jueves, 6 de agosto de 2020

Max y los chatarreros

En ocasiones, puede resultar sugestivo enfocar una obra previa de un autor desde el ángulo o filtro de obras posteriores, como quien realiza un travelling desde un plano detalle a un plano de conjunto (o también a la inversa). Este es el caso con Max y los chatarreros (Max et les ferrailleurs, 1971), de Claude Sautet, vista (filtrada) a través de sus dos últimas, e igual de admirables, obras, Corazón de invierno (Coeur en hiver, 1992) y Nelly y el señor Arnaud (Nelly et mr Arnaud, 1995) que, realmente, no es que fueran las dos primeras obras de Claute Sautet que viera, pero como si lo fueran, porque mi lejano recuerdo, en el océano de los tiempos de mi adolescencia, de algunas de las películas que Sautet había realizado en su etapa más prolífica, en la década de los 70, estaba más bien difuminado ( casi el recuerdo de atmósfera, de azul plomizo, como un cielo nublado). La interconexión, o inmediata asociación, entre Max y los chatarreros y sus dos últimas obras aconteció en los pasajes que constituyen el núcleo de la narración, los que comparten el inspector de policía Max (Michel Piccoli) y la prostituta Lily (Romy Schneider), entreverado por la representación, por la simulación, la manipulación, la puesta en escena o la distribución de roles, hasta que en el escenario (urdido, establecido, maleado) irrumpe como una fisura transgresora, perturbadora y desestabilizadora, la emoción y el sentimiento, como acaecerá en la lid emocional de los duetos entre los personajes de Emmanuelle Beart y Daniel Auteuil y la primera, de nuevo, y Michel Serrault en, respectivamente, Un corazón en invierno y Nelly y el señor Arnaud.
Max no se presenta como policía, sino como un banquero. La actitud y planteamiento de la relación mercantil desconcierta pero seduce a Lily: no hay intercambio sexual, compra su tiempo, su compañía. El propósito de esa representación es sutilmente lograr sugestionarla de que efectivamente es lo que aparenta ser, un banquero que comparte con ella confidencias, entre ellas, de su trabajo, como cuándo son los dos días del mes que disponen de más dinero, para que, sin recelo alguno, acabe sugiriendo a quien es su pareja, Abel (Bernard Fresson), y la banda de la que forma parte, que atraquen el banco que él supuestamente dirige. ¿Por qué propiciar un delito, por qué sembrar la semilla de una tentación, donde no hay intencionalidad? El círculo de ondas concéntricas revela una raíz retorcida. Max es un policía frustrado, con una creciente sensación de fracaso, que se siente rodeado, por un lado, de canallas, los delincuentes que se salen con la suya, o que le burlan (como en  el atraco inicial que él pensaba, por el informe de su confidente, que iba a realizarse en un diferente lugar), y por otro de imbéciles, sus propios compañeros, los cuales se burlan de su nuevo fracaso. El encuentro, en plena investigación, con un conocido del pasado, Abel (un primer plano del semblante del gran Piccoli, su mirada, la irrupción de los intensos acordes de la música de Philippe Sarde, ya nos hacen sentir que aquel cliente, asociado con su investigación, que ve en un taller es alguien que conoce, y que esa visión le trastoca hondamente) es el cruce (la coincidencia, la colisión) con la intrincada naturaleza del azar que posibilita, proyecta, la retorcida cartografía de su mente (conversan junto al mapa de las líneas de metro de París; una red, casi maraña, de líneas). Se encuentra, además, con lo que pudo ser, con lo que no ha sido. Abel es alguien con quien, 17 años atrás, compartió vida militar. Compartían los inicios de la vida, cuando aún se soñaba con cómo se perfilaría y qué se llegaría a ser.
Max se hace el encontradizo, indaga en su vida, y descubre que se dedica a la delincuencia a baja escala, con un grupo conocido como 'los chatarreros'. Un grupo de gente, como puntualiza el inspector de su zona, Kosinsky (Francois Perrier), a la que le gusta holgazanear en los bares, que no tiene mayores aspiraciones, o ínfulas. que delinquir con sus trapicheos con coches para sacar algo de dinero con la chatarra. Escasas ambiciones delictivas, conformidad con la chatarra de la vida, como chatarra vital se siente Max, quien ve en Abel alguien tan fracasado como él, aunque más que frustrado, como él, más bien resignado con sus menudencias de trabajos, conforme, como con el hecho de que su pareja, Lily, sea prostituta, porque principalmente la ama. Abel no se siente agraviado por la vida, no siente, con afectado dramatismo (aunque aparente ser una cámara presurizada), ese caer tan bajo al que se refiere Max. Abel acarrea, o vive, su vida mínima, su vida de chatarra, con un desapego que es más bien entumecimiento vital. Max decide aprovecharse de esa frustración anestesiada por la apatía, por ese desapego holgazaneador de partidas de cartas con sus amigos en el bar, y decide despertarla para lograr, con su enrevesada manipulación, a través de Lily, que Abel se decida a involucrar a sus amigos, tan frustrados como él, en la perpetración del atraco al banco, para arreglarse, mejorar, la vida (y perfilar un futuro sin tanta incertidumbre por la permanente precariedad).

Con lo que no cuenta Max es que durante la representación irrumpe, o brota, la imprevista emoción que rasga el escenario en el que los dos, Lily y él, parecían conformes. Aunque Max siga adelante con su propósito, obcecado por ese patético espejismo de triunfo, la materialización de las detenciones (aunque haya sido proporcionando a los delincuentes el señuelo, e incluso incentivarles a hacerlo), el sentimiento va minando, como una fisura que va expandiéndose, sus cimientos. Por eso, durante unos días dilata el proceso, porque son las citas con Lily las que quisiera que no tuvieran término dado lo que siente por ella. La representación se ha convertido en relación auténtica, y simulación y emoción entran en cortocircuito. Y lo mismo siente ella, por eso retrasa darle la información a Abel de cuál puede ser el idóneo día del robo, porque lo siente como una traición, porque también siente lo mismo que Max. Si Max no es capaz de subordinar no su deber sino su orgullo (la principal motivación de esta celada aviesamente urdida), Lily no puede evitar suministrar la información por la desesperación creciente de Abel, a quien Max, y luego ella, han prendido la mecha de la sensación de fracaso vital y resignado conformismo.

El quiebro definitivo es la sobrecogedora secuencia en la que Lily descubre que Max es policía (en un bar, un lugar público, con el espejo como hiriente presencia, como el enfrentamiento descarnado entre los personajes de Beart y Auteuil en Un corazón en invierno, cuando ella le reprocha su falta de valor emocional camuflado en su representación, en sus retorcidas manipulaciones). A Max el escenario se le ha ido de las manos, y ha demolido toda mínima posibilidad de dar espacio a las emociones. Sólo resta el gesto desesperado que le haga sentir otro espejismo, que el escenario puede ser demolido. Sus remordimientos le impulsan a disparar contra el oficial de policía dispuesto a detener también a Lily. Pero sólo es el gesto de la impotencia, aquel que sume en el silencio del abismo. Al fin y al cabo, se está disparando a sí mismo.

 


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