viernes, 24 de agosto de 2018

Alpha

La armonía entre especies. Una de las más inspiradas creaciones audiovisuales vistas este año ha sido el anuncio de la campaña francesa contra el abandono de animales, No necesito treinta millones de amigos sino uno solo. Alpha (2018), de Albert Hughes se podría contemplar como otra estimulante aportación a esa campaña de concienciación. Tras haber sido testigo de la hermosa relación armónica, de colaboración y mutuo apoyo, entre una loba y el adolescente Keda (Kodi Smith-McPhee), también se podría considerar que contiene cierta causticidad las palabras iniciales de la voz en off de Morgan Freeman cuando anuncia que es una historia sobre una relación que modificó el devenir del ser humano. En buena medida lo es, si se dejan de lado los estragos que ha realizado el ser humano, y no sólo con la justificación de la nutrición, con las otras especies desde hace miles de años. Y si nos centramos únicamente en la relación doméstica, en esa gestación que se simboliza en esta historia que acontece en el neolítico hace veinte mil años, mientras muchos humanos han consolidado relaciones armónicas y enriquecedoras con perros y gatos, y otras especies que han adquirido el rango de mascotas, muchos han incurrido en el maltrato y abandono. Como recuerda ese magnífico anuncio francés, 100.000 perros y gatos son abandonados al año sólo en Francia. El ser humano, sin duda, no discrimina en infligir daño, sea a otras criaturas o a los propios congéneres. Afortunadamente, hay obras que nos recuerdan esa capacidad de relación armónica, de comprensión, y hasta admiración, que no desdeña a otras criaturas, ni las considera inferior, como, entre otras, han reflejado recientemente el documental Kedi (gatos de Estambul, 2016), de Ceyda Torun, o Tu mejor amigo, de Lasse Hallstrom.
El tramo inicial de Alpha es el menos sugerente porque parece plegarse a ciertas convenciones en su retrato de una iniciación a la edad adulta, casi como si fuera un trámite de exposición antes de entrar en materia. Se inicia con el fallo, la incapacidad viril de Keda de enfrentarse a la Naturaleza, es decir, la prueba de dominio y por tanto capacidad de supervivencia, cuando vacila en su enfrentamiento con un bisonte. La narración retrocede para exponer la instrucción paternal, y la afirmación maternal de que Keda se rige más por el corazón que por la lanza. La prueba de acceso a la primera cacería es, precisamente, la demostración de pericia en el afilamiento de una punta de lanza. Keda tiene esa capacidad pero en la proximidad no se ve capaz de infligir daño, como cuando su padre le insta a que remate un jabalí cortándole el pescuezo. Ese error o esa vacilación inicial determinará que Keda quede suspendido en el vacío, y que le den por muerto. La narración a partir de entonces se convertirá en una odisea de supervivencia, de perseverancia y resistencia, para retornar al hogar, en el que será fundamental la colaboración que establece con una loba. Una loba a la que hiere cuando le ataca con su manada, pero a la que después, en vez de meramente rematar como haría probablemente cualquier otro de su tribu, cura. Esa cura afianza un vínculo entre ambos que va más allá de las respectivas manadas. También se puede ver una mordaz ironía con respecto a la figura del macho alfa, esa representación suprema de la virilidad, en el hecho de que Alpha sea una loba. El humano establece una relación armónica y colaboradora con otra especie, como una hembra con un macho. No sólo eso, sino que ni siquiera se remarca, sino que se naturaliza (de hecho, no se específica hasta el final). El otro no es el representante de una categoría (especie, género...), es otro con el que establece una sintonía cómplice y armónica.
Más que buscar la narración inmersiva, como la magistral El renacido (2015), de Alejandro González Iñarritu, o la crudeza, como los últimos capítulos de la excelente serie The Terror (2018), en ambos casos lindando con la abstracción, Hugues propulsa una fluida narración, en la que en ocasiones se deleita, como ya demostró en Desde el infierno (2001), que realizó con su hermano Allen, en el despliegue del artificio compositivo (Keda bajo el agua, y la loba, por encima, suspendiéndose en el aire para caer sobre el hielo). Dota de presencia al paisaje, a la nieve y la niebla, al frío y al agotamiento, se comen gusanos, que también se usan para curar heridas, pero no se enfatiza la descarnada fisicidad. O no se regodea en la misma, como puede ser el caso de otro estreno de esta semana, Revenge (2017), de Coralie Fargeat, quien se deleita tanto con la carne magullada, con personajes hurgando en su herida, que acaba encasquillándose en la indiferenciación. Importa tanto un culo que admirar como una herida abierta, aunque se esté cuestionando la ofuscación que suscita lo primero. Se extravía y cortocircuita en sus turbulencias por mucho que intente animarlo con sus esforzadas ocurrencias formales. Alpha, en cambio, se podría considerar una película saludable, no por higiénica, sino por sí saber plantear un cuestionamiento implícito con una propuesta de mirada constructiva, tan armónica como la sensibilidad que intenta inocular en esos cien mil franceses, y los otros tantos miles en sus respectivos países, que abandonan perros y gatos. Revenge se acaba infectando con lo que presuntamente cuestiona, mientras que Alpha propone una revitalizante cura que cauterice una infección aún demasiado extendida.

No hay comentarios:

Publicar un comentario