lunes, 24 de agosto de 2020

La momia (1932)

 La transgresión del espacio y el tiempo. La secuencia inicial de La momia (The mummy, 1932), de Karl Freund, puede inscribirse en cualquier antología del cine de terror, por su afinado uso del fuera de campo y la dilatación temporal. O cómo saber gestar una atmósfera, mediante la medida dosificación de detalles inquietantes y la sugerencia. Tres arqueólogos, sir Joseph Whemple (Arthur Byron), Dr Muller (Edward Van Sloan) y Ralph Norton (Bramwell Fletcher) han descubierto una tumba egipcia. Primer detalle singular: a la momia que han encontrado no la evisceraron como solían hacer a todas las momias. Segundo detalle: se aprecia en las vendas que debió forcejear dentro del sarcófago, lo que indica que la enterraron viva. Tercero: está borrado el sello sagrado en el sarcófago, con el que se podía guiar al más allá; es decir, también se le había condenado en el más allá, lo que indica que había cometido una grave infracción. Cuarto era un sumo sacerdote de nombre Imhotep. En la caja que lo acompaña hay una inscripción que señala una maldición para todo aquel que la abra. Los dos arqueólogos veteranos discuten sobre la pertinencia de de abrirla o no, y sale fuera del habitáculo para dirimirlo. Norton, el más joven, se queda dentro. Norton no deja de echar ojeadas hacia el recipiente sin lograr concentrarse en el pergamino que intenta traducir; abre el recipiente, y encuentra el papiro de Thoth, con el que se supone que Isis logró la resurrección de Osiris, que tanto anhelaban encontrar. La secuencia se modula sobre el silencio o falta de ruidos y la exasperación de la dilatación, incrementándose progresivamente, de modo velado, la tensión.  Freund realiza una premonitoria panorámica desde el joven al sarcófago cuando empieza a leer el papiro. Acompasado a sus susurros mientras traduce, como si sus palabras reanimaran o se dotaran de cuerpo, pasa a un primer plano de la momia, que muy lentamente abre los ojos, y desplaza igual de pausadamente sus brazos. Sobre la mesa en la que está el papiro irrumpe (aparece) la mano de la momia, que coge el papiro. El joven retrocede gritando, estallando en una carcajada histérica mientras se escucha el roce de las vendas. El sonido de las vendas que se arrastran y la carcajada desquiciada son el fruto del silencio (o tiempo amordazado) que fue transgredido por unos susurros infractores. Una secuencia modélica.

Como lo será, diez años después, en 1932, la aparición de Imhotep, bajo el nombre Ardeth Bay (Boris Karloff), en sombras, en la puerta de los nuevos expedicionarios. Su propósito, en apariencia desinteresado, no es otro que el de informarles dónde pueden encontrar la tumba de la princesa Anckesenamon. Resulta particularmente admirable la caracterización e interpretación de Boris Karloff, con esa rigidez corporal, esos movimientos lentos, casi pétreos, esa piel cuarteada, esa mirada sombría que súbitamente se ilumina, cuando hipnotiza a alguien. En principio la obra iba a estar centrada en el ocultista, alquimista e hipnotizador italiano Alessandro Cagliostro. Por encargo de Carl Laemmle, que buscaba alguna otra singular figura siniestra que reportara a la Universal otro éxito como Dracula (1931), de Todd Browning y Frankenstein (1931), de James Whale, Richard Schayer y Nina Wilcox Putnam desarrollaron un tratamiento de nueve páginas sobre un alquimista de 3.000 años de edad que sobrevivía inyectándose nitratos. Laemmle encargó a John L Balderston, que había adaptado, para Dracula, la adaptación teatral de la novela de Bram Stoker, que desarrollara el guion. Balderston trasladó la acción de San Francisco a Egipto, inspirado por el descubrimiento de la tumba de Tutankhamon que había cubierto como periodista, y modificó la trama: la dinamo ya no era la venganza que ejecutaba el protagonista sobre todas las mujeres que se parecían a la mujer que amó sino el intento de revivir a la mujer que amó siglos atrás. Sería contratado para dirigirla Karl Freund, hasta entonces conspicuo director de fotografía en obras de Fritz Lang, Friederich Murnau, Arno Waggener o Todd Browning. Freund realizó con su primera obra un fascinante cuento tan tenebroso como lacerantemente romántico.

La distancia, temporal y espacial, se entreveran en La momia. Cuando encuentran la puerta sellada de la tumbra de Anckesenamon, se produce otra elipsis: el siguiente plano nos muestra a Helen (Zita Johann), aquella mujer en la que Ardeth verá la reencarnación de la princesa. Y nos la presentan, precisamente, mirando hacia la distancia (su contraplano una pirámide; pero es una mirada que no sólo mira a la distancia espacial). Bey causa la muerte, ante su estanque, a distancia. Las aguas de un estanque, una materia que fluye, equiparación con el tiempo que se escurre, efímero, se torna humo, y condensa, como la imagen en un espejo, la historia que compartieron Bey y Anckesenamon: cómo él fue enterrado vivo por cometer la infracción de intentar revivir, tras que ella hubiera muerto, un amor prohibido. Un amor que ha superado los límites del tiempo y de la vida. Helen pierde en varias ocasiones la noción del tiempo, no sabe cómo ha cruzado el espacio, cómo ha llegado de un lugar a otro. Durante un periodo de tiempo es otra. En la primera ocasión abandona, como una sonámbula, la fiesta a la que asistía, mientras bailaba con otro invitado, como si de repente sus pasos de baile variaran, y la coreografía perteneciera a otro tiempo, a una música olvidada. Es un tiempo que ya no es, un fuera de campo que quiere hacerse relato presente, como una turbulencia que agitas las aguas: de ahí ese afinado e inquietante uso del fuera de campo, en la casa de Bey, a la que ha ido de visita Helen con su perro, quien proferirá unos aullidos de dolor y horror de éste (antes hemos visto cómo el gato salía de la habitación). En la secuencia siguiente, Helen vuelva a casa con el rostro transido como si no recordara dónde ha dejado su perro, ni a sí misma. El rapto del amor es también un rapto del tiempo.


 

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