sábado, 30 de junio de 2018

Sicario 2: el día del Soldado

No hay guerra que no sea sucia. En la extraordinaria Sicario (2014), de Denis Villeneuve quedaba dolorosa y crudamente expuesto que la rectitud no tiene mucha cabida en esta tierra de lobos. Más bien, la realidad es un coladero en la que todo se mezcla, y se escurre, porque cualquier medio vale para conseguir un propósito. La mirada recta que colisionaba con demasiados desvíos y retorcimientos era la de la agente del FBI Kate (Emily Blunt), reclutada para participar en una misión que no tiene clara, como tampoco su función en la misma, ni incluso a quienes representan, qué agencias, o qué gobiernos, algunos agentes con los que trabaja, como el que parece al cargo, Graver (Josh Brolin), y esa incógnita de colaborador que es Alejandro (Benicio Del Toro), para al final descubrir que ha sido utilizada como conveniente colaboradora instrumental, ya que su pertenencia al FBI les legitimaba para operar en territorio estadounidense. Taylor Sheridan, de nuevo guionista para Sicario 2. el día del soldado (Sicario 2: day of the soldier), de Stefano Sollima, declaró que mientras Sicario se centraba en la militarización de la policía y cómo se confunden ambas funciones, en esta, que no es una continuación ni centrada en acontecimientos precedentes, se suprime el aspecto de la vigilancia (focalizada en concreto en la reduccíón de competidores en el tráfico de drogas desde Méjico a Estados Unidos, para así reducir la violencia).
En Sicario 2: el día del soldado se introduce un nuevo aspecto en la ecuación, el terrorismo. El gobierno teme que los autores de unos atentados suicidas en un supermercado (en una sobrecogedora secuencia rodada en un sólo plano) penetren desde México por la frontera. Esa su narrativa. Y como toda narrativa, asentada en la especulación, más que en la certeza. Durante tiempo se habló de los supuestos arsenales de armas de destrucción masiva en Irak, que servía como justificación para la intervención, aunque luego se revelara que era falso: es decir, respondía a una narrativa más que especulativa conveniente. En Sicario 2: el día del soldado, ante la posibilidad de que esa narrativa sea cierta se plantea una acción que remede otra que ya se efectuó, por parte de la CIA, a la que pertenece Graver, en Afganistan: Provocar desavenencias entre las diversas facciones del enemigo, urdir una trama que les persuada de que deben enfrentarse entre ellos, una retorcida manera de minar su fuerza sin necesidad de directo enfrentamiento. Graver plantea lo mismo pero entre los diferentes grupos del Cartel (los que comandan Reyes y Matamoros). Pero ¿Qué ocurre cuando se modifica la narrativa ya en curso una operación correspondiente a la previa narrativa, al escenario que se creía cierto pero resulta que no lo es?
Taylor Sheridan urde un excelente guión en el que aparte de recurrir de nuevo a las figuras de Graver y Alejandro, reutiliza algunos de los componentes de Sicario, como una crucial secuencia de incursión en territorio mejicano, con la tensión latente por la amenaza de un posible enfrentamiento; la utilización, como subtrama paralela, de un personaje mejicano (en aquella un policía corrupto, en esta un joven que se integra en la organización del tráfico que reporta ahora más dinero que la cocaína, el humano: por mil dolares se les traslada al otro lado de la frontera, en la que, detalle impagable, la siniestra oscuridad del contacto estadounidense al otro lado es una sonriente rubia oxigenada con su bebé en el asiento trasero del coche); o la crucial figura de un personaje femenino que se encuentra entre: una figura intermedia, Isabela (Isabela Moner), cuya mirada es también, como la de Kate, la del personaje ajeno, y que también adquiere la condición de instrumento. Pero estas recurrencias no son recursos que evidencien falta de imaginación por aplicarse a una plantilla que funcionó magníficamente en la obra de Villeneuve, sino todo lo contrario. Demuestra cómo con un molde se pueden realizar ingeniosas variantes que aporten otros enriquecedores ángulos.
La obra rebosa cargas de profundidad con respecto a la política gubernamental de su país: ese muro que separa las fronteras; la asociación de inmigrantes y terroristas; la aseveración de la superiora de Graver, (Catherine Keener), de que a diferencia de él, entre los distintos representantes gubernamentales, nadie tiene el propósito de cambiar ninguna situación (una manera de decirle que se autoengaña con su afán de que su labor lo consiga); o delicados detalles, que funcionan como lúcido contraste: el entendimiento mediante el lenguaje de los sordomudos entre dos extraños, en mitad de ese paisaje desolador desértico, como un granjero y Alejandro (de quien se nos revela algún detalle más de su pasado). Resultaba muy complicado realizar una obra de la envergadura de Sicario, realizada por uno de los cineastas más excepcionales del cine actual, que domina como pocos la narrativa liquida (que fluye fusionada con la banda sonora; musicalización que potencia una percepción transfiguradora) como refrendan sus dos magistrales obras posteriores, La llegada (2016) y Blade runner 2049 (2017), pero Sollima materializa una narrativa igual de descarnada y sombría, y aún más cortante, que no desmerece para nada en sus logros. Pese a que ya se haya confirmado que habrá una tercera obra, el final abierto de Sicario 2: el día del soldado nada tiene nada que ver con la narración interrumpida de obras que dejan un puente abierto a una secuela. Es una conclusión en sí que resulta lacerante como el fleco suelto que lleva incorporado un filo.

