sábado, 10 de octubre de 2020

El hombre clave

El hombre clave (The nickel ride, 1974), de Robert Mulligan, con guión de Eric Roth, es una pequeña joya olvidada en el baúl de los recuerdos, que en su momento pasó desapercibida frente a otras obras de aquel thriller de los 70 de severa sobriedad y empapado de una tensa atmósfera de paranoia y de invisible, por incierta y ambigua, amenaza conspiratoria que pende cual invisible espada de Damocles sobre los protagonistas, caso de La conversación (1974) de Francis Coppola o El último testigo (1974) de Alan J Pakula, e incluso se puede extender a otros con figuras de detectives inmersos en un laberinto que es maraña y circulo sin fin (como una rueda de la fortuna trucada), caso de Chinatown (1975) de Roman Polanski y La noche se mueve (1975) de Arthur Penn. El hombre clave, que en principio iba a estar protagonizada po George C Scott, carece del renombre o de la mítica (fetichista) de esas obras, pero no desmerece a su lado. O con respecto a la obra propia que sí dispone de esa consideración, Muerte de un ruiseñor (1962). Junto a esta, y especialmente La noche de los gigantes (1968), es su obra más sugerente y lograda, sin olvidar El otro (1972). Su fracaso en taquilla quizá fuera la causa de que sus obras posteriores perdieran inspiración creativa y riesgo, como quien se repliega en zona confortable, más convencional y desvaída.

Los planos con los que se inicia la narración ya transpiran fatalidad y asfixia, la sensación de callejón sin salida, el plano del rostro de Coop (excelente Jason Miller), un pequeño jefe del sindicato de la mafia en un territorio de Los Ángeles, y el del callejón (vacío, nocturno) de unos almacenes, aquellos que está pugnando por conseguir realizar la transacción de compra para la organización. La dificultad en conseguirlo, la demora en la respuesta de quienes tienen que corroborarle si aceptan o no, añadido a fracasos como el de conseguir que un manager convenza a su púgil para que acceda a un tongo perdiendo un combate en el que sus jefes han apostado, genera una progresiva tensión, de latente crispación, en la que pende, para Coop, aunque no se lo expliciten, la amenaza de que sus jefes van a ordenar matarle en cualquier momento.

La narración se vertebra sobre la ambiguedad del comportamiento de los otros, en especial del nuevo joven sicario contratado, Turner (Bo Hopkins), de inquietante sonrisa bajo su apariencia de inocuo dibujo animado con atuendo de cowboy: cada aparición, o irrupción, es como el amago de una amenaza que parece incrementar hasta el infinito el redoble de tambor de su materialización: en cada conversación late lo imprevisible agazapado: la secuencia en la que conversan en su despacho, con Coop con una mano bajo su chaqueta asiendo la pistola mientras escucha la excéntrica cháchara de Turner (de secuencias como ésta u otras han debido tomar buena nota Tarantino o los Coen). Coop, a la espera de que le confirmen o no si es factible la compra de los almacenes (para informar a su vez a sus jefes)  se refugia en su casa en el campo, con su novia, Sarah (Linda Haynes). No se disipa la sensación de que en cualquier momento puede aparecer alguien, en concreto Turner, para matarle.

Una perturbación atmosférica que se traza con la paradoja, la solar dirección de fotografía de Jordan Cronenwerth que ejerce de envenenado contraste: Hay mucha luz pero nada se ve, todo es incierto, ¿exagera en su paranoia Coop o es amenaza real? ¿Lo que se aparenta, o expresa, de modo frontal ciega como el exceso de luz que más que iluminar confunde y desorienta? La realidad se abre en canal con la incertidumbre de lo que pudiera ocurrir. Un cambio de plano y la realidad muestra un rastro que enmaraña las interrogantes con las intuiciones. En particular, el momento en que Coop y Sarah entran en la casa y descubren unas huellas de barro; Coop aprecia que no está su pistola en el cajón donde la ha dejado; mira en la casa empuñando una barra de hierro pero no hay nadie. La angustia se va sedimentando progresivamente, una sensación de urgente intemperie, de desgarrada vulnerabilidad, expresada con una narrativa tan precisa como sobria y elíptica. Da igual si es un entorno urbano o un entorno rural, si estás aislado en una cabaña con tu novia o rodeado de gente, incluso amigos, en un bar de la ciudad, cualquiera amenaza, en forma de desesperante amago, puede desestabilizar tu circunstancia. Por eso, en la resolución un vacío, por fin, se llena con la amenaza negada como un colmillo enfundado en una sonrisa. El fuera de campo anunciado, que no dejaba de amagar, hace acto de aparición. Y ya eres un cuerpo que decora el espacio de la rutina como la constatación de que la materia de la realidad esconde sus brechas como filos disimulados. A Coop le llaman el hombre clave, el hombre de las llaves. El último plano corresponde a ese llavero con múltiples llaves. Pero la realidad cerró todas sus puertas para él, como si no las hubiera.

 

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