domingo, 9 de agosto de 2020

La muchacha del trapecio rojo

 

El multimillonario Harry Kendall Thaw asesinó, el 21 de junio de 1906, al arquitecto Stanford White delante de los espectadores que atendían a la representación de Mam’zelle Champagne en el Madison Square Garden. No dejaba de ser su acto otro pasaje de la representación dramática que su enajenada e inestable mente había generado. En la secuencia inicial de La muchacha del trapecio rojo (The girl in the red velvet swing, 1955), de Richard Fleischer, se define con precisión la fisura (en la mente de Thaw) de esa animadversión. Stanford White (Ray Milland) y su esposa ocupan la mesa que Thaw (Farley Granger) había reservado, aunque haya aparecido una hora y tres cuartos más tarde. Para Thaw no es excusa, acostumbrado como está a que complazcan sus caprichos. Esa contrariedad le irrita sobremanera porque Stanford White representa para él aquel que no permite que ocupe, socialmente, el espacio que quiere protagonizar. Es una figura que ocupa el primer plano de la notoriedad por sus creaciones arquitectónicas. En el escenario social es una figura admirada y requerida. Thaw siente que le relega a un segundo plano, pese a que se esfuerce denodadamente, haciendo uso de su dinero, con la organización de fiestas. White es arquitecto. Ha cimentado, y erigido, su prestigio con su labor. Thaw, en cambio, se aprovecha de los cimientos concedidos por nacimiento, gracias a la riqueza cosechada por su padre con el negocio ferroviario y el carbón. Thaw quiere que su posición social, simplemente afirmada en su opulencia económica, sea la que ratifique su protagonismo en cualquier compartimento del escenario social. Ha crecido con la convicción de que su voluntad debe ser complacida. Para él no es la creatividad la seña de distinción sino la riqueza acumulada. La economía marca la posición de clase y remarca la servidumbre.  Quien más tiene o más puede comprar, según él, es quien debe ser el centro de atención social y, por lo tanto, complacido antes que nadie. White ha construido con su talento una sombra que ensombrece su aspiración de notoriedad. El fundamental conflicto estará relacionado con el escenario afectivo y sexual. Thaw se enamora de la actriz Evelyn Nesbitt (Joan Collins), quien a su vez está enamorada de Stanford. ¿Su enamoramiento también implica una compulsiva necesidad de apropiarse de lo que ocupa, aunque sea por influjo, White?

El  guionista austríaco Walter Reisch propuso a Charles Brackett la idea. Ambos habían colaborado, junto a Billy Wilder, en Ninotchka (1939), de Ernst Lubitsch, y junto a Richard L Breen, en Casado y con dos suegras (The mating season, 1951), de Mitchell Leisen, La modelo y la casamentera (The model and the marriage bróker, 1952), de George Cukor, El hundimiento del Titanic (Titanic, 1953), de Jean Negulesco o Niagara (id, 1953), de Henry Hathaway. En esta ocasión, ambos elaboraron el guion sin un tercero, y Brackett produjo la película para Fox (reincidirían en la misma colaboración cuatro años después en la también estupenda Viaje al centro de la tierra, 1959, de Henry Levin). Richard Fleischer, con su singular y refinado dominio de las composiciones, desarrollaría otro agudo análisis contextualizador de una mente desquiciada y enajenada en tal extremo que borra la realidad que le perturba, o que no satisface su compulsiva ansia de dominio escénico, mediante el asesinato. Otras variantes serán sus magníficas Impulso criminal (Compulsion, 1959), El estrangulador de Boston (The Boston strangler, 1968) y El estrangulador de Rillington place (10, Rillington place, 1970).  El actor Farley Granger interpreta otra variante del infractor de la ley tras sus personajes de Los amantes de la noche (They live by night, 1949), La soga (The rope, 1948), de Alfred Hitchcock, Nube de sangre (Edge of doom, 1950) y Side Street (1950), de Anthony Mann, personajes más sensibles, desbordados por la circunstancias, e incluso febriles en su desesperación. La arrogante y contenida tortuosidad de su personaje en La muchacha del trapecio rojo puede estar más próxima a la abyecta indiferencia del manipulador sentimental que había interpretado en Senso (1954), de Luchino Visconti. Marilyn Monroe fue la opción inicial para interpretar a la protagonista, pero se negó, por lo que fue sancionada por la Fox.