Westworld 2x08 "Kiksuya"


El octavo episodio de esta segunda temporada de Westworld me parece uno de los más deslumbrantes y admirables que he visto en cualquiera de las múltiples series que he visto:

Ford: Te he estado observando, y parece que tú también a mí desde el principio.(le enseña el cuero cabelludo con el laberinto tatuado) Este es un símbolo mal diseñado, se supone que debía extinguirse, pero tú lo encontraste. ¿Dónde? (..)
Akecheta: Cuando la muerte acabó con el creador.
Ford: Se la has estado mostrando a todos ¿verdad?¿por qué?
Akecheta: Mi mayor deseo es mantener el honor de mi tribu. Encontré un nuevo deseo: Dar a conocer la verdad.
Ford:¿Cuál verdad?
A: Que no hay un solo mundo sino muchos, y que vivimos en el equivocado. Esto los ayudará a encontrar la puerta
F: Explícate por favor
A. Creo que hay una puerta oculta en este lugar. Una puerta a un nuevo mundo. Y ese mundo podría contener todo lo que hemos perdido. Incluyéndole a ella.
F: Te programé para ser curioso, para ver este mundo vacío, y darle sentido. Todo este tiempo fuiste una flor creciendo en la sombra. Lo menos que puedo hacer es darte luz. Cuando la Muerte regrese por mí reunirás a tu gente y los guiarás a un nuevo mundo. Sigue observando, Akecheta, por un poco más de tiempo.

domingo, 24 de junio de 2018

Hereditary

Las maquetas de la mente y otros desquiciamientos. En la secuencia inicial de Hereditary (2018), de Ari Aster, la cámara se desplaza por una habitación en la que destacan diversas maquetas de habitaciones, hasta encuadrar una de ellas, un dormitorio, con una figura en la cama. Sin que se remarque alteración de escenario o percepción, la maqueta se torna espacio real cuando entra en la habitación el padre, Steve (Gabriel Byrne), para despertar a su hijo adolescente, Peter (Alex Wolff). Esta no diferenciación, esa difuminación de la medida o percepción de lo real o imaginario, anticipa la movediza perspectiva, o el movedizo desplazamiento narrativo de la película, en correspondencia con la probabilidad de que Anne (Toni Collette), y sus dos hijos, Peter y Charlie (Milly Shapiro), de trece años, puedan heredar el desorden mental, los brotes de esquizofrenia, demencia y múltiple personalidad, de la abuela, con cuyo funeral se inicia la narración. El relato se inicia en y con la muerte, y la pérdida, que se manifestará en doble sentido, el pesar por la pérdida de un ser amado, y la pérdida de juicio o discernimiento. La expresión perder la cabeza encontrará una correspondencia literal en los diversos descabezamientos que puntúan la narración. La inestabilidad pronto se adueña de la relación, una atmósfera de extrañeza, propulsada por el diseño sonoro y el uso de la música, así como por detalles desconcertantes, que harán dudar de lo que percibimos, si son reflejo, manifestación, del trastorno de alguno de los personajes, sea la madre o alguno sus dos hijos. En suma, si son reales o imaginarios.
En No dormirás (2018), de Gustavo Hernandez, estrenada la semana pasada, también se exploraba los límites de lo real y lo imaginario, o de su percepción, vinculados al trastorno o desquiciamiento mental. En la obra del cineasta uruguayo se contrastaba la inseguridad y dudas de una actriz, Bianca (Eva de Dominici), que teme que pueda heredar el desorden mental ya acusado de su padre, con las indagaciones de los límites en la interpretación actoral (o fusión de intérprete y personaje) de la directora teatral Alma (Belén Rueda) que utiliza la privación de sueño del intérprete para cruzar umbrales que superen incluso la muerte o la otra dimensión, difuminando la separación en la vivencia o habitación de los tiempos (el presente es a la vez pasado: la intérprete vive lo que sintió en el pretérito aquella a la que interpreta). Su nueva exploración utiliza el escenario abandonado de un sanatorio psiquiátrico. En el proceso, Blanca no sabe en qué medida sus distorsiones o alucinaciones perceptivas proceden de la naturaleza del extremo experimento o de la influencia de un desorden mental heredado. Blanca se interroga sobre los límites, perspectiva vulnerada, y Alma fuerza los límites, con perspectiva manipuladora. Es un delicado funambulismo desenvolverse en la ambivalencia. Un desafío al que las dos películas se enfrentan con diferentes resultados. En el caso de la película de Hernández, el sugerente planteamiento se desenfoca o extravía en la superficie de su fascinante escenografía. El decorado cobra más presencia, o potencia expresiva, que el desarrollo del conflicto de la protagonista. No es una cuestión de concreción argumental sino atmósférica. Es el conflicto interno el que debería conducir la atmósfera de la narración, pero esta se tropieza con las piezas del puzzle, y queda a la deriva, con lo que adquieren primacía las secuencias impacto que la consecución o continuidad de los nexos emocionales, porque pierde de vista o no desarrolla del modo necesariamente matizado el conflicto de la protagonista.
En Hereditary sí se consigue esa armonía, al menos durante sus dos primeros tercios, como pasaba con Babadook (2014), de Jennifer Kent. Durante esos pasajes se delínea con precisión, e ingenio expresivo, una atmósfera de turbia extrañeza que está conjugada con la pesadumbre por la pérdida con la que lidian los personajes, en especial después de cierta secuencia en la que la tragedia vuelve a sacudir la vida de esta familia. Los pasajes posteriores a este accidente revelan, por un lado, los méritos más destacables de la narración, su dilatación temporal, el uso del fuera de campo, la elipsis, el uso del tamaño de plano (o de la distancia entre el que mira y lo que ve), así como son, por otro lado, un umbral nuclear en la evolución de la narración (y su percepción). Abundan los encuadres, en el hogar, que recrean la dimensión espacial de una maqueta, como si la misma realidad lo fuera, o se insinuara la percepción mediatizada, y por tanto distorsionada, a través de algún personaje. La realidad se abre en diversos ángulos, como si la abrieran en canal, mediante interrogantes que hacen dudar tanto de la percepción (de algunos de los personajes) pero también de la misma realidad (si hay otros ángulos que consideramos inconcebibles que revelan otra dimensión sea paralela o más allá de la muerte). Se desenvuelve con incisiva eficacia en esa ambivalencia, aunque en el último tercio parece que se perdiera la capacidad de desplazarse en la sutil ambivalencia y optara, como No dormirás, por las imágenes o escenas impactantes, por lo que la narración se desinfla en su atmósfera tenebrosa, pierde continuidad y centro, y adquiere una deriva más bien caprichosa, en la que el siguiente plano puede ser otra sorpresa diferente que salga de la chistera del mago, más allá de que quizá en el trayecto no hayamos salido de la maqueta de una mente trastornada.

