lunes, 31 de agosto de 2020

El cameraman. Noticiarios, sinfonías y telediarios (Ed. Providence), de Javier M. Tarín

 

La editorial Providence inicia una colección, bautizada con el nombre de Telemark (en homenaje a la minusvalorada obra de Anthony Mann Los héroes de Telemark, 1965), dedicada a breves ensayos sobre una película específica, con aguda pertinencia. Javier M. Tarín vertebra su entusiasta análisis sobre la magistral El cameraman (The cameraman, 1928), de Edward Sedgwick (y Buster Keaton), subtitulado Noticiarios, sinfonías urbanas y telediarios, a través de la reflexión sobre la relación entre ficción y realidad. No solo con respecto al momento de su producción, una coyuntura de cambios (del mudo al sonoro) y de apuntalamiento de unos modos de representación (y un sistema de producción), o en relación a la propia circunstancia personal, dentro de la industria, de Keaton, sino que extiende el hilo hacia nuestro presente. En la introducción del texto ya destaca que uno de los motivos personales que le impulsaron a escribir este ensayo fue la reacción de sus alumnos adolescentes de Actividad Audiovisual. Para una generación habituada, primordialmente, a un cine de sofisticado nivel tecnológico, con conocimiento escaso de lo realizado más allá de la década de los 90 (y el hito de Pulp fiction), el blanco y negro pertenece no ya a otro tiempo sino a otra dimensión. Pero El cameraman confronta con un dinamismo narrativo que conecta con el sentido del montaje del cine de hoy en día, y además, de un modo aún más elaborado y afinado (por la meditada elección de un plano general o un primer plano para generar un gag o definir un vínculo entre personajes), y con un portentoso dominio de la síntesis y la elipsis. El relato – su puesta en escena y forma de ser contado- funciona como un reloj suizo a día de hoy entre unas generaciones aturdidas por el exceso audiovisual, generado por los smartphones y las redes sociales.

                 

Tarín, en principio, se centra en la interrelación entre la obra y la circunstancia personal, o el enfoque y la actitud creativa de Keaton y el enfoque de un sistema. En la película, Buster (Buster Keaton) es un fotógrafo callejero que se obceca en conseguir ser aceptado como cameraman en una agencia de noticieros cinematográficos, llamada MGM, como el mismo Estudio con el que Keaton había firmado un contrato, abandonando la independencia con la que elaboraba sus obras previas. Keaton, años después, declararía que fue el mayor error de su vida. Tuvo que plegarse a la estructura y directrices de un sistema que condicionaron, restringieron, su dinámica creativa. Los paralelismos entre la lucha del fotógrafo de la ficción –Buster- por integrarse en un mundo cambiante y trabajar en la MGM, aceptando unos cánones informativos desconocidos para él, y la del actor –Keaton- en un contexto de producción cinematográfica novedoso e incluso hostil aparecen en un nivel profundo de lectura de The cameraman. Ese conflicto, o esa colisión, adquiere dimensión metafórica en el uso de las puertas, ya manifiesto en la primera toma de contacto de Buster con la agencia, unas puertas giratorias, y posteriormente, con la puerta de la agencia, con la que tendrá dificultades para entrar y salir, y que de hecho romperá en un par de ocasiones.  Las puertas simbolizan los obstáculos que el protagonista se va a encontrar en su afán de convertirse en cameraman, pero a su vez sirven como recurso para la continua creación de gags visuales en el film.

