lunes, 30 de noviembre de 2020

El fantasma y la señora Muir (Impedimenta), de R.A. Dick

                            

1. La novela terminaba con un beso en el jardín de rosas y con las palabras mágicas <<y vivieron felices para siempre>>, y Lucy habiendo sido besada en el huerto, no pudo contemplar otro final para su propio romance. Pero el héroe de aquel no había sido un hijo único con una madre viuda y dos hermanas de armas tomar que vivieran casi casi en el umbral de casa. No es que su vida no hubiese sido infeliz, es que sencillamente no había sido suya en modo alguno. Lucy Muir ha superado ya la treintena, tiene dos hijos, pero siente que su vida se reduce a un enclaustramiento que ni siquiera es propio. Mi vida, hasta ahora, ha estado regulada en su mayor parte por la conciencia de otras personas. Creyó enamorarse de quien casi era su vecino, como quien asoma su cabeza por la primera esquina y no contrasta más. Se ajustó a la plantilla preestablecida de una fantasía sin siquiera haber explorado los múltiples mundos, o rostros, que habitan la realidad, como su realidad era lo que dictaban aquellos que conformaban la cuadrícula de su vida. Pero los fantasmas de su insatisfacción no dejan de agitarse en su interior como una galerna en ciernes. Siente que el tiempo se escurre sin que parezca que nada se desplace en su vida. Qué rápido nos hacemos mayores, ¿verdad, Martha? Ya  a la mitad de la vida y ¿qué hemos hecho? Un año después de la muerte de su esposo decide que debe zarpar. Decide que su vida está en otra parte, y no puede restringirse al escenario del sueño sino materializarse en acción. Y decide, pese a las objeciones de quienes dictaban cómo debía ser su vida (de acuerdo a su inflexible concepción de cómo debía ser), dirigirse a su espacio soñado, el mar. Muir, en escocés gaélico, significa mar. Y un mar necesita un marino. Sino es un espacio ausente. El fantasma y la señora Muir (Impedimenta), de R. A. Dick, seudónimo de la escritora irlandesa Josephine Leslie (1898-1979), es el relato de una soledad y de una sublevación. Y su soledad duele, porque su materia es la de un fantasma. Es el relato de la necesidad de un sueño. Pero los sueños son fantasmas que forcejean para poder encauzar una singladura y no sentirse varados con la sensación de incompletitud o por la decepción.

Su fantasma sólo podría ser un marino. Cuando encuentra aquella mansión frente al mar, que todos rehúyen porque temen lo que creen que es una presencia sobrenatural, sabe que es su hogar, porque ella se siente desajustada, no siente que conecta con la realidad que además quieren dictarle. Piensan que su determinación es como un suicidio, como todos piensan que el marino que habitaba aquella mansión se suicidó (cuando realmente había pulsado con el pie la espita del gas mientras dormía). Aquel marino fue quien diseñó esa casa, su sueño, mientras que su marido, arquitecto, tenía mucho talento para construir cárceles y oficinas de correo. Ese marino, el capitán Gregg, es tanto la determinación de su insumisión, su negativa a plegarse lo que las normas sociales dictan, como su sueño de acontecimiento, de la materialización de lo sublime, el amor que soñó con aquel beso en la huerta que luego se convertiría en ceniza de rutina. Por eso, traslada el retrato del capitán Gregg a su dormitorio. Y quizás por eso oiga su voz, como la voz que cuestiona sus indecisiones, inseguridades y pusilanimidades. Usted es una mujer bien pensada; demasiado bien pensada, diría yo; solo está media viva, de hecho. Es la voz que le impulsa a enfrentarse con quienes no cejan en intentar diseñar su vida de acuerdo a sus concepciones. Uno tiene que ser capitán de sí mismo, antes de ser capitán de mar. Pero es también el eco de su soledad. Ella misma es consciente de que esa falta pueda determinar que crea escuchar esa voz, por eso visita a un psicoanalista. El capitán Gregg quizá sea un profundo anhelo, quizá, del amante ideal, que la llevaba a imaginarse esa voz que, de continuar visitándolo, a tres guineas la sesión, una docena de veces, o más, podrían sin duda sublimar o racionalizar. Es la voz que cuestiona lo que ella cree pensar o sentir. Es la voz que pone en duda su convicción de que realmente no necesita a nadie. Pero eso no la protege de la ofuscación del discernimiento. No es fácil distinguir en la niebla de los teatros de los sentimientos, de las escenificaciones y simulaciones, quien no puede ser como se presenta. Y cae en la trampa de una máscara con apariencia de hombre. Cree que puede ser el salvador que la rescate del agujero en el que se siente atrapada (como él logra rescatar a su perro de una madriguera en la que ha quedado sepultado). Pero Miles es un espejismo, como un cuerpo confeccionado por decorados de fondo. La vida para él no era más que una obra de teatro, pensó Lucy, mientras le devolvía la mirada con distanciamiento. Podía saltar de un drama a otro, representando siempre el papel principal, bajando el telón siempre que la comedia amenazaba con convertirse en tragedia o adquirir tintes domésticos, dejando tirados a los demás actores para que resolviesen por su cuenta el final de una trama arruinada. Una decepción que determina que, durante largo tiempo, no sienta la presencia del marino, porque sus sueños han quedado de nuevo sepultados. Resurgirán como la voz que narra lo que no parece posible. Esa voz le impulsa a escribir una novela sobre lo que nada tiene que ver con su propia vida, la vida de un marino que recorre múltiples mares y conoce múltiples puertos. Porque al fin y al cabo esa voz le hace sentir que había pasado a formar parte de algo mucho más grande que ella misma, donde no había lugar para el falso orgullo, ni la falsa modestia ni las figuraciones falsas.