sábado, 23 de junio de 2018

78/52. La escena que cambió el cine

Anatomía de la secuencia que acuchilló con su montaje. Mi hija de siete años remeda el gesto con la mano y el sonido de los acordes que compuso para Bernard Herrmann para musicalizar las cuchilladas de la extraordinaria secuencia del asesinato en la ducha de Psicosis (1960), de Alfred Hitchcock, y no ha visto la película, parece que hubiera nacido con ese recuerdo en sus genes, ironiza uno de los muchos participantes (escritores, críticos, músicos, montadores, directores o actores) que, en 58/72. La escena que cambió el cine (2017), del cineasta suizo Alexandre O. Philippe, reflexiona o comparte sus impresiones y recuerdos sobre una de las obras de Hitchock, o de la Historia del cine en general, que más han calado, o impactado, en el imaginario colectivo o popular. En especial, como ejemplifica la anécdota de la niña, esa secuencia, el asesinato de Marion (Janet Leigh) en la ducha, que en su momento fue un hito, en muchos aspectos, pero en concreto por una utilización del montaje, con planos que no duraban siquiera un segundo, a la que no estaba habituado el espectador medio. Como específica el título, 78 emplazamientos de cámara y 52 cortes para poco más de cuatro minutos.
La primera intervención es la de Marli Renfro, la doble de cuerpo de Janet Leigh, detalle que ya anticipa una aproximación que intentará desentrañar, de modo minucioso, los entresijos o las bambalinas, el proceso de elaboración de esa secuencia. Como preámbulo, las impresiones, observaciones y reflexiones de los múltiples participantes contextualizan la película en aquellos años, como reflejo de ciertos cambios en la misma industria, en la permisividad sobre ciertos enfoques, en particular sobre el sexo (como se se apunta con producciones del año previo: Con faldas y a lo loco, Anatomía de un asesinato o De repente, el último verano), o la relacionan con las constantes en las obras precedentes de Hitchcock (la condición arbitraria e impredecible de la existencia; secuencias en obras anteriores con la ducha como escenario de crimen...). O se analiza la pertinencia de la específica versión del cuadro de Susana y los viejos que aparta Norman para espiar por el agujero cómo se ducha Marion (es la versión en la que los dos hombres se muestran más directamente agresivos con la mujer desnuda).
Por añadidura, con especial atención a ciertas secuencias, como la inicial que comparte Marion con su amante en la habitación, la conducción dificultosa bajo del coche la lluvia cuando Marion toma el desvío y busca refugio en el motel o la conversación con Norman Bates (Anthony Perkins), con la compañía de los pájaros disecados, en la sala del motel, se resalta en los pasajes previos las alusiones a las madres (en la secuencia inicial y en la conversación con la otra secretaria en su lugar de trabajo, en el que robará los 50000 dolares); la asociación de los parabrisas y las cuchilladas; la lluvia y el agua bajo la ducha; o las múltiples rimas de ojos y agujeros negros, en relación con las miradas y la espiral: los ojos de los pájaros disecados, el de Norman espiándola a través de un agujero, los ojos ausentes tras las gafas del policía que la detiene en la carretera, el ojo de Marion ya muerta mientras la cámara se mueve en espiral, el agua espiralizada cayendo por el desagüe, los ojos ausentes del cadáver de la madre, la mirada de Norman y sus múltiples variaciones: cómo se modifica cuando Marion alude a si ha pensado en recluir a su madre. O su mirada final, con sobreimpresión de una calavera...).
Una participante también destaca, en relación a la mirada (o la noción de la trama de la vida como arbitrariedad e indiferencia inclemente) el mismo plano inicial: esa cámara, ese ojo indefinido, aproximándose a la ventana de un edificio, una ventana cualquiera en un edificio que puede representar a múltiples edificios, como Marion representa a tantas vidas ordinarias insatisfechas con su vida, por sus carencias y dificultades para materializar sus ilusiones y deseos. En la secuencia nuclear que comparte con Norman, como escribí en Regreso al motel Bates: Un estudio monográfico de Psicosis (Ed. Mensajero, coordinado por Jose A. Planes Pedreño), éste alude a cómo los humanos se sienten atrapados en una jaula, en la que forcejean por querer escapar. Marion se siente como si escuchara la siniestra voz que le revela su desesperado e irreflexivo acto, y su irreversible condición de pájaro disecado. Y siente miedo de la libertad, indefensa en la incertidumbre de un cielo, de una vida, en la que puede sucederle cualquier cosa. En su jaula se sentía al menos segura. Y, ahora, el castigo puede caer sobre ella en cualquier momento, como inmisericorde espada de Damocles, insensible a sus necesidades y motivaciones. Decide devolver el dinero; decide volver a los confortables barrotes de su jaula. Pero es demasiado tarde. Un ojo la observa a través de la pared, su miedo y su culpa, encarnadas en lo siniestro. Su invisibilidad se ha convertido en una visibilidad vulnerable. Vivía oculta en su anonimato, y desnuda, muere. El ojo ciego de la bañera arrastrará la espiral de su irreflexión; su mirada vidriosa, ahora muerta, y ya definitivamente ausente, más ausente de cómo se sentía en vida.
Ya en materia con la secuencia del asesinato en la ducha, se desentraña, plano a plano, cómo se utiliza la música, desde qué momento y hasta qué momento (o cómo la ausencia de música puede ser igual de expresiva), qué se utilizó para el diseño sonoro de las cuchilladas, cómo usa el vacío en el interior del encuadre, cómo asocia por su composición algún plano del inicio de la secuencia con otro del final, qué uso expresivo consigue con el desenfoque, los fondos del plano, los cambios de eje, las elipsis, el leve cambio de ángulo... en suma, la medida elaboración expresiva y la singularidad visionaria del montaje. Un deleite para quienes admiren la película. Un deleite para los que disfruten desentrañando la puesta en escena, eso que pocos de los que escriben sobre cine parecen recordar (aunque abunden en las redes sociales aquellos a los que les gusta que les denominen maestros), y que está relacionado con lo que los responsables de la obra han meditado durante meses, e incluso, años para expresar y comunicar, con lo que se denomina lenguaje del cine, lo que quieren, o pretenden, expresar y comunicar. Y pocos cineastas han sido más complejos e ingeniosos que Hitchcock con los recursos del lenguaje del cine. Claro que hay muchos enfoques para disfrutar de una película, como se evidencia por la diversidad de comentarios en este documental, algunos de los cuales, no lo niego, lograron que mis cejas se arquearan, por la perplejidad, más que las de Spock, O cómo la experiencia de una película puede estar relacionada más que con lo que somos capaces de discernir con lo que necesitamos ver (o dictaminar)