Tarín establece otra capa de reflexión mediante el contraste entre las directrices de la agencia de noticieros con la prueba de sus aptitudes como cameraman que el personaje de Keaton muestra, y que es calificada por el director de la agencia como un error. Las imágenes que ha grabado Keaton son del tipo documental vanguardista cuando se aproximan al fenómeno urbano tal como harían Walter Ruttmann ese mismo año en Berlin, sinfonía de una gran ciudad o Dziga Vertov dos años después en El hombre de la cámara. Ya Keaton había explorado el potencial del lenguaje cinematográfico, y sus posibles alternativas o rupturas, en El moderno Sherlock Holmes (1925), con la que secuencia en la que el protagonista se introduce en la pantalla del cine y cada cambio de plano lo coloca en un entorno o en una situación distinta, como si desplazara por la quintaesencia de lo imprevisible. La narración cinematográfica y la vida como un montaje de discontinuidades, cuando el sistema que se apuntalaba en Hollywood se fundamentaba en la continuidad que haga sentir al espectador que vive lo que acontece en la pantalla. Lo que demanda la agencia son imágenes que alientan la espectacularización de la información, entendida más como producto de consumo que como garantía democrática. No importa la imagen como reflexión ni como contextualización. Importa la imagen que impacta. De lo que es ejemplo la secuencia climática en el barrio chino, en la que no importa el porqué del conflicto de las bandas sino capturar la imagen espectacular de un tiroteo. La imagen no reflexiona, impresiona (cuánto más impresiona se incrementan sus posibilidades en el mercado laboral; para ser aceptado como cameraman, como para una producción conseguir un éxito: es la base de la competitividad). El cameraman, más allá de ser una comedia romántica con un equilibrio casi perfecto entre relatos y gags cómicos, aborda la espinosa cuestión de la relación  entre imagen y realidad y de qué forma se están asentando unos modelos de representación del mundo a través de la imagen en movimiento. Tarin resalta la ironía última del planteamiento de Keaton (que a pesar de las restricciones pudo disponer de importante capacidad de decisión durante el rodaje), esto es, una de las cargas de profundidad del film para hacer saltar en pedazos esa presuntuosa actitud del director de la agencia de noticias –y por extensión de los grandes estudios- en su definición de lo que es la calidad cinematográfica, a través del hecho de que las imágenes (impactantes) de un rescate acuático, que él califica como “el mejor trabajo de cámara visto en los últimos años”, sean rodadas por una mona (Josephine).  


En el último tramo del libro, Tarín amplía las capas, o conexiones, estableciendo una asociación con nuestra época, o cómo el enfoque de la agencia de noticiarios ha sido el que ha prevalecido no sólo en la industria sino en la esfera individual, en el modo con el que gestionamos nuestra imagen, o cómo nos relacionamos con la realidad. Los usuarios de las redes sociales como Instagram construyen sus imágenes con un tono claramente publicitario en su estética, alejados de las posibilidades  expresivas de la imagen más allá de la ficción y el documental informativo. No importa lo real o la realidad sino uno mismo, la propia imagen con la que se proyecta o presenta, que dispone de su correspondencia en el predominio del dictamen sobre la reflexión en el comentario (más que crítica analítica ya) sobre las películas: importa poder dar el dictamen sobre la serie o la película del momento, no importa las reflexiones que suscite sobre nuestra relación con la realidad, los demás y nosotros mismos. Ha desaparecido la inquietud en favor del narcisista ensimismamiento, del yo como imagen o voz visible o audible. En lugar de generar una mirada subjetiva y única sobre el mundo circundante, la asociación de smartphones con redes sociales ha potenciado exponencialmente  el narcisismo de los usuarios.

Tarín también destaca una cuestión clave en la película, que se extiende a la obra de Keaton, la colisión o el desajuste del protagonista con su entorno, y la cuestión de la invisibilidad. Un yo que no se siente integrado o aceptado, un yo que se tropieza y colisiona con la realidad. En El cameraman vuelve a recurrir a la relación sentimental como escenario emblemático a pequeña escala, a la vez que reflexiona, con agudeza, sobre sus específicas coordenadas y dinámicas escénicas. Si en El colegial (1927) se apoyaba en los alardes atléticos como soterrada ironía sobre los absurdos de los cortejos amorosos, en El cameraman lo hace con la cámara de cine, con la que incide en la idea de cómo impresionar y cómo hacerse notar, en este caso como una mirada singular ( el ojo de la cámara) que propicie esa visibilidad que implica destacar entre otros, ya no sólo en el aspecto competitivo sino como figura excepcional que pueda ser advertida entre un informe entorno, o lo que es lo mismo, la idea de crear una proximidad, ser el único, superando, o transcendiendo, esa distancia en la que se es uno más. Véase la presentación: Buster está solo realizando una foto a un transeúnte en la calle, pero de repente irrumpe una avasalladora multitud con motivo del homenaje popular a una figura destacada, y entre ellos varios cameraman de noticiarios. Su figura se ve empequeñecida, invisibilizada, pero por azar se encuentra apiñado, sin poder moverse, junto a Sally (Marceline Day), mejilla contra mejilla (su arrobada expresión mirándola como quien ha sentido una inusitada revelación no es advertida ni siquiera por ella, es como un cuerpo más entre una masa informe). Su propósito será impresionar, influir en la mirada de quien ama, como el protagonista de El colegial intentaba esforzadamente con las gestas atléticas, o cómo el de El moderno Sherlock Holmes intentaba desfacer un equívoco sobre él con su sueño, en el que se introducía en la pantalla de cine como detective que resolvía el caso que en la realidad le culpaba a él. En principio, Buster no es nadie, y menos para quien ama: ser un mero fotógrafo de calle no propicia ser visible (cuando la muchedumbre se dispersa se queda solo junto a ella, pero ni aún así Sally se percata de su presencia; debe llamar su atención, ofreciéndose a hacer una foto de ella). Pero no es suficiente, sigue siendo una figura irrelevante, debe penetrar en su propio escenario, motivo por el que se ofrecerá como cameraman de noticiarios en la MGM, la agencia donde ella trabaja como secretaria. Se hace al menos ya visible como aspirante. Aspirante que es pretendiente.

