que puede ser quebrada por accidentes e imprevistos, como la fisura que resquebraja el cristal cuando, durante su forcejeo, Big Dave presiona su rostro contra el vidrio.

Ed se ve envuelto en la fortuita e inextricable maraña de lo incomprensible (asesinatos involuntarios, encadenamientos sorprendentes y sin control). Él comete un crimen, pero las pruebas circunstanciales incriminan a Doris, que acabará suicidándose en la cárcel. El afeitado que realizan sobre Ed cuando le van a ajusticiar es el mismo que realiza sobre Doris, en la bañera, cuando ha puesto en marcha el chantaje. De alguna manera, con los hechos que desencadena está decidiendo su pena de muerte. Y paradójicamente, el accidente automovilístico que sufre, al perder el control cuando Birdy quiere complacerle con una felación, coincide con el descubrimiento del cadáver de Tolliver bajo el agua; las pruebas circunstanciales, también, le incriminarán con respecto a un crimen que no ha cometido. La incertidumbre determinada por condiciones fatales, o planteado desde otro ángulo, la ofuscada percepción y observación de la realidad determina consecuencias funestas. De ahí, ese círculo de la vida, fatal, representado en el tapacubos rodante, vida sin sentido, aleatoria. La impotencia y la incapacidad de comprender queda expuesta en esa fuga mental de Ed en prisión, previa a su ejecución, cuando ve el platillo volante, otro círculo cuya forma es semejante al tapacubos, una proyección de la mente, que intenta compensar la incomprensión y la frustración. ¿Qué se discierne y qué se proyecta? Poder disponer de la visión de conjunto, ése es el deseo de Ed Crane al final. Su última frase, antes de que lo ajusticien en la silla eléctrica, en un escenario extremadamente blanquecino, como si careciera de contornos, es que espera poder explicar a su mujer, allí en la incógnita de la muerte, lo que las palabras aquí no han sido capaces de transmitir. Crane nos relataba su historia desde la prisión, como prisión era la vida común y estructurada que llevaba, ese simulacro de vida en el que para los demás sólo era el peluquero. El espectral relato de una vida representada como la muerte prematura de un hombre sin atributos. Humo en un espacio en blanco.


 

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