viernes, 22 de junio de 2018

El orden divino

Cuando la mujer dejó de ser cosa en Suiza. Hay zonas en las profundidades del mar en las que habitan diversidad de peces que nunca han visto la luz. Es lo que les explica Nora (Marie Leuenberger) a sus dos pequeños hijos mientras contemplan un luminoso globo terráqueo, en una de las secuencias iniciales de la producción suiza El orden divino (Die göttliche Ordnung, 2017), de Petra Volpe. Así se sentían muchas mujeres como Nora, en 1971, en Suiza, donde, aunque parezca inconcebible porque fue ayer, aún no disponían del derecho de voto. Como proclama otra mujer que sí asume su posición en el esquema de las cosas, es cuestión de orden divino. Pero el orden divino no es ninguna luz, sino más bien una imposición conveniente para quienes detentan el privilegio de actuar de acuerdo a su voluntad y sumir en la oscuridad de la impotencia y la frustración a quienes se sienten inermes. Hasta que la sublevación subvierte y modifica el estado de cosas. Nora se llamaba la protagonista de La casa de muñecas, de Henrik Ibsen, que se rebelaba a un modo de vida que sentía alienante, y en el que se sentía sojuzgada. Nora será la primera voz femenina que cuestionará ese estado de cosas en el pequeño pueblo en el que vive. Será quien primero cuestione que no es justo que si una esposa desea volver al escenario laboral tenga que pedir permiso a su marido. Será quien cuestione la aberración de que encierren a una chica de diecisiete años para encauzar lo que no consideran una actitud epicurea que ansia explorar la vida sino descarriada y disipada.
Cuando comienza a dejar oír su voz, o se a atreve a hacerlo, Nora resiste, en principio, los desprecios y las irrisiones de los hombres del pueblo, y de la mujer que alega que las mujeres no tienen nada de qué quejarse (equiparándolas en ausencia de derechos a los inmigrantes), pero, poco a poco, logra que el resto de las mujeres dejen de lado el temor de expresar lo que sienten, porque descubren en la unión y cohesión que pueden encontrar la fuerza necesaria para transformar un orden injusto, no divino, sino conveniente (para los hombres). Por eso, su primera acción de fuerza será plantear una huelga de sus tareas domésticas. Los hombres tendrán que aprender a cocinar o realizar cualquier tarea doméstica. El primero, el marido de Nora, Hans (Maximilian Simonischeck), quien al principio piensa que dispone de la circunstancia ideal en su vida cuando le ascienden a jefe de carpinteros. Está a favor del voto del derecho de las mujeres, pero se lo calla. Considera que el lugar de la mujer debe ser el hogar, por lo que golpea a un compañero de trabajo que hace irrisión de su posición por la sublevación de Nora, quien no dudará incluso en abandonar el hogar dada la cabezonería de su marido, a quien le importa más su posición integrada en la comunidad, o su imagen, que apoyar y satisfacer su voluntad.
No se respeta la voz, la voluntad, de las mujeres, y se las cosifica como cuerpos que sólo reproducen o cumplen su función mecánica de sirvientas domésticas que, incluso, tienen que levantarse de la mesa para coger leche si se lo requiere su hijo. Nora reconoce que aún no ha disfrutado de un orgasmo, ni siquiera de la masturbación. Su amiga Theresa (Rachel Braunschweig), no ha recibido una caricia de su marido desde hace años. O la recién llegada Graziella (Marta Zoffoli) afirma en cierto momento que aceptará reconciliarse con su marido, del que se ha divorciado, porque no quiere envejecer sola, y en ese pueblo no cree que pueda encontrar ninguna opción sugerente. Aunque más tarde asumirá que en ocasiones es mejor estar sola que sentirse sola acompañada.
El orden divino se desenvuelve con fluido equilibrio entre la comedia y el drama, con cortante capacidad sintética cuando irrumpe la tragedia, así como escalona con coherencia la modificación de actitudes. Se hace eco de una tradición, esa comedia británica o italiana, centrada en una comunidad, que brilló especialmente en la década de los cincuenta, como aquellas comedias de la Ealing que narraban el proceso de transformación, o modificación de unas rígidas tradiciones, de una comunidad. O cómo se hace la luz cuando la unión hace la fuerza para extirpar el oscurantismo de unas mentalidades que abocaba a la oscuridad a una diversidad de mujeres singulares a las que mantenía cautivas y reprimidas en la impersonal e intercambiable cosificación de la función doméstica de mujer

