jueves, 24 de mayo de 2018

Hardcore. Mundo oculto

En las primeras secuencias de Hardcore. Mundo oculto (Hardcore, 1979), de Paul Schrader, se describe con precisión, con concisos trazos, las cuadrículas que conforman el escenario de la vida de Van Dorn (magnífico George C Scott): su dedicación a la empresa de elaboración de muebles de la que es propietario. Las celebraciones familiares en las que resalta la influencia en sus vidas de la religión, en concreto, de inspiración calvinista. Por lo tanto, con férrea convicción en la predeterminación, y en la aspiración a la redención última (si se es elegido). No deja de ser sintomático que no veamos, que no se visibilicen, situaciones íntimas: es viudo, pero tiene una hija adolescente, Kristen (Illah Davis). En el cine de Paul Schrader son recurrentes los personajes, con sus variados matices y grados, que tienen una vida estratificada y ritualizada. Una vida de rutinas y repeticiones, como si su vida fuera la observación de una sucesión de cuadrículas preestablecidas. El paisaje gélido, nevoso, del medio Oeste, parece corresponderse con su vida, que parece desenvolverse en superficies (como discute con la diseñadora del cartel de su empresa si conviene rebajar un poco el tono pavo real del azul). Esa es su vida, en el espacio publico, sin vida íntima realizada (abandonado tiempo atrás por su esposa) o expresada, de color rebajado, como la de los protagonistas en Taxi driver (1976), o Al límite (1999), ambas de Martin Scorsese con guión suyo, o los de sus propias obras, en American gigolo (1980) o Posibilidad de escape (1992). Hasta que irrumpe la fisura que rasga la pantalla o cartel de vida (vida de cartel publicitario, de apariencias), que desestabiliza el ritual de vida. Entonces, se pierde el paso. Se quedan en suspensión, ya más bien desplazados del rutinario tráfico de la vida, como el personaje de Nolte en Aflicción (1997), cuando se queda en blanco, paralizado, ordenando el tráfico). En el caso de Van Dorn, la causa es la desaparición de su hija. Pero la ruptura radical, la que ya distorsiona su vida (su estabilidad, y por tanto, su percepción: sus cuadrículas se tambalean), la que implica que cruce el espejo hacia otro mundo, se produce cuando en otra pantalla, la de un cine, descubre que su hija actúa en películas pornográficas (demoledor su llanto desgarrado, suplicando que paren la proyección). La secuencia se cierra con su reflejo distorsionado en un espejo.
Como otros personajes en el cine de Schrader (algunos de ellos viven el ritual de su vida en el desplazamiento físico, un falso movimiento: taxista, conductor de ambulancias, suministrador de droga...), Van Dorn se desplaza. Es un desplazamiento doble, físico e interior, que parte de la mirada distorsionada, insuficiente y engañada (inconsciente de cómo sienten la vida los otros a su alrededor), e implicará una transformación en su perspectiva, en cuanto revelación, y asunción, de su mirada desenfocada en la vida con respecto a los demás. Insatisfecho con los métodos del detective contratado, Mart (Peter Boyle), más por una cuestión moral ( o de su rigidez moral) que por ineficacia (le sorprende en pleno relación sexual con una actriz porno), decidirá ser él mismo quien indague qué ha sido de su hija, quien la rescate de donde esté cautiva, según él presupone, contra su voluntad. Van Dorn, que vivía en el mundo visible, el normalizado, el de los anuncios y las apariencias, entrará en contacto con el mundo oculto, el de las perversiones y depravaciones, el de ese ocio reglamentado que sirve de escape. Al respecto, Schrader nunca carga las tintas, ni embellece ni ensombrece lo diferente. Su visión es de seco y distante realismo sórdido. Van Dorn, en primera instancia, transitará de modo torpe en esos ambientes, como pez fuera del agua o elefante en una cacharrería. Decidirá adaptarse, amoldarse, a ese otro escenario, tramado con otros rituales, otras pautas, otros comportamientos .Por lo tanto, adoptando otro papel, otra apariencia: se hará pasar por productor de películas porno, y organizará una falsa selección de casting para encontrar a un actor que trabajó con su hija en la película que de la fue espectador.