Sus dos mismos hijos representan los extremos que definen el forcejeo de su vida. Su hijo aspira a ser obispo; es la mentalidad rígida que no concibe otras opciones de vida, aún más las considera como desdoro o agresión para la propia (como si contaminara la mácula de su imagen social, cardinal faceta que constituye su existencia de apariencia). Solo son las personas de ideas fijas, incapaces de captar o comprender otro punto de vista que no sea el suyo, las que están sordas espiritualmente. Su hija aspira a ser bailarina. Como Lucy quería bailar con su vida, cuerpo que vibra, en vez de quedarse constreñida a los barrotes de la imagen social conveniente que despliega, por otro lado, sus colmillos para anular a quienes quieran salirse del guion establecido. Los hombres son tan necios, dando vueltas y más vueltas con los ojos cerrados, interfiriendo los unos con los otros, destrozándolo todo con su propia y ciega estupidez, y entonces, cuando se encuentran perdidos sin remedio, se sientan y maldicen a Dios por no responder a sus plegarias, obviando que jamás se pararon a escuchar. Lucy es la voz disidente que clama que ella puede no ser cómo se supone que tiene que ser,  es la voz que clama que puede ser lo opuesto de lo que dictan que debe ser. Es la voz que se sale de ese escenario que atrapa con sus alfileres invisibles a quien quiera volar o zarpar. Toda mi alegría me viene en realidad de no hacer según qué cosas: de no pasar las tardes  de verano en salones cargantes escuchando a mujeres fortaleciendo la moral a sus vecinos en la mesa de bridge, de no pasar las noches de estío escuchando a hombres y mujeres arreglando los problemas del mundo delante de una cena de cinco servicios, de no coser en círculos de costura, ni leer en grupos de lecturas. Lucy, Lucia para el capitán Gregg, admirado por su determinación y decisión cuando se enfrenta a quienes quieren que se encoja y retorne al encierro del encorsetado modo de vida del que huyó, apuesta por su propia singularidad, aunque suponga arriesgarse a quedarse expuesta a la intemperie de la soledad. Su fantasma es la determinación de su insurgencia. El sueño de lo que podría ser. El cuerpo de la pequeña señora Muir permanecía sentado muy quieto en la silla, con el rostro ladeado, mirando sin ver el interior de los ojos del capitán Gregg, pintados en su retrato en la pared.