martes, 19 de junio de 2018

El estrangulador de Rillington place

El estrangulador de Rillington place (10, Rillingtn place, 1971), es otra afinada exploración de Richard Fleischer de esa compulsión -(título original de una de sus grandes obras, Impulso criminal (1959)- que determina, impulsa a realizar un acto violento, entroncado con la inclinación natural del ser humano a la violencia, a infligir el daño, pero también con la influencia de un contexto social (los quistes infectados de una configuración social). El dominio, en forma de pulsión o formalización (de una estructura social), rige en ambas vertientes. En La muchacha del trapecio rojo (1955) se aunaba. La gestación de ese impulso, que desembocaba en la acción criminal, hundía sus raíces en el exacerbado instinto de posesividad sexual pero también en un entramado social definido por las jerarquías de clase y dominio. En Impulso criminal ese trasfondo también subyace en las acciones de los dos jóvenes, de clase alta, arrebatados por una compulsión de matar que no es sino la delectación en disponer de vidas ajenas (en especial, en uno de ellos), como forma de afirmar su dominio sobre la vida. En El estrangulador de Boston en su primer tramo, el de la búsqueda policial del asesino, se refleja un contexto tan enquistado como inquisidor, definido por una variedad de estigmatizaciones del diferente (por ello más proclive a la sospecha), cuando el asesino se revelará como alguien, en apariencia, para el resto, como un prototipo de ser normal, un padre de familía. La conducta del criminal, que centra ya como presencia la parte final, no deja de serreflejo, por tanto, de las infecciones de ese restrictivo entorno generador de enajenaciones. Por eso, la búsqueda inquisitorial de explicación de su trastorno no es más que el intento de domesticarlo, de aislarlo de la influencia del entorno, como si se extirpara una anomalía en vez de un reflejo o síntoma representativo de la infección de un cuerpo social.
El estrangulador de Rillington place coincide con las anteriores en que se basan en hechos y personajes reales, pero de nuevo Fleischer transciende la mera crónica de sucesos para realizar una precisa radiografía, planteada con quirúrgica distancia, de un conjunto en el que el asesino es una pieza más del puzzle. En primer lugar, ya en la primera secuencia, la acción criminal de Christie (magnífico Richard Attenborough), que, ya durante la guerra, en 1944, se aprovechaba de mujeres que necesitaban asistencia médica, para anestesiarlas, estrangularlas, violar su cadáver, y enterrarlas en su jardín. En segundo lugar, con la llegada, en 1949, del matrimonio de John (extraordinario John Hurt) y Beryl (Judy Geeson), con su pequeña hija, como inquilinos, se refleja las precariedades de las circunstancias sociales. John no sabe leer ni escribir, tiene un trabajo que les dapara subsistir a duras penas, y tiene una tendencia a darse mayor importancia mediante exageraciones, o meras invenciones (ya sea con Christie cuando alquilan el piso o con los amigos en el bar, tanto en cuestiones laborales como sexuales). Esa tensión, esos agobios y complejos, afecta a la propia relación que deriva en aceradas discusiones. El hecho de que se quede embarazada de nuevo Beryl les sitúa en un callejón sin salida. El cual, en tercer lugar, queda bien reflejado en el mismo espacio, esa serie de casas hacinadas, indiferenciables, en una calle que termina ante un muro. En cuarto lugar, la descripción de Christie como alguien de apariencia de vida normal, casado, que fue representante de la ley, uno más, cuyo comportamiento nada se diferencia de tantos otros.
