domingo, 3 de junio de 2018

Playtime

La realidad compartimentada, la sociedad funcional, un entramado enquistado, un escenario acristalado ( la distancia del vidrio), espacios desacogedores que no parecen respirar. La tiranía de la rígida línea recta, acorde a un rígido diseño de la realidad social. Realidad escénica (pantalla y casilla) en el que la naturalidad y la espontaneidad, el cuerpo de Hulot, la dinámica impredecible, la sinuosidad de la curva o de la espiral, la embriaguez de la actitud lúdica, se extravía, o entra en colisión y transgrede. Hay obras que no sólo son adelantadas a su tiempo, sino que pertenecen a otra dimensión, dado el ángulo de su mirada, como si nuestra realidad nunca hubiera sido vista, ni revelada, de ese modo, caso de la prodigiosa Playtime (1967), de Jacques Tati, en la cual el encuadre, como la realidad, es un espacio múltiple, en el que habitan, como dinamos y puntos de fuga, diversas acciones a la vez, y de modo imprevisible (el encuadre, la realidad, es un espacio vulnerable, un flujo de posibles, y cualquier figura, acción o relación puede materializarse). Y aunque en un momento dado no haya vínculo entre esas acciones, entre esos personajes, puede darse esa conexión, esa coincidencia o cruce en otro momento, en otro encuadre. Está condensado en esa asombrosa imagen de Hulot (Tati) contemplando los diversos habitáculos o compartimentos de la feria de accesorios o componentes domésticos en una sala amplia en ese espacio acristalado.
En otras obras anteriores de Tati la narración sinuosa fluctuaba entre personajes, aunque Hulot fuera el personaje nuclear, pero aquí su presencia es aún más intermitente, como si quedara extraviada en esa inmensidad. Aparece de hecho, por primera vez, en el fondo del encuadre, en el aeropuerto, una figura más en los pasillos, como Barbara la chica estadounidense integrada en el grupo de turistas, que enumeran siempre cada vez que entran o salen de algún lugar, y que no deja de separarse porque le sorprende algún otro detalle que no tiene que ver con el objetivo del recorrido turístico (en particular, elementos naturales o que desentonan en el conjunto acristalado y metálico: la mujer que vende flores en una esquina). Dos figuras, Hulot y Barbara, que, de modo espontáneo, se singularizan. Dos figuras que, de vez en cuando, se cruzan, pero que no se encontrarán, o conocerán, hasta esa noche, horas después, cuando se transgredan las líneas rectas que enclaustran con la sinuosidad de lo imprevisto, de la espontaneidad.
En esos primeros pasajes, que alternan seguimientos, a Tati se le singulariza como alguien que entra en un edificio acristalado. para recoger un paquete, pierde al encargado que debe dárselo, se extravía entre las casillas de esa feria (que expone puertas silenciosas o aspiradoras con focos) y se difumina en el desarrollo del relato, incluso multiplicándose en reflejos o replicas (como de reflejos y replicas está tramada esta sociedad: sociedad serializada) como ese otro personaje con el que le confunden en esa feria, aunque más bajito y con bufanda, o incluso otro que es afroamericano. Ya en el exterior de ese edificio, cuando anochece, se encuentra con otro conocido que le invita a su casa, que asemeja una pantalla por esa cristalera amplia que permite ver desde la calle su salón (que nada tiene que ver con la casa en la que vivía el personaje de Hulot en su anterior obra, Mi tio, en la que para alcanzar su hogar, en lo más alto, debía recorrer un trayecto sinuoso cual laberinto). En el piso de al lado, precisamente, vive ese encargado con el que no había logrado encontrarse (hasta lo que es proximidad es distancia). La cámara en todo momento encuadra desde el exterior: el edificio visto en plano amplio parece un conjunto de encuadres, de pantallas o casillas. En ese juego de ilusión de plano contraplano (que no lo es), o de escenarios ficcionales en abismo en contraposición (o realidad de reflejos frente a lo natural), entre las acciones de las dos familias en ambos salones mientras ven la televisión, por la posición externa de la cámara, sus gestos parecen reaccionar no a lo que ven realmente en la pantalla de sus televisores sino a lo que hacen en el otro salón (por ejemplo, desvestirse). No deja de ser curioso que, por fin, ya transcurridos cincuenta minutos de la narración, Hulot y el encargado se encuentren en la calle como espectadores de otra pantalla, unos hombres trasladando una cristalera, cuya acción es coreografiada, con música de resonancias orientales, por algunos de los transeúntes espectadores.