2. La novela fue publicada en 1945. Dos años después fue adaptada al cine. El director sería Joseph L Mankiewicz, uno de los cineastas que más consideración ha recibido por su labor como guionista, en particular por sus agudos e incisivos diálogos, pero no fue quien adaptó la novela, sino Philip Dunne, quien señaló que Mankiewicz solo aportó un par de ingeniosas frases para el personaje de Miles, interpretado por George Sanders. Mankiewicz había dirigido a Gene Tierney, que encarnaba a Lucy Muir, en su opera primera, El castillo de Dragonwyck (1946), en la que reemplazó a Ernst Lubisch, quien abandonó el proyecto por problemas de salud. En esa obra, el personaje de Tierney también aspira a otra vida fuera del entorno familiar conocido, con el que parecen satisfechos y conformes tanto su puritano padre como su madre y hermana. En ambos casos las dos mujeres quieren irse por hambre de vida, aunque en el caso de la protagonista de El castillo de Dragonwyck, al ser más joven, más que por liberarse de una vida impuesta, por conocer otros lugares, otras gentes, otras opciones de vida. De todas maneras, no fue Gene Tierney la primera opción para interpretar a la menuda Lucy Muir. Según Amanda Duff, esposa de Philip Dunne, acordaron interpretar a la pareja protagonista Katharine Hepburn y Spencer Tracy, pero esté cambió de opinión, por lo que ella también abandonó el proyecto. Fueron también consideradas además Norma Shearer, Olivia de Havilland y Claudette Colbert. En principio, Richard Ney fue elegido para interpretar a Miles, pero, ya iniciado el rodaje, fue prontamente reemplazado, por ser considerado inadecudo. Después de dos días de rodaje fue puesto en cuestión que la interpretación de Tierney fuera tan exuberante y vivaz, como si protagonizara una screwball comedy, por lo que se volvieron a rodar los planos ahora con una interpretación más interiorizada, como corrientes internas que aún no se hubieran manifestado. Esa profundidad se extiende a la obra, que se caracteriza, pese a su vitalismo, por una honda melancolía. Sus apuntes de comedia no se imponen a su naturaleza de melodrama romántico que parece mirar hacia distancias que siempre parecen inasibles, con el paso del tiempo como una herida abierta, en particular, porque las elipsis temporales son más acusadas que en la novela (tres moduladas magistralmente por el diferente estado, de progresivo deterioro, de palo junto a la orilla del mar en el que la hija Anna esculpió su nombre). En la novela transcurren entre diez y quince años entre que Lucy se establece en Gull Cottage y se decide a escribir el libro por las penurias económicas. En la película, en cambio, acontece antes que la decepción amorosa (la mayor parte de los sucesos se concentran en un más reducido periodo de tiempo, un año; las elipsis temporales se concentran  en sus diez minutos finales). Esta modificación acreciente el poso de la frustración o decepción amorosa como asunción de una imposibilidad, en la que el mismo paso del tiempo abunda en la derrota. El logro solo será posible en los sueños, con el fantasma de una ilusión.

En la película el desarrollo dramático se concentra de modo más remarcado en la singular relación entre Lucy y el capitán Gregg, con la puntual interferencia de Miles. En la novela disponen de más relevancia los dos hijos, en especial el hijo (que en la película literalmente desaparece), como contrapunto que evidencia cuán efectiva puede ser la influencia contra la que ella se rebeló, el modo de pensar y ser de la familia de su marido, en especial Eva, la hermana (en la novela también son dos), su principal oponente, obstinada en conseguir que Lucy rectifique y vuelva al redil. En la película se reducen y reajustan sus intervenciones (y en una se añade al personaje de la madre, cuando la visitan; secuencia planteada en tono de comedia, por las intervenciones del capitán Gregg). Al invertirse el orden de los acontecimientos, la fallida relación con Miles y la escritura de la novela marina, Lucy no conoce a Miles en la costa sino en la agencia editorial (en la novela se presenta, entre otras dedicaciones, como escritor; define su condición errática). No la sorprende con otra amante, sino que conoce a la esposa que ignoraba que tenía cuando decide visitarle por sorpresa (con un ingenioso uso de las pinturas; si para Lucy el retrato del Capitán Gregg representa su sueño y determinación, segundos antes de que aparezca en el salón la esposa, Lucy contempla un retrato de ella con sus dos hijos). Obviamente, a diferencia de la novela, ya que es una adaptación cinematográfica, la voz del capitán Gregg sí dispone de cuerpo o apariencia. Al respecto, por cuestión de agilizar la producción, decidieron evitar añadir efectos especiales a sus apariciones lo que propicia una naturalidad que resulta mucho más sugerente. La película, excelente, una de las más logradas, a mi parecer, de Mankiewicz, junto a Mujeres en Venecia (1967), El día de los tramposos (1970) y La huella (1972), es una admirable adaptación cinematográfica, que transpira la misma melancolía que corta como un filo en ambas conclusiones, cuyas particulares modificaciones, supresiones (y algunos añadidos) le confieren su singular personalidad, otro exquisito melodrama romántico, con elementos fantásticos, habitual en aquellos años, como Su milagro de amor (The enchanted cottage, 1945), de John Cromwell y Jenny (Portrait of Jennie, 1948), de William Dieterle, con la que comparte excepcional banda sonora de Bernard Herrmann, quien reconoció que consideraba como su predilecta la que compuso para El fantasma y la señora Muir. Su música irradia tanto el anhelo de la singladura de un sueño a mar abierto como las tinieblas de sus galernas.

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