La secuencia en que Christie realiza el aborto resulta tan admirable como sobrecogedora, e, incluso, propicia una situación que suspense que estira la cuerda de la identificación con quien está realizando un brutal crimen, detalle perverso que anticipa la prodigiosa secuencia de Frenesí (1972) de Alfred Hitchcock, en la que el asesino, encarnado por Barry Foster, tiene que recuperar su mondadientes del cadáver entre las patatas en la parte trasera del camión en tránsito. En primer lugar, por la contrariedad de que llegan dos albañiles para realizar el arreglo de un techo en el patio en el momento que ascendía con su maletín y la taza de té, lo que propicia que vacile si seguir con su propósito. Pero Beryl le insta a que lo haga. En el momento que la está estrangulando, Fleischer crea una situación de suspense mediante el montaje alterno con la amiga de Beryl que asciende las escaleras y toca su puerta.
La segunda parte de la narración se centra en cómo Christie manipula las apariencias para que el inculpado de las muertes (incluida la de la niña, en un descarnado uso del fuera de campo), sea John, sabedor de que las apariencias incriminarán más a alguien como John, por sus discusiones con su esposa, que todo el vecindario conocía, su extracción social y sus alardes, que a él, de inofensiva apariencia normalizada. Desazonante por su falta de efectismo dramático, y lacerante por su sobrio tratamiento, cual informe médico, Fleischer refrenda su talento narrativo y visual. Los colores, mortecinos, apagados (magnífica dirección fotográfica de Denys Coop), la textura de los decorados, adquieren una condición orgánica, opresiva, como si fueran la supuración de ese trastorno que enajena a Christie, como si este fuera una emanación de ese entorno, infección en una infección. Ni siquiera los exteriores se libran de esa sensación, como esa ladera que asciende John en el pueblo donde se ha refugiado, como un callejón sin salida, ese en el que ignora que se ha metido manipulado por Christie. Las secuencias del juicio se estiran, con cortante austeridad, como una cuchilla que descendiera pausadamente, mientras la expresión de John gradualmente se va distorsionando con la mueca de la desesperación y la perplejidad por los testimonios de Christie, y, en cambio, la de la esposa de este, evidencia con un mínimo y casi imperceptible cambio en su mirada que ha comprendido que su esposo es el autor de los crímenes. Esta sutilidad es la que define el estilo de Fleischer.
Fleischer fue encuadrado en a generación de la violencia, como otros grandes estilistas, como Nicholas Ray y Anthony Mann. Exploró su raíz desde diversos ángulos: Esos lodazales sobre los que se erigen los pináculos del poder en ese nada convencional western que es Duelo en el barro (1959), su heterodoxa aproximación a una figura bíblica, en Barrabas (1962), tenebrosa travesía que no deja espacio más que para la interrogante, la más afinada incursión en las raíces bárbaras del hombre, Los vikingos (1958), obra de aventuras no superada, o cómo en Sábado trágico (1955) un atraco es una pieza más en el retrato de violencias implícitas, larvadas, retenidas, en un entorno, de vidas robadas o frustradas. La reflexión en su cine estaba conjugada con una pregnante condición física, como refleja la cruda y escueta secuencia en la que John es ahorcado, tan demoledora, aun mucho más breve, que las de No matarás(1989), de Krzystof Kieslowski o A sangre fría, (1967), de Richard Brooks. En su plano final sobre el rostro borroso de Christie se superpone su respiración agitada cuando realizaba los crímenes. Su mente borrosa, como su agitación, no estaba desligada de su entorno, era reflejo y parte integrante del mismo.

sábado, 16 de junio de 2018

Cuando el destino nos alcance (Soylent green)

