martes, 22 de septiembre de 2020

La soledad del corredor de fondo

 

La vida puede ser una carrera a ninguna parte, aunque te estén señalando cuál es la dirección que debes seguir, como así lo han hecho los que te preceden. Detenerte es rechazar esa ilusoria dirección que no es sino un engaño que alquilará y anulará tu vida hasta tu muerte. Colin Smith (Tom Courtenay),  el protagonista de La soledad del corredor de fondo (The loneliness of the long distance runner, 1962), de Tony Richardson, deseaba, cuando era niño, perderse. Pero dando sus primeros pasos como adulto ha constatado cuán difícil es lograr perderse. Hay quien le señala que tiende a huir. No corre hacia una meta o propósito, no para ganar ni lograr algo, sino que simplemente huye de un entorno, un modo de vida del que no quiere ser partícipe. Ya ha avistado que la vida de los adultos, a su alrededor, se define por un mismo patrón. Las relaciones maritales se deterioran progresivamente, y se convierte en una rutina de bilis y entumecimiento compartidos, como su madre reprochaba a su padre que no trajera el suficiente dinero a casa y él le reprochaba a ella sus flirteos con otros hombres. Colin no quiere esa vida, no quiere que su vida sea como la de su padre, un obrero de tantos que embarga su vida para conseguir un raquítico salario. Ya percibe los engaños de lo que no será, como los muebles expuestos en el escaparate de una tienda. Colin, en suma, es un joven de extracción social baja que no ve nada claro su futuro, o que no acepta aquello a lo que está destinado, una casilla ya predeterminada. Colin quiere huir de esa prisión no visible, aunque no sabe cómo.


La narración, tras presentarle corriendo, emblema de su circunstancia vital, comienza con su reclusión un reformatorio por robar un dinero en una panadería. La estructura del relato combina tiempos, los de la estancia en el reformatorio con su vida anterior, o un sutil modo de mostrar causas y efecto (de una resistencia), y asociar dos tipos de reclusiones. En el reformatorio, otro espacio roturado donde cada uno tiene su posición adjudicada, el director (Michael Redgrave) le plantea, por sus cualidades de corredor de fondo, representar a la institución para ganar una carrera contra un colegio de niños ricos. Esa oportunidad, por añadidura, implica poder acceder a una posición privilegiada. Si destacas puedes acceder a los privilegios de los que disfrutan los de clase dominante. Para los otros chicos, provenientes de su mismo entorno, se convierte en un esbirro. El deporte también era el medio por el que el jugador de rugby Machin (Richard Harris) conseguía acceso, en El ingenuo salvaje (This sporting life, 1963), de Lindsay Anderson, a los lujos y placeres inalcanzables para la vida de privaciones de los nacidos en un entorno de extracción social baja, la vida de los obreros y peones que miraban la vida desde la distancia, como Colin mira desde una colina, junto a Audrey (Topsy Jane), la chica que le gusta, la grisura de esa ciudad de la que quiere huir. Por eso rechaza el empleo en la fábrica de su padre, fallecido recientemente, aunque para él su vida era la de un muerto desde hace décadas atrás, desde que aceptó que su restringida casilla de vida de privaciones era ineluctable. Colin quema un billete del dinero recibido por el seguro, tras la muerte de su padre, porque lo considera la ilusoria recompensa que intenta disimular un sometimiento.


Colin roba como si eso fuera el acceso a otra realidad, aunque más bien es el gesto de quien no quiere resignarse a ser lo que la falta de oportunidades de su posición en el entorno le determina. Entre las dunas, junto al mar, por un momento fuera de la realidad, comparte su insatisfacción con Audrey, sus ansias de no vivir esa vida que siente como predeterminada. Dunas, un espacio cambiante, y un diseño de vida al que no quiere ajustarse aunque no sabe cuál es la línea de puntos con la que perfilar la vida que desea, y que sienta controlar, no programada por una estructuración social en la que le ha tocado en suerte una posición de salida en las posiciones más bajas. Para Colin solo quedará el gesto de sublevación o disidencia. La resistencia a ganar la carrera, aunque pueda hacerlo, es una forma de rebelarse ante un sistema que le sojuzga y convierte en cosa, en alguien que se convierte en algo si acepta su lugar en el mundo. La victoria significaría sumisión. Aunque corra contra los estudiantes de clase alta, ganarles no implicaría sino derrota, ya que significaría que acepta unas reglas de juego. Si gana es un privilegiado, porque le concederían esa distinción por ser un ganador, por disponer de unas determinadas cualidades en una de las diversas competiciones de la vida. No quiere ser un esbirro.


 Alan Sillitoe fue una figura fundamental para el Free cinema, uno de los grandes literatos de aquella generación de Angry Young men. Su relato La soledad del corredor de fondo (Debate) y su novela Sábado noche, domingo mañana (Impedimenta) sirvieron de base para dos obras marcadas por una ilusoria luminosidad (una luz que ciega los ojos), dos retratos de jóvenes de baja extracción, un obrero (y sus contradicciones) y alguien que se niega precisamente a ser un obrero. No fue el único. Las excelentes novelas de John Braine y David Storey, Un lugar en la cumbre (Impedimenta) y El ingenuo salvaje (Impedimenta), dirigidas respectivamente por Jack Clayton y Lindsay Anderson, fueron adaptadas en otras dos de las mejores obras de aquel efímero movimiento cinematográfico que mordía en la yugular de un sistema clasista (o definido por unas desorbitadas desproporciones en la disposición de poder adquisitivo). Dos hombres que accedían a un posición privilegiada, uno por sus aptitudes deportivas (como ha seguido siendo en este sistema capitalista) y el otro por aptitudes arribistas o el desprendimiento de molestos escrúpulos para poder acceder, a costa de quien sea, a la posición de privilegio. Unos corren hacia la cumbre, una dirección bien definida, no solo para huir de un entorno, sino para integrarse en un sistema que genera las carencias del modo de vida de ese entorno con el que quería interponer distancia (como la que separa un abismo), y otros corren para huir de ese sistema que les aprisiona, aunque su huida esté condenada al fracaso, ya que seguirán condenados, como el protagonista de La soledad del corredor de fondo, a su posición de figura marginal e intercambiable entre los que no disponen de privilegio alguno. En la última secuencia, junto a otros de los chicos en el reformatorio, maniobra con unas máscaras de gas. Es lo único que le queda, la ilusión de encontrar una máscara de gas con la que sentir que se protege del gas de un modo de vida que le matará lentamente como a su padre.

 

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