martes, 8 de septiembre de 2020

La bella y la bestia (1946)


 Jean Cocteau, en los títulos de crédito, apela a la ingenuidad de la mirada de un niño (a su recuperación) para sumergirse en esta hermosa fábula fantástica que es La bella y la bestia (La bella y la bete, 1946). No sólo porque un niño pueda aceptar lo inusitado como literal (o natural, algo que es posible), sino porque en la mirada del asombro también reside la mirada del descubrimiento, la que es capaz de ver las cosas por primera vez. En la alegoría reside la condensación del arquetipo, ese substrato que alienta a las fábulas y los cuentos de hadas. En las secuencias iniciales vemos a Cocteau, cual profesor, ante los dos actores protagonistas, Jean Marais y Jossete Day, escribir con tiza sus nombres en una pizarra. Nos sitúa al mismo tiempo en el espacio del artificio, evidenciado como tal (la constitución de todo relato, un espacio aparte, imaginario que habitar provisionalmente) y como mediación del citado substrato simbólico o alegórico. Cocteau adapta la obra de Jeanne-Marie Leprince de Beaumont, con un cautivador y fascinante diseño visual, desde la fotografía de Henri Alekan a la dirección artística de Christian Berard, y el asombroso maquillaje de Agop Arakelian (que suponía cinco horas de trabajo con Jean Marais). Cocteau cultiva, cual exquisito orfebre, la magia de lo insólito: un castillo en cuyo pasillo de entrada, unos brazos sostienen unos candelabros, en sus estancias las estatuas y bustos son rostros animados que observan; las manos de la bestia humean; hay sombras que parecen separadas de la figura que la proyecta; caballos que responden a las palabras mágicas; jardines donde palpita lo feérico entre estatuas de perros y luminosas edificaciones de cristal en medio del bosque; y espejos que revelan mediante la distorsión simbólica la mezquina entraña del que se mira o que en cambio reflejan a los que se reconocen (uno es el otro).

                               
En las primeras secuencias nos presentan el espacio prosaico en el que Bella vive con su padre y sus tres hermanos (a los que mueve la codicia y la vanidad). Bella, en cambio, quiere a su padre ante todo, y no tiene reparos en dedicarse a las tareas de limpieza (cual cenicienta). Reveladora es la secuencia que nos presenta a Avenant, encarnado por Jean Marais, pretendiente de Bella, impetuoso y avasallador en su acercamiento. Apreciamos primero partes de su cuerpo, su brazo (como en el castillo, brazos en la entrada: espacio que ella cruza la primera vez como si fuera un umbral a otro mundo: Cocteau ralentiza los planos), entrevemos su figura tras ella, y por fin apreciamos su rostro reflejado en la tarima que está limpiando Bella. Este personaje es un definitorio añadido con respecto a la obra de Jeanne-Marie Leprince de Beaumont que se adapta; crucial porque el actor encarna a su vez a La bestia. Esas manos que abruptamente cogen a Bella se corresponden con las que le humean a la bestia en sus salidas nocturnas en busca de presa: la avidez carnívora, que a la bestia abruma, y que oculta en sus guantes.
                               
                               
                               
No es casual que la bestia deje un guante a Bella, para trasladarse en el espacio, cuando esta reside durante una semana a su casa debido a la infracción cometida por su padre de coger una rosa de su jardín.  Es particularmente hermoso  el momento en que ella aparece en la pared de la habitación de su padre en el primer salto espacial. Con ese guante ella puede trasladarse pero también retornar a la bestia; guante que acaricia con arrobo del mismo modo que la bestia lo hace con las sabanas en que ella ha dormido. En esa correspondencia entre Avenant y La bestia se trenzan dos líneas simbólicas, una el comportamiento primitivo, bruto y arrogante del hombre en su acercamiento a la mujer que pretende, invertido en la bestia que sufre porque quiere verse en los ojos de ella como digno de amor, como humano, y como dice cuando parece agonizar, si fuera un hombre daría rienda suelta a su determinación avasalladora, pero para que su vulnerabilidad y fragilidad sea discernida, sólo siente la inclinación a postrarse, inerme (junto a una alberca con cisnes).
Si a través de los espejos es cómo ambos se comunicaban (se reflejaban el uno en el otro), y a través de un reflejo es cómo veíamos por primera vez a Avenant (sobre Bella), los cristales adquieren una manifiesta relevancia simbólica en la secuencia final. Avenant, sobre ellos, rompe los cristales del techo del templete para bajar y sustraer las pertenencias de la bestia (o lo que es lo mismo, poseer por la fuerza a Bella), pero es alcanzado por la flecha que dispara una de las estatuas. Cuando cae, es ahora la bestia, muerta, y a su vez la bestia adquiere los rasgos humanos, que son los mismos, pero con otro porte y talante, más delicado y respetuoso. Y esto engarza con la otra línea simbólica: el miedo de Bella, el miedo a la sexualidad, a ver al hombre como una amenaza, una bestia. Ya ha discernido tras el reflejo distorsionador de bestia al humano tras él, a quien es, o siente, como ella (y puede ser o sentirse tan frágil y vulnerable como ella). Cuando en brazos de la bestia, ya transformada en humano, éste pregunta si tiene miedo, ella dice que sí, pero que le gusta, porque está con él. Tras que ambos se desprendan de esos lastres de mutuos reflejos ofuscadores o distorsionadores sólo queda ascender en un vuelo en el que los miedos son desterrados y ambos ven y disciernen al otro cómo es, no como una presa ni como una amenaza, sino como la mirada en la que se reconocen. 






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