Por supuesto se pueden rastrear equivalencias entre el racista Ethan, con la búsqueda de su sobrina Debbie, capturada por los indios, en Centauros del desierto (1956), de John Ford y el puritano Van Dorn. O vínculos con una excelente novela de Newton Thornburg, Morir en California (1973), en la que un padre, ranchero, se esfuerza en desentrañar la causa de la muerte de su hijo, que no cree que fuera suicidio como afirman los testigos (pertenecientes a otro mundo, el de los privilegios del poder y la belleza). Desde luego, el recorrido de Van Dorn tiene ciertas similitudes con el de Travis (Robert De Niro) en Taxi driver, o LeTour (Willem Dafoe) en la posterior Posibilidad de escape. Las tres películas derivan en un desenlace violento, enfrentados a los monstruos de la depravación. En el caso de Travis es la culminación de una enajenación, más que una redención o catarsis ( más bien, su ejecución violenta final es una limpieza, como quien vomita hasta echar toda bilis, la de un adolescente emocional que expulsa toda su rabia y frustración porque nadie le toma en consideración ( véase su idealización del personaje de Cybil Sheperd, y su torpeza al llevarla la primera cita a ver una película porno, sin pensar que eso le puede desagradar, o cuando menos descolocar).La ironía es que será considerado un héroe. Al menos parece al final que una cierta transformación se ha producido, ya que no parece tan expuesto a la idealización de los reflejos, cuando deja atrás con su taxi al personaje de Sheperd. En cuanto a LeTour, en Posibilidad de escape, hay algo de ajuste de cuentas consigo mismo, de purgar sus remordimientos, ya que,en cierta medida, aunque sea de modo indirecto, se siente responsable de la muerte de la mujer que amó por su incapacidad de amarla, por sus torpezas pretéritas.
Van Dorn se enfrentará con su propia responsabilidad. Él es el creador de monstruos: su mentalidad y forma de (no) vivir los afectos. Como Travis, es alguien que quiere salvar: quiere salvar a su hija de las garras de los depravados que piensa que la corrompen, que la obligan a realizar acciones abyectas (la culminación de su inmersión en el horror será cuando Van Dorn sea espectador de una snuff movie; el contraste de las imágenes con la música de una canción al estilo de Julio Iglesias es sobrecogedor). Pero la distorsión de su percepción quedará expuesta, crudamente, cuando afronte que aquella a la que pretendía salvar no quiere ser salvada. Más bien, como Travis, es él quien necesita ser salvado él. Van Dorn se derrumba, entre lágrimas, cuando su hija le escupe que a ella nadie le obligaba a hacer nada, que lo había elegido por sí misma, y que, de hecho, había encontrado a gente que la quería. Más bien huía de su padre, de aquella vida en la que nunca sintió su afecto (lo que se percibía ausente en las primeras imágenes que definían un modo de vida. Van Dorn se lamenta de su maldito orgullo, de su incapacidad de expresar afecto (nunca me enseñaron, dice), quizá una más terrible degradación que ese sórdido mundo de locales en permanentes penumbras donde se intenta satisfacer las fantasías de los insatisfechos en la vida de cartel diurna entre rutinas y apariencias. Van Dorn vivía en otras penumbras, más terribles, esas que no saben de la expresión de emociones.

2 comentarios:

  1. Zazh! La agrego a mi lista. No quise spoilearme mucho. Gracias por tremenda introducción.

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  2. Mucho me recuerda (no se si será certero mi comentario) a la película española "Tesis", de 1996.
    Me disculpo desde ya si es inapropiado el comentario; lo responsabilizo a la (des)inmidiatez de la contemplación de la presente.

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