Una realidad en la que las frutas y las verduras, la mermelada o un bistec, el agua caliente o el jabón, o los libros, dada la carestía de papel, son bienes de lujo sólo para los privilegiados, por el colapso medioambiental causado por el efecto invernadero. Carencia de recursos, sobrepoblación, pobreza crónica predominante, contaminación. Ese es el paisaje, o circunstancia, que se refleja en Cuando el destino nos alcance (Soylent green, 1973), de Richard Fleischer, adaptación de la novela Make room! (1966), de Harry Harrison, que situaba la acción en 1999 aunque la película la traslada al 2021. Si Blade runner (1982), de Ridley Scott, conmocionaría una década después con su tétrica (pre)visión del futuro ( aunque reflejo de un presente que ya alimentaba la alienación y la sociedad maquinal de réplicas que se forjó en los infaustos ochenta), Cuando el destino nos alcance (Soylent green) no se quedaba atrás en contundencia y lucidez. Si la obra de Scott incidía en esa condición de sociedad hacinada, sobrepoblada, Cuando el destino nos alcance (Soylent green) amplifica esa condición, en términos de precariedad y desvalimiento, con la profusión de gente no sólo hacinada en iglesias que les acogen, sino en las escaleras de los edificios (con vigilantes armados en los altos de las mismas para que no accedan a los pisos). Aunque si la masa de Blade runner mostrará ciertos aspectos de diversidad, aquí están marcadas con las señas de la impersonalidad, definidos por sus intercambiables grises atuendos. La realidad es primordialmente gris, sórdidamente gris. Los espacios de los privilegiados, como aquel que habita el hombre asesinado, Simonson (Joseph Cotten), parecen pertenecer a otro mundo, y a la vez auna tiempos, como si aún no se superara la mentalidad medieval de la configuración de estamentos y privilegios (las mujeres son parte del mobiliarios, lujo o posesión que va con el piso, sea quien sea el nuevo inquilino o propietario).
Fleischer combina las convenciones del thriller (una investigación de un crimen, alguna persecución o enfrentamiento físico) con un aire realista, inmediato. No hay ensimismado deleite de los decorados o atrezzo futurista, sino que el escenario es otro personaje, que define ambientes, esa realidad separada en estamentos (como esa fosa que separa el edificio donde vive Simonsson). Thorn (Charlton Heston) del asesinato de uno de esos privilegiados: ¿a qué se dedicaba? pregunta al que era su guardaespaldas, Fielding (Chuck Connors), y éste responde rico.Pero ¿Qué es Soylent green, más allá de ser una comida sintética? O antes que esa interrogante crucial, ¿por qué Simonson, vinculado a esa empresa, acepta con resignación su muerte a manos del hombre que irrumpe para efectuar un asesinato que es un encargo. Para Simonson parece más desoladora la vida, o vivir con la consciencia de cierta realidad, que la muerte. Esa incógnita sobre su actitud se adhiere a la narración como una película que impregna de turbio fatalismo. Thorn, por su parte, entra en ese espacio, como si irrumpiera en otro universo o realidad, que no consideraba concebible incluso: sentir el jabón, ducharse con agua caliente, comer los manjares que su paladar incluso ignoraba ¿Por qué un hombre que disfrutaba de todos los lujos, incluido la hermosa Shirl (Leigh Taylor Young), pudo preferir la muerte?¿Por qué durante las últimas semanas lloraba con desconsuelo?
La mayor parte de los humanos viven en la oscuridad de la carencia. Hasta a la electricidad hay que reactivarla de vez en cuando para disponer de luz mediante el pedaleo de una bicicleta, como es necesario en el piso que Thorn comparte con su asistente en las investigaciones, Sol, la última interpretación de Edward G Robinson, quien no dijo a nadie durante el rodaje que sufría un cáncer terminal. Moriría doce días después de la finalización del rodaje. Fleischer improvisó con Heston y él una de las secuencias más sobresalientes, y emotivas, de Cuando el destino nos alcance, que no estaba planteada en el guión: Thorn lleva, a su hogar, algunos objetos que ha sustraído de la casa de Simonsson. Thorn porta una bolsa de la que va sacando, cual Papa Noel, los inusitados, y casi olvidados, productos, para asombro, regocijo y al final, lágrimas, de Sol, quien a diferencia de Thorn si saboreó o disfruto todo lo que le muestra, por lo que el momento se tiñe de pesar por lo perdido gracias a la inconsecuencia del ser humano. Para él es como si le enseñara prodigios arqueológicos de tiempos ya irrecuperables. Así le muestra primero papel y unos lapices, unas enciclopedias a modo de atlas, que hace añorar a Sol aquellos tiempos en que se disfrutaba de los libros. Acto seguido le enseñará cebollas, puerros y manzanas, que Sol observa como quien hubiera sacado de una vitrina de un museo un pergamino de los tiempos de la Grecia clásica. Y la guinda, un trozo de bistec, que ya sume en lágrimas a Sol. Exuberante júbilo y rabiosa tristeza se conjugan en esos instantes, porque la indignación sigue viva en alguien que ha sido testigo del proceso de degeneración del mundo.
Sol, y la extraordinaria interpretación de Robinson, se evidencian como el corazón de la narración. Así, ese sentido homenaje en una de las más bellas secuencias rodadas por Fleischer, la de su muerte, o asumido suicidio, en el Hogar, ese centro de eutanasias asistidas, en el que expira escuchando música clásica (piezas de Tchaikovsky, Beethoven y Grieg),mientras contempla imágenes de la naturaleza (esos espacios que Thorn, testigo de su muerte, ignoraba que fueran de esa manera, tan esplendorosos). La revelación final es tan demoledora, y admonitoria, como la de otra estupenda obra de ciencia ficción, protagonizada también por Charlton Heston, realizada cinco años atrás, El planeta de los simios (1968), de Franklin J, Schaffner. Claro que, como declaró Fleischer décadas después: Después de estos años, pienso que lo que transmite el filme es todavía más descorazonador y más terrible en la realidad. Creo que me quedé bastante corto en mi pesimismo.