Como en las otras obras citadas, esa compulsión por influir e impresionar, por ser imagen protagonista, entra en colisión con la torpeza, con la dificultad de dominar el mundo (en correspondencia con ese tartamudeo expresivo que domina cuando se quiere cortejar a alguien): queda expuesto, acentuada su vulnerabilidad, y a la vez como quien queda en evidencia, por la torpe desenvoltura: No hace más que romper una y otra vez el cristal de la puerta de la productora con el trípode de la cámara que ha comprado; se viste de punta en largo para su primera cita, y pasea por la calle junto a ella con gesto circunspecto (como si fuera el emperador, junto a su emperatriz, que siente todas las miradas sobre él; como si caminara sobre una alfombra roja, protagonista de su fantasía romántica), pero se resbala y se da un buen morrazo; al subirse al autobús de dos pisos, la multitud les separa, y él acaba arriba, haciendo malabares para bajar abajo, y sostenerse en el exterior del autobús; en la piscina, tras hacer otro alarde, lanzándose desde el trampolín, pierde el traje de baño, que le quedaba muy grande, y buscar el modo de que no se den cuenta de que está desnudo bajo el agua. Toda ínfula o pretensión se torna contrariedad, caída, tropiezo. Buster forcejea y batalla con la realidad que parece, en todo momento, superarle. La ironía es que trata de impresionar a quien ya se siente atraída por él.

Prodigiosa es la secuencia previa en la que espera que ella le llame para concretar la primera cita: Luke vive en un tercer piso y el teléfono está en la planta baja. Tras oír el teléfono baja; la cámara desciende y asciende siguiendo su recorrido, y en ambos casos por su ímpetu acaba en la terraza o en el sótano; cuando habla con ella, por la emoción, mientras ella sigue hablando él sale corriendo y llega a su casa antes de que Sally acabe su parlamento. En correspondencia, su primer alarde de mirada propia, en el campo de su labor como cameraman, es tan torpe como surreal (y singular): las imágenes que ha grabado están superpuestas, como un barco en mitad de las calles de la ciudad, o imágenes que revierten o en pantalla partida. Por otro lado, reflejo de su mirada distintiva, que se desmarca del conjunto. Es una singularidad que se manifiesta de modo natural; es torpeza e inspiración natural. Se esfuerza en impresionar, cuando su singularidad ya resalta en su forma de ser, por activa o pasiva. Cuando realiza la grabación de una trifulca violenta en el barrio chino resulta que no había rollo en la película. Aunque realmente se había producido una interferencia ajena, en sí un apunte sobre los absurdos de querer impresionar o de querer dominar los acontecimientos: el monito, que se ha convertido en compañero de desventuras, había cambiado el rollo; en la secuencia final cuando Luke salve a Sally en el río de la amenaza del fuera borda descontrolado, y ella, en cambio,  cree, al despertar, que ha sido el rival amoroso de Buster (que conducía la lancha), su gesta la ha rodado el monito. Otro gran apunte irónico sobre el afán de control y la necesidad de impresionar e influir en la percepción de los demás, en la imagen que se hagan de nosotros. Como si la realidad se debiera ajustar a nuestra imagen de Instagram. Setenta años atrás, Keaton, con mordaz agudeza, ironizaba sobre esta tendencia escénica predominante en el ser humano. En la conclusión, cerrando el círculo, tras conseguir el empleo y la ratificación del amor de quien ama, ambos caminan por la calle. Buster cree que los vítores de la calle, dirigidos a una celebridad, están dirigidos a él por su doble éxito. Ahora se siente visible, el foco de atención, aunque su percepción sea errónea. El mundo no ha dejado de ser un escenario. Simplemente, ha dejado de ser un atribulado aspirante a director de escena y actor en el teatro del cortejo. Ahora cree que se ha afianzado en la ficción a la que aspiraba, con la que tropezaba y colisionaba. El yo escénico prevalece.


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