jueves, 15 de octubre de 2020

La torre vigía (Impedimenta), de Elizabeth Harrower

                               

El abuso, el autoengaño y la interrogante. Hay quien impone su voluntad como si él fuese una deidad encargada de garantizar que nada ni nadie sea valorado jamás, porque está celoso de todo cuanto está vivo, como es el caso del empresario Félix. Su amargura le impele a ser un dictador en su parcela de relaciones. Hay quien se vuelve adicta al autoengaño, como Laura, porque cree que él puede representar la seguridad. Cree que él puede cambiar y ser amable con ella. Se compadece de él, eso la esclaviza.  Por eso, opta por la renuncia, acata esa voluntad, esa determinación de modo de relación (en suma, de realidad cotidiana, como si no pudiera ser de otra manera lo que no es sino un escenario impuesto), porque cree que, en algún momento, dado que la considera una afección o enfermedad que curar (por lo que le ha hecho la vida), podrá transformarle (curarle) para dejar de ser un ser colérico y agresivo. Y hay quien se interroga sobre el por qué se enquistan ese tipo de relaciones sentimentales, por qué se encostra ese modo de relación con la realidad, de habitarla, por imposición de unos y resignación enajenada de otros, como Clare, que se siente como si ella fuese una recién llegada de otro tiempo y de otro lugar, con la esperanza de que la tierra fuese un sitio muy diferente del que era en realidad, y se dice, con desesperada perplejidad, podríamos hacerlo todo, y hacemos esto. Qué insuficiente. Esa insuficiencia es diseccionada en La torre vigía (Impedimenta), de la escritora australiana Elizabeth Harrower (1928-2020). La novela fue publicada en 1966, pero su acción transcurre entre el estallido de la segunda guerra mundial y los años de la posguerra. Unos años de (intento de) cambio y la evocación de los cimientos (de la inmovilización).

Bisoñas, triviales, seguras, avergonzadas, las hermanas Vaizey formaban parte de un auditorio que presenciaba la destrucción de la luz del mundo, desde las butacas rojas acolchadas en una oscuridad desinfectada que olía a lilas. Se hallaban constreñidas en sí mismas y en sus escasos centímetros cuadrados de conocimiento y experiencia. Percibían en cada una de ellas la ineptitud, la vacuidad y la frustración de quien busca agua en un pozo seco. Son espectadoras en la pantalla de una guerra más allá de su parcela de vida, sin saber que serán protagonistas de una guerra, alargada durante tres lustros, en el hogar que conformarán ambas hermanas, Laura y Clare, con el marido de la primera, Félix, al que se puede decir que traspasa, como quien pasa un testigo, la madre de ambas, tan árida y egoísta como Félix. La señora Vaizey era como un parque donde nunca se hubieran retirado los carteles de <<No pisar el césped>>.  Son desiertos emocionales una y otro, y esa carencia la descargan sobre los otros, amargando su existencia. Laura y Clare resisten el asedio voraz de Félix, ya que es alguien que necesita sentir que conmociona la vida de los demás. Es lo que le suministra satisfacción, cómo afecta su conducta a la vida de los demás, cómo las zarandea. Hacía meses que ellas habían aprendido que no había mejor defensa que el silencio, que, en realidad, no era defensa alguna. Él disfrutaba engatusándolas para que hablasen, pero sabían bien que cualquier respuesta, por breve que fuera, bastaba para llevarlo hasta el borde. Y él no tenía ningún inconveniente en traspasar ese límite. Félix es ese tipo de persona, o dictador emocional, que necesita generar una circunstancia tensa, conflictiva. Cualquier intento de diálogo es inefectivo, como descubrirá Clare, porque no hay propósito dialéctico, sino el regusto en meramente revolver las aguas para disfrutar de la impotencia o desesperación de aquellas de las que absorbe su perturbación para sentir que su caos, su carencia personal, dispone de un propósito, o quizás sea mejor decir, una recompensa. Compensa su falta de autoestima generando desazón a los demás. Intenta inocularles su propia amargura.

Su dictadura encuentra un cómplice en quien se engaña pensando que si es así no es por elección sino que ha sido condicionado por lo sufrido en su vida pretérita. Laura había leído libros. En todos, salvo en las escasas historias dramáticas en los siglos anteriores, que versaban sobre personajes y circunstancias ridículamente ajenos a ella, todo acababa bien para las jóvenes heroínas. Aunque sus planes se hicieran añicos, y no hubiera ninguna esperanza, al final siempre resultaba que se había producido algún malentendido. Las chicas y sus amados se encaminaban a continuación hacia un futuro teñido de todos los colores del arco iris. ¿Acaso no era ella una joven heroína? Laura edificará su vida sobre un malentendido, la errada concepción de por qué es como es su marido, y cómo su misión y propósito es asistirle, ayudarle, a superar esa condición, que no es su naturaleza. Como buena inconsciente esbirra se convertirá en su enajenada extensión o defensora. Necesita ese autoengaño, sino su vida se derrumbaría, y descubriría que no es una heroína sino una sirvienta de un ser miserable y mezquino. Además, necesita la seguridad que le suministra, porque ¿qué sería capaz de realizar ella si dependiera de su voluntad y determinación?

En cambio, Clare no deja de resistirse. No deja de preguntarse sobre su realidad y esa realidad que hay afuera, las consonancias entre su parcela de vida y el exterior, y la dificultad de poder definir el modo de actuar de los humanos. Los extraños y molestos individuos cuyas  historias se asemejaban extrañamente entre ellas no eran tan fáciles de clasificar. Se da cuenta de que resulta difícil percibir cómo son los demás, y de que, por lo tanto, lo es que sea percibida, y comprendida, por los demás. Si mintiera o actuara todo el tiempo, ninguna de las personas que conocía o que había conocido se percataría de ello; de igual modo, cuando se comportaba tal como era, tampoco nadie se daba cuenta. Por lo tanto, ¿qué o cómo somos, en qué se fundamenta ese teatro de relaciones que se establecen? Clare es testigo impotente de la paulatina desaparición de su hermana, como si se descompusiera en la misma sombra de Félix, mientras ella forcejea para encontrarse, para perfilar cuál es su lugar, cómo es en un escenario de relaciones que parecen encasquillarse en la insuficiencia, asumida con delectación mezquina o resignación por los intérpretes de una función que ellos mismos ignoran que lo es. Por eso, la pregunta no es sólo quiénes somos, sino por qué no somos buenos. Por qué, con tanta facilidad, hacemos daño. Había empezado a sospechar que el afecto, el amor, carecían de propósito alguno. Las personas podían amarse sinceramente, dormir juntas, vivir juntas armoniosa o tormentosamente durante años y, aun así, en cierto modo, para nada. (…) El exterior era un lugar de papel de seda de colores por donde las personas se desplazaban ‘ignorantes de la realidad’.

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