martes, 23 de julio de 2019

Midsommar

Las tinieblas de la ilusoria armonía. Como en la anterior obra de Ari Aster, Hereditary (2017), Midsommar (2019) está atravesada por la idea de la pérdida y el término, o de modo más específico sobre el desvalimiento y el extravío que genera la confrontación con tales circunstancias (el trauma por la pérdida de seres queridos, la asunción del término de cada vida, y que la duración de las relaciones también puede tener un término). Aunque, afortunadamente, con un desarrollo más coherente, y con el ingenio expresivo en el uso de los recursos formales de los dos primeros tercios de la anterior película (fuera de campo, elipsis, movimientos de cámara, diseño sonoro...), sin descarrilar en la pirotecnia de su tercer acto. En Midsommar pule las coordenadas expresivas, y logra que la irrupción de lo anómalo sea el preciso reflejo siniestro de un desajuste emocional. Porque, ante todo, este es el relato de una relación sentimental en proceso de deterioro o, desde otro ángulo, la anomalía circunstancial (la irrupción de lo terrible) adquiere la condición de reflejo siniestro tanto del miedo a ese deterioro como de la incapacidad de asumirlo por temor al conflicto, a la incomodidad de la discrepancia (por lo que se opta por la ilusoria armonía de la avenencia). Dani (excelente Florence Plugh), por un lado, pierde a sus padres, cuando su hermana, bipolar, decide suicidarse con inhalación de gas, e implica a sus padres (como si se los llevara con ellos). Por otro lado, teme que su relación con Christian (Jack Reynor) se frustre por resultar demasiado absorbente, por requerir demasiada atención o demasiado apoyo, por abrumarle demasiado. Su relación, según quién, dura ya tres años y medio o cuatro. Esa divergencia en la evocación evidencia ese desajuste con el que ambos lidian.
Christian, por otro lado, se ve presionado por sus tres amigos, Josh (William Jackson Harper), Pelle (Vilhelm Blogren) y, en especial, Mark (Will Poulter), quien le cuestiona que la aguante tanto, y conteste solícito a todas sus llamadas telefónicas, como si más que plegarse a su voluntad fuera incapaz de contrariarla por sentirse incómodo con cualquier asomo de conflicto. ¿Qué es lo que quiere realmente? ¿Por qué no le había revelado que ya había decidido realizar un viaje a Suecia con sus tres amigos, por lo que ya había comprado incluso los billetes? Cuando ella le plantea está interrogante, él se siente inmediatamente asaltado, por lo que su primera reacción es marcharse; no lo siente como un diálogo, aunque las maneras de ella no sean crispadas ni acuciantes (probablemente porque no quiere lidiar con la respuesta sincera; como no hay posibilidad de mutis por el foro opta por la falaz avenencia). Una reveladora elipsis: Dani le dice que se siente junto a ella para conversar al respecto, asegurándole que no tiene reproches ni impedimentos para que haga ese viaje con sus amigos si lo desea, pero él mira hacia la puerta mientras ella se lo dice. El siguiente plano muestra a los cuatro amigos en el piso de Christian. Alguien toca el timbre, es Dani. Christian les aclara que le ha invitado, y ha dicho que sí, aunque, apostilla, no vendrá. Christian es la indeterminación personificada. ¿Por qué le ha invitado? ¿Quiere o no que venga? ¿Son firmes los cimientos de esa relación o por qué siguen juntos?¿Se deteriora su relación y no quieren asumirlo, en particular él porque rehuye la confrontación directa (incluso consigo mismo)?
El destino del viaje es Suecia, en concreto, la comunidad natal de Pelle, Harga, donde serán testigos de unos ceremoniales, relacionados con el solsticio de primavera, que se se efectúan cada 90 años. Durante el tránsito, ocurrencias formales que señalizan un umbral que se cruza: un plano de la ventanilla del avión que se torna agitado temblor, y durante el viaje en carretera, entre bosques, la cámara adopta una posición invertida (como en la también notable Bosque maldito; ambas están protagonizadas por dos mujeres que se confrontan con una circunstancia emocional inestable, con una herida emocional; en una resuena en fuera de campo el maltrato de su pareja, en otra la indeterminación de su pareja, que genera una ilusoria armonía ). Esa estancia implicará una inversión para el eje de su vida. Una transformación radical. El temblor es el que arrastra Dani, porque aún no ha asumido la pérdida de sus padres: su mera mención le suscita ansiedad: cuando Pelle, quien también perdió tiempo atrás a sus padres, le ofrece sus condolencias, ella abandona la estancia y se mete en cuarto de baño: elipsis: en el siguiente plano está en el baño del avión (la continuidad la establece su desequilibrio emocional, la pesadumbre que aún la atenaza). Otra relación de recursos expresivos: el movimiento de cámara desde sus padres, muertos en la cama, hasta su hermana en la habitación del otro extremo del pasillo, en relación al movimiento de cámara hacia la ventanilla del avión (que se torna convulsión): en la primera parada en el trayecto, en unos prados, fuman unos alucinógenos, y Dani sufre otro ataque de ansiedad; en la modulación de la perturbadora, y desestabilizadora, atmósfera, siempre de modo sutil, es fundamental el diseño sonoro, la amortiguación pasajera del sonido en ciertos pasajes (como si se fuera aposentando paulatinamente otra relación con la realidad).
En los rituales de la primavera es fundamental la muerte de los ancianos (la conclusión del último ciclo de vida se establece a los 73). Pero en nuestra sociedad estamos acostumbrados a que sea velada, o arrinconada, como muerte progresiva a largo plazo, en las residencias. En esos rituales de primavera la muerte sacrificial de los ancianos es abruptamente física. Los cuerpos se despedazan. No son cuerpos que parecen intactos por inhalar gas. La violencia de la pérdida sacude como una piedra en la cabeza. Esa otra forma de (re)presentación de la muerte, en concreto, de los ancianos, es una inversión de cómo la enfocamos o encajamos en nuestra realidad habitual (fuera de plano, para evitar la perturbación o incomodidad; no deja de estar relacionada con la actitud que adopta Christian con respecto a la relación sentimental). Los primeros planos de la narración son espacios vacíos invernales, planos de la naturaleza nevada, sucesión que culmina con un plano de la casa de Dani, en un atardecer de luz plomiza. Se corresponde con su estado emocional. El escenario luminoso, primaveral, ese ámbito de aparente relación armónica con la naturaleza (que es lo que se predica y transmite), es, por un lado, el reflejo siniestro de la incapacidad de asumir la pérdida por parte de Dani, su dificultad para establecer una relación, asunción, armónica con la pérdida, con la devastación que suscita.
Pero también, por otro, es el reflejo siniestro de su incapacidad para resolver la relación con Christian, un deterioro que parece sostenerse sobre un frágil equilibro funambulista, más bien el de la esforzada voluntad cuando la relación no deja de evidenciar desajustes, reveladores olvidos (él no se acuerda de la fecha de su cumpleaños) o falta de conexión: Tras la conmoción por la brutalidad d el primer ritual ella se queda sobrecogida, con deseos de abandonar el lugar, mientras que él simplemente notifica a su amigo Josh que también quiere realizar una tesis sobre esa comunidad. Como si fuera una realidad que mirar desde fuera, de modo distanciado (¿desde dónde mira su relación con Dani?). Parece que su confrontación con la realidad la filtra, o distorsiona más bien, a través de un distanciamiento. Puede ser voluntarioso, querer conocer las singularidades de otra cultura, pero quizá sea una forma de negar la consciencia de su desquiciado ritual como la forzada avenencia no deja de generar una situación desnaturalizada: un extraordinario plano: Dani le interrumpe cuándo él está realizado unas preguntas sobre la comunidad para su tesis, y le señala, con visibles signos de inquietud, que uno de sus amigos se ha ido sin avisar a su pareja; él muestra una pasajera empatía más bien cortes que real, pero rápidamente vuelve con las preguntas sobre la comunidad; no hay cambio de plano, este plano medio, con los tres en cuadro, se dilata sostenido sobre la mirada fija de Dani sobre Christian, encajando la real falta de atención que él ha mostrado no sólo a sus palabras sino, sobre todo, a su estado emocional. Esa falsa armonía, esa sonrisa cortes, conciliadora, como esa armonía capciosa de esa comunidad, que oculta una entraña tenebrosa, es la que genera los monstruos: en las secuencias finales se conjugan, a través de los cantos, en forma de gritos o gemidos, el dolor (Dani) y lo farsesco (Christian). Esa comunidad materializará, como fantasía siniestra, los deseos más turbios de la desazón y el resentimiento de Dani. Por eso, Dani, en el plano final, casi se podría decir que por primera vez de modo natural, sonríe.

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