Evelyn es la chica del trapecio rojo (o en la versión original, del columpio de terciopelo rojo). White en una de sus habitaciones de la planta superior de su (refinadamente decorada) casa dispone de ese columpio, componente de una habitación que fue diseñada para un cliente que, por problemas económicos, no pudo pagarla por lo que Stanford se quedó con ella, como un decorado ornamental, el decorado de un sueño (romántico). En lo alto, una ventana circular, un óculo, que White asocia con la luna, hacia la que se balancea la persona que ocupa el columpio. Junto a ese columpio se besan por primera vez Evelyn y White. Pero Evelyn no conseguirá balancearse en ese columpio, en un sentido figurado, porque White será una luna escurridiza y voluble, más bien definido por la indeterminación. Óculo, en latín, es ojo. La mirada de White no la enfoca con la determinación y constancia que ella quisiera. En cierta secuencia, por dos veces, le insta a que se marche, y por dos veces la coge del brazo para que se quede. White siente lo mismo, pero por la diferencia de edad (él tiene 48 años y ella dieciséis) y su condición de casado (con su esposa ausente, necesitada de un tratamiento médico en una clínica europea), opta por interponer distancia, aunque en ocasiones no pueda evitar dejarse arrastrar por su sentimiento y deseo, por lo que se convierte en una voluntad oscilante y desconcertante que aboca, finalmente, a Evelyn a una crisis nerviosa por esa indeterminación.

Esa fluctuación contrasta con el empecinamiento de Thaw quien más bien actúa como una flecha que no cede al desaliento por su insistencia en conseguir los favores de Evelyn. Pero tampoco podrá balancearse en el columpio, aunque se case con ella, porque la luna que quiere alcanzar no dejará de orbitar alrededor de otro, aquel que siempre ocupa el espacio que quiere protagonizar. En un entorno helado, rodeado de nieve, durante su viaje por Europa, discutirá agriamente con Evelyn. Su obsesión con White convierte su relación en una constante cámara de torturas en forma de abrumadores interrogatorios. Su enajenación, su necesidad de que el escenario de la realidad sea el que él desea que sea, intenta denodadamente que la versión de la realidad sea la que él prefiere: White no es alguien idealizado por Evelyn sino alguien que la degradó, aprovechándose sexualmente de ella.

En cierto tramo de la narración de La muchacha del trapecio rojo, la figura de White es meramente una perturbación, para uno y otra. Al ser un fuera de campo presente, valga la paradojaes un cuerpo que rasga, con cada aparición (en un restaurante, en el teatro) ese decorado con el que Thaw se esfuerza en ocultar el decorado de los sueños truncados de Evelyn (que a su vez, por extensión, evidencia el sueño truncado de Thaw). Esa figura es el recordatorio, para una y otro, de su vida inmóvil. No hay balanceo ni luna de ensueño que poder alcanzar. El matrimonio, para Evelyn, parece el purgatorio en el que penar su frustración, como si hubiera elegido al torturador más retorcido para contrarrestar con otro tipo de sufrimiento el dolor de lo imposibilitado por la indeterminación de White. Para quien vive, como Thaw, en un escenario, más que en un espacio real, esa figura es la constante intrusión de un actor que no debería ser parte de su obra, un personaje que debería desaparecer. Por eso le dispara como si su drama escénico fuera más importante que cualquier representación que acontezca en un escenario. Evelyn, por su parte, será abocada a convertirse, meramente, en una figura escénica. Tras ser repudiada por la madre de Thaw, ya que la consideran el cuerpo virulento que infectó a su hijo, será la muchacha del trapecio rojo sobre un manifiesto escenario teatral. Quien fue maltratado objeto de deseo  y fue sujeto de deseo frustrado ya solo es impersonal pantalla de ilusión en un escenario que asemeja a una vitrina. Una luna de alquiler provisional para otros sueños. Su balanceo queda expuesto como un impulso que es mera ficción que concluye en sí misma.

 

 

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