viernes, 15 de junio de 2018

En tránsito

Figuras sustitutivas y proyecciones. La actriz Paula Beer, que interpreta en En tránsito (Transit, 2017), de Christian Petzold, a la escurridiza figura de las fantasías sentimentales de Georg (Frank Rogowski), evoca su presencia en la excelente Frantz (2016), de Francois Ozon, otra obra tramada sobre las figuras sustitutivas y las proyecciones sentimentales. En Frantz un hombre desearía sustituir al hombre que mató en una trinchera por pertenecer al bando enemigo, y comparte con sus padres y amada recuerdos ilusorios, relatos inventados, sobre su presunta amistad, mientras el ansia de no infligirles pesar forcejea con la necesidad de revelarles la verdad, porque busca su perdón. Y, por otro lado, la mujer que amó al fallecido encuentra en él ese difuso sustitutivo que reemplace al cuerpo muerto del que amó como si así se dotara de vida de nuevo al sueño de amar. En En tránsito la circunstancia es más abstracta, ya sólo por la extrañeza de actualizarla. La novela adaptada de Anna Seghers transcurre durante la ocupación de Francia por los nazis. La circunstancia de la ocupación se mantiene, aunque por una indefinido régimen fascista, pero con una ambientación actualizada, con lo que adquiere una condición de alegoría sobre nuestra época.
El propósito de Georg es abandonar Francia, y el azar le facilita esa posibilidad cuando le encargan entregar unas cartas a un escritor, Wiedel. Al descubrir en el hotel que se ha suicidado, decidirá usurpar su identidad para conseguir el visado con el que poder marcharse a México. En su trayecto se convierte en figura sustitutiva por partida doble. Primero, como figura paternal para el hijo de un amigo que muere durante la huida en tren de Paris a Marsella, Entabla una relación cómplice, afectiva, pero el niño reaccionará decepcionado cuando él le revele que se marchará, ya que se siente abandonado. En la narración, en dos ocasiones, alguien pregunta a Georg quién cree que olvida antes, el que abandona o el que es abandonado.
En la anterior obra de Petzold, la notable Phoenix (2014), la protagonista, tras volver del campo de concentración donde estuvo prisionera varios años, por olvidar ese dolor, por negar la posibilidad de que él la delatara, se deja modelar por el hombre que amó para convertirse en sí misma, y así ayudarle a conseguir la herencia de su familia, ya que él no había sido capaz de reconocerla. En En tránsito, Marie (Paula Beer), le alude a Georg, en dos ocasiones, cuando le ve de espaldas, pero al volverse se percata de que no es el hombre que buscaba. Por un lado, Georg comienza a quedarse cautivado con esa mujer, que luego comprueba que es amante del doctor que atenderá al niño que enfermó tras que él le dijera que se iba a otro país. Los abandonos se conectan. En dos secuencias, el niño y Marie esperarán, en el mismo lugar y con la misma postura, que Georg realice sus trámites con los visados. La ironía con respecto a la atracción que siente por Marie es que ella es la esposa del hombre cuya identidad él ha usurpado. Ella se siente atraída por Georg, quizá porque le recuerda a su marido, pero espera reconciliarse con éste. El hecho de que Georg haya adoptado su identidad para conseguir los visados acrecienta en ella la ilusión de esa posibilidad porque cree que le encontrará en el barco con el que viajarán a México. Con lo que Georg está destinado a ser abandonado, aunque sea por alguien que ya no existe ¿Quién es ella para él?¿Quién es él para ella?
Figuras virtuales, escurridizas, sustitutivas, como él era un padre que no podía ser para un niño que debía enfrentarse a la desnuda perdida de su real padre. Figuras en tránsito, que no se definen, como películas en movimiento que no acaban de consolidarse con la consistencia de lo real. Por eso, la opción de la abstracción, de esa indefinición temporal, se hace certero eco de la hipertrofía de la virtualización en las relaciones de nuestra época. Aunque esa indefinición también suscita la interrogante de si el interés de En tránsito reside más en sus sugerente planteamiento y entramado dramático que en su materialización cinematográfica.