El último tramo de la obra se centra en un espacio en proceso de construcción, que a su vez parece desmoronarse progresivamente, o transfigurar la cuadrícula en espacio indómito: el restaurante que se inaugura, y en el que tienen lugar múltiples accidentes, como si el desorden inevitable de la naturaleza, como el mismo Hulot y su ingenua espontaneidad, desmontara toda pretensión de orden, cálculo y control, o de diseño acristalado de vida. De hecho, Hulot propiciará que se rompa el cristal de la entrada, y que se caiga el techo de una parte de la sala. Para lo primero el portero decide recibir solo con el pomo de la entrada, como si existiera el cristal, y con respecto a lo segundo implica la definitiva transfiguración completa del escenario. Este fragmento es un auténtico portento de coreografía que conjuga múltiples acciones y personajes. Por tres veces un cliente ebrio se cae de la banqueta; por tres veces tres camareros sazonarán el plato de unos clientes que no acabarán comiéndose ese pescado porque unos amigos les invitan a otra mesa. Por tres veces un camarero, al que se le ha roto el pantalón ( dado que el espacio está lleno de aristas), cederá parte de su atuendo: un zapato a otro que se le ha roto, su pajarita a quien se le ha caído la suya en una salsa, o la chaqueta a otro que se la ha rasgado la propia.
Son inagotables los hallazgos o brotes de ingenio de esta asombrosa obra. En particular, fundamental, es su minucioso diseño sonoro como coreografía narrativa o fuente de gags (en su segunda aparición al fondo del encuadre, en el aeropuerto, es el sonido resonante de su paraguas cayendo al suelo lo que ya singulariza su figura como disonancia y alteración). Tati, hace de la creación puro juego, porque este, el tiempo de jugar (play time), de la espontaneidad desencadenada, es lo que quiebra las pantallas acristaladas y compartimentadas en las que se aprisionan, o se aprisionan ellos mismos, los habitantes de una sociedad tramada sobre funciones y posiciones. Y el juego es sinuosidad, la transgresión de la espiral y de la curva: en la entrada del restaurante resalta un neón en el techo en forma de flecha espiralizada, que varios transeúntes, o clientes expulsados, ebrios siguen como dirección con el sonido como guía. La embriaguez como sinuosidad, transgresión de la funcionalidad enajenadora de la línea recta, de la compartimentación. Al final, para afianzar esa transfiguración, o modo espontáneo y lúdico de habitar la realidad, los coches dando vueltas alrededor de una glorieta se asemejan a los coches en un tiovivo, por los efectos sonoros que acompañan la secuencia. Además, el movimiento de una cristalera propicia la ilusión de que el autobús reflejado estuviera siendo elevado en una atracción de feria ( de nuevo el sonido, los gritos de la gente como si sintieran el placer de ese vértigo). Hulot regala a Barbara un racimo de flores que asemeja a una miniatura de unas farolas, esas que se perfilan sobre el autobús como si fueran las antenas de una criatura extraterrestre. Hulot posiblemente lo fuera, su imaginación y creatividad, su humor único y arrebatador, no parecen de éste mundo.
Tres años dedicó Jacques Tati al rodaje de esta excepcional obra, y nueve meses a montarla. Un meticuloso trabajo de orfebre diseñando un portento de puzzle, como aquellas fantásticas creaciones pretéritas de asombrosos autómatas. Una celebración de la actitud lúdica y epicúrea y una corrosiva crítica al diseño cuadriculado de una sociedad constituida sobre reflejos, pantallas, cristaleras y compartimentos. Fue primordial la colaboración de Jacques Lagrange (1917-1995), a quien Tati conoció en 1947, pintor y diseñador que colaboró con él en todas sus películas, en el diseño y elaboración de los decorados, inclusive el póster de su última obra, Zafarrancho en el circo (1974). Por eso, en los créditos se destacaba: Con la colaboración creativa de Jacques Lagrange. La implicación creativa de Lagrange fue crucial, no sólo en la elaboración de los decorados sino de los mismos gags. Según Lagrange, a Tati le resultaba difícil poner en palabras sus ideas, con lo cual debía interpretar lo que intentaba decir a través de los dibujos. Lagrange cuenta cómo Tati partía siempre de una idea general para sus obras, por ejemplo, las vacaciones, con la estación de tren, las maletas y los baúles, para Las vacaciones de Monsieur Hulot (1953). En ocasiones, era una idea más indefinidamente abstracta, una cuestión social, como la preservación de edificios antiguos, para Mi tío (1958). En la fase de escritura de guión Lagrange elaboraría miles de dibujos en servilletas: La casa con ojos, incluida la perspectiva a vista de pájaro, de Mi tio; el gag del camarero regando con champán los sombreros en Playtime o las cabinas de baño y el Hotel de la plage en Las vacaciones de Monsieur Hulot.

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