martes, 28 de mayo de 2019

Rocketman

La sonrisa postiza del payaso. En cierta secuencia de Rocketman, de Dexter Fletcher, Elton John (Taron Egerton) despliega una sonrisa forzada ante el espejo. En la secuencia posterior, su amigo, y letrista, Bernie (Jamie Bell), ante su extravagante atavío emperifollado, le pregunta por qué sale al escenario con esa ridícula parafernalia. El hombre tras la máscara ha perdido la sonrisa, pero el payaso aparenta que lo que hace con su colorido disfraz, su mascara, su identidad escénica. Reg Dwight, pues ese es su nombre real, y Elton John su nombre escénico, ha entrado en barrena emocional. La siguiente secuencia es una sucesión de elipsis temporales que evidencian una inmovilización vital, un montaje secuencial de diversas actuaciones mientras la cámara da vueltas en círculo alrededor suyo pero lo único que varía es su parafernalia, la sucesión de atuendos extravagantes. Es lo mismo con diferentes máscaras. Elton John, en la cúspide de su éxito, comenzó a sentirse abandonado, y buscó refugio, entumecimiento, en cualquier sustancia tóxica y el sexo indiscriminado y desaforado. El exceso para negar la carencia. Quiso desaparecer en sus máscaras y el abotargamiento de la embriaguez, para esconderse de la desazón de su extravío, de su decepción y frustración, porque no se hubiera consolidado el amor que sentía por su manager, (Richard Madden), y aún siguiera sin sentir ninguna muestra afecto por parte de su padre, (Steven McKintosh), quien además había formado una nueva familia, con dos nuevos hijos, como si fuera la corrección de un fracaso anterior, su familia previa. Como hijo y como enamorado no encuentra sino vacío. Como si flotara en el espacio exterior a la deriva, como ese rocketman/hombre del cohete, lejos de la realidad y la vida, aunque se encuentre protegido por una burbuja de lujo, gracias a su éxito como músico.
Rocketman aplica, en buena medida, la plantilla de Bohemian rhapsody, de Bryan Singer, lo que no es de extrañar dado su éxito. Incluso su director, Fletcher, sustituyó en aquella, durante las dos últimas semanas, a Bryan Singer. El trayecto dramático comienza con sus orígenes, o desajustes familiares, prosigue con sus primeros pasos en la industria musical y, en cierto momento, llega al momento crítico de la caída libre íntima, que finalizará con la consiguiente resurrección o asunción de las inconsecuencias y contradicciones. De hecho, se inicia con su momento crítico, un escenario no realista en consonancia con la enajenación del cantante, en proceso de asunción de cómo es y cómo siente. El propio escenario de su mente en conflicto, que repasa su vida, en una sesión de psicoterapia en grupo, como quien desenreda el hilo que le conduzca al Minotauro, el que él mismo ha gestado con su extravío en una serie de adicciones que son fugas por no confrontarse con sus frustraciones. La narración alterna pasajes de su vida con los de esa sesión en la que, progresivamente, acorde a esa asunción o discernimiento de su falta vital, se irá desprendiendo de la máscara o disfraz escénico con el que comienza (que representa, además, a un demonio). Se libera de sus demonios, de su egocéntrico sentimiento de abandono.
En consonancia con ese enfoque no realista, que evidencia el artificio, se suceden, de modo intermitente, números musicales (aunque lejos de la brillantez de la espléndida El gran showman, 2017, de Michael Gracey), más allá de las secuencias centradas en sus actuaciones, algunas de las cuales, incluso, se representan como una fantasía, como su primera actuación en Estados Unidos, en la que él y su público se suspenden en el aire, lo que evidencia esa conexión que le propulsará al éxito. Aunque el hombre del cohete más bien se sentirá perdido, o dicho de otro modo, ahogado (la secuencia en la que se escenifica la canción Rocketman comienza cuando se lanza al agua, casi como un gesto suicida, y la primera visión es la de un niño en el fondo, él mismo, en su infancia, con un traje de astronauta).
Hasta coincide con Bohemian rhapsody en la condición homosexual de sus protagonistas. Al respecto, no faltan desorientaciones pasajeras (alguna de las cuales implica matrimonio por simplemente sentir que puede ser querido) o disimulos convenientes cara a la galería por cuestiones de imagen (que reviertan en beneficio económico). En la película de Singer, Mercury no sabe muy bien quién o qué es, más allá de su persona escénica, y se siente solo, como si no lograra conectar con nadie, y por esa desorientación o desajuste su conducta deriva en intemperancias que implican infligir daño a quienes quiere, o le quieren, porque la enajenación se torna en una embriaguez. En Elton John, por añadidura, se torna adicción al lamento y victimismo, como un Calimero con parafernalia ridícula, incluidas extravagantes gafas que parecen diseñadas para un buzo por su desorbitado tamaño, hasta que aprende a sentir que pisa suelo firme, o firmeza emocional, con el discernimiento de sus inconsecuencias y desquiciamientos. Los títulos de crédito indican que desde hace 28 años ya no consume sustancias tóxicas. Aunque aún no se ha liberado de su compulsión por las compras. Hay adicciones, como el consumismo, que sí se legitiman. Compra todo lo que quieras (y puedas). Sigamos flotando en una realidad cosmética. Por eso no hay que olvidarse de pasear la postiza sonrisa